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ReportajeUna experiencia excepcional García Lorca regresa a la cárcel

Una experiencia excepcional García Lorca regresa a la cárcel

Por Iván Beltrán Castillo
Fotos: Lisa Palomino

Solo las españolas habían escuchado alguna vez el nombre de Federico García Lorca. Para el resto del grupo, bien podría haberse tratado de un futbolista, un capo de la mafia, un diseñador de modas o una estrella de la canción romántica. Su contacto con el teatro y la poesía fue siempre escaso, y pensaban que las vidas enmarañadas y difíciles no fueron hechas para esas actividades cultas.

Unas semanas antes a estas reclusas de la Penitenciaria El Buen Pastor, en Bogotá, se les había aceptado en el reciente grupo de teatro del penal, y cada vez sentían más atracción hacia el horizonte que les presentaba el arte. En poco tiempo, cuentan al unísono, dentro de ellas germinó una extraña forma de felicidad. Muchas de sus hosquedades, repelencias, explosiones y reacciones volcánicas parecían atenuarse. Se portaban de manera más liviana y genuina. Peleaban menos, fumaban menos cigarrillos y hasta se enfermaban menos. La situación carcelaria en Colombia es crítica y los reclusorios tienen hacinamiento, falta de recursos y escasas posibilidades de estrategias didácticas. La mayoría son desapacibles osamentas de piedra vieja con patios vastos y sin sentido, ningún tipo de ornamento, escaleras oxidadas y baños impresentables.

El recuerdo de sus errores permanecía indemne en la memoria de estas mujeres y salpicaba sus días de un indescriptible sentido de culpa, una carga casi intolerable que se afilaba y volvía intolerable al atardecer. En el grupo hay colombianas, españolas, dominicanas, mexicanas y francesas; todas son producto de realidades ásperas, malas situaciones económicas, matrimonios o noviazgos intolerables o empleos a destajo comandados por patrones insensibles.

Alguna cayó en un aeropuerto cargada de cocaína, otra colaboró en el violento accionar de los grupos paramilitares, varias cometieron estafas, una incluso es culpable de homicidio. Allí dentro, sin embargo, es otra cosa. Una sola familia, una orden, una congregación de socias conjuntadas por el aislamiento y la pena. Y sobre todo por la postergación, ese tiempo infinito que rige los presidios manchándolos de absurdo: esperar una visita, un abogado, un mensaje, un regalo, un indulto, una fecha… Esperar y esperar hasta lo inconcebible.

La directora de aquella tentativa, Johana Bahamón, joven y talentosa actriz de la televisión y el teatro colombiano, concibió la idea cuando, en calidad de jurado, asistió al reinado de belleza del Buen Pastor; día de fiesta que las reclusas esperan con ansiedad durante interminables meses, pues es un interregno a sus severas jornadas y en el curso del cual se elige a la más bella, seductora y graciosa de las condenadas.

Johana vio en aquello mucho más que un divertimento. Vislumbró las posibilidades estéticas, humanas y lúdicas que latían en esas criaturas gobernadas por la adversidad y ansiosas por recuperar aunque fuese un mendrugo de su libertad, y se consagró a estructurar un itinerario coherente para fundar en el seno de la cárcel una compañía de arte dramático. Para ella también era la apertura de una puerta esquiva. Estaba harta del mundillo de la farándula criolla con sus chismes, sus murmuraciones y su nadería.

Se entrevistó con reclusas, llamó a trabajar con ella a la curtida actriz y docente teatral Victoria Hernández, hizo los papeleos burocráticos necesarios y obtuvo los permisos especiales para echar a andar la curiosa troupe. Entonces en los corredores y las celdas corrió la voz de que existía la posibilidad de actuar y eso, en principio sonaba bien porque era la oportunidad de emplear la cabeza en algo distinto a lo conocido.

Se presentaron docenas de aspirantes a actrices, de modo que la escogencia fue estricta y las audiciones llegaron a tener cierta complejidad. Las aspirantes se sofisticaron en la presentación de su prueba. Para estupor de Johana y Victoria, había allí un impetuoso caudal de talento, al punto de que ambas bromearon con la insolente teoría de que “el delito es una forma equívoca del teatro. Toda persona que trasciende la ley debe portar una colección de máscaras, saber de ocultamiento, manejar diversas personalidades y mentir con eficacia. Para el trasgresor de la ley la mentira es cuestión de vida o muerte, asunto de supervivencia; para el actor también. En eso se parecen el arte dramático y el delito”.

A la salud del poeta

“La experiencia de fundar, dirigir y proteger un grupo de teatro dentro de una cárcel no se limita a las horas semanales que se pasan dentro ensayando. Es algo mucho más tenaz. Al principio no me daba cuenta pero cuando salía del Buen Pastor, esas mujeres se quedaban en mí como presencias vivas a lo largo de mi día, de mis otras actividades. Sus rostros, sus miradas, sus sonrisas, sus palabras, llegaban continuamente a mi memoria para recordarme un compromiso y un pacto muy graves. Cada una de las actrices era una tragedia ambulante”, afirmó Victoria Hernández en un patio del reclusorio durante un ensayo general de La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca.

“La emblemática obra del malogrado poeta español”, refirió Johana Bahamón, “se escogió por sus indudables nexos con el estadio de vida que tienen las reclusas del Buen Pastor y de cualquier otro penal. Vale recordar que el gran autor fue fusilado por los falangistas después de perder su libertad durante la guerra civil española. Esta pieza suya, tan clásica, habla del encierro, del penoso aislamiento, de la soledad de unas mujeres tiranizadas por un poder irracional y omnímodo. Mujeres para las que han quedado vetados el amor, la comunicación, la fraternidad, la primavera interior y el encuentro exultante. Las presas escogidas lo entendieron pronto”.

“Empezamos a tener una relación intimista llena de bellos detalles y guiños sublimes”, afirmó Victoria Hernández, mientras observábamos a Johana Bahamón fungiendo en su papel de gran protectora, mensajera de la libertad y amiga. La llegada de estas dos artistas al penal constituye una descarga emotiva para las presas. Esperan este momento con ansiedad. Cuando se encuentran con sus profesoras los coloquios suelen mezclar el tema dramatúrgico y las anécdotas personales, los problemas, las tristezas. Johana y Victoria conocen el prontuario y la desventura de sus aprendices, pero no las juzgan sino que las comprenden.

A medida que pasaban las semanas y el arte ganaba terreno todas fueron cambiando, como si nuevas fuerzas se despertaran en ellas y se imbricaran en sus actitudes. Se hizo notable y repetida la imagen de cada una de las escogidas empuñando un libreto, concentrada como la más adusta intelectual, en memorizar sus líneas. También los grupos de discusión, los coloquios espontáneos, las disertaciones sobre el teatro, la justicia, la libertad o las intenciones de un determinado autor. Súbitamente se rebajó la condición de aislamiento y desprotección (algunas de estas mujeres pasan meses enteros sin recibir una visita).

“Cuando iniciamos actividades eran apenas doce (siete condenadas y cinco sindicadas) y todas asumieron el trabajo como algo trascendente para sus vidas. No me parece temerario decir que un milagro fue operándose en ellas. Sus delitos en principio suenan terribles: tráfico de estupefacientes, estafa, hurto, parapolítica, falsedad en documentos y hasta asesinato. Una persona corriente, que no esté convencida del poder lustral del arte y de su capacidad de redención, se habría desanimado fácilmente. Pero nuestra idea era producir un cambio en sus consciencias y alterar unos destinos de apariencia irreductible. En la actualidad ya son quince reclusas, catorce ya condenadas y tan solo una sindicada. Y aquí viene un dato expresivo: con sorpresa vimos que dos de estas mujeres aceptaron su culpa para ser condenadas y de esa forma poder pertenecer al grupo y que a las sindicadas se les dificultan los permisos y entonces esas dos cuasi heroínas artísticas, ya raptadas por la magia del arte, prefirieron condenarse antes que renunciar a su nueva y radical experiencia”.

Es todo un milagro. Las antiguas presas recelosas han cambiado; ahora les encanta la idea de imaginar, escapar hacia una realidad fingida, soñar puertos y ciudades luminosas, usurpar vidas ajenas, representar sinuosos conflictos, hablar con las palabras escritas por los grandes dramaturgos, montar escenas de pasión y cólera, de amor y olvido, de encuentro y soledad, agregar a las obras frases de su propia cosecha y contonearse por el escenario haciendo alarde de impudicia y dejando salir los gritos que tal vez llevaban dentro desde que están tras las rejas.

“Así, y después de meses de trabajo, llegó el día del estreno. Se trata de una fecha inolvidable porque en ella entendimos el sentido profundo de nuestra tarea; comprendimos, en el mejor sentido de la palabra. Las actrices salieron de la cárcel a inaugurar el auditorio del INPEC con la obra de García Lorca. Ese día brillaron en escena, las vimos grandes y orgullosas recibiendo aplausos y concediendo entrevistas a los medios de comunicación, llenas de dignidad y sin vergüenza alguna. Pero de repente, ante una voz de mando, como en la historia de Cenicienta, el encanto se rompió. Todas fueron formadas y esposadas para abandonar el sitio. Era el regreso prosaico a la realidad. Sus ojos nos miraban impotentes, ahora sentían vergüenza con las personas que las habían aplaudido, y salieron entre jalones que destrozaban su corazón a y nos hicieron presas de una congoja sin nombre. Algo en su consciencia había cambiado para siempre”, dijo Victoria Hernández dibujando una enigmática sonrisa.

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