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Ventanas de Chile

Por Ana Teresa Benjamín
Fotos: Cortesía  ProChile, Carlos Gómez

Las ventanas tienen un “no sé qué” que invita a mirarlas, a imaginar mundos. Desde dentro, regalan luz. Con mucha suerte, un paisaje. Casi siempre, la pared vecina o la calle del frente. Fuente de oxígeno, cuadros vivos, las ventanas siempre son una exhortación a la libertad.

Desde fuera, todas ellas son distintas. Las hay de madera, de vidrio, de aluminio. Las hay fijas, pivotantes, batientes, correderas. En los viejos salares del desierto de Atacama, por ejemplo, son apenas un hueco entre las piedras, con hierros sostenidos por un precario marco de madera. En Puerto Natales, allá en la Patagonia chilena, las ventanas son vidrios inmensos: la idea es sorber todo el sol de verano y primavera.

Las ventanas, elemento arquitectónico básico, común, cotidiano, han sido tema para pintores como Matisse: el francés dibujó frente a ellas mujeres en actitud de reposo, mujeres en labores cotidianas, parejas conversando, flores tomando el aire… Lo hicieron también Chagall y Monet. Una de las fotografías más icónicas del suizo Robert Frank utiliza unas ventanas —las de un tranvía— para mostrar la segregación que existía en Estados Unidos. La toma forma parte de The Americans, un libro de referencia para los fotógrafos profesionales y los curiosos que desean asomarse a la vida estadounidense de los años 50, a través del lente descarnado de Frank.

Las ventanas son las protagonistas de esta nota. Fotografiadas en San Pedro de Atacama y en Valparaíso, en Chile, cinco escritores centroamericanos escriben sobre ellas, o sobre lo que ellas evocan, para regalarnos un mosaico de emociones.

El primero en decir sí fue el nicaragüense Sergio Ramírez. A él se le sumaron la guatemalteca Ana María Rodas, la panameña Lil María Herrera, el poeta guna Arysteides Turpana y el salvadoreño Miguel Huezo Mixco.

Estos son sus textos.

La nada desnuda

Sergio Ramírez

El desierto no se ve aquí pero esa ventana mira necesariamente hacia los salares, hacia la nada desnuda. Una ventana de fierros oxidados, empotrada entre las piedras, que protegió de qué y a quién en esas soledades donde el viento levanta una tras otras cortinas de arena.

Una acumulación de piedras las paredes, no hay argamasa, y la ventana un marco de madera y cuatro rejas. Pero esa fue una casa, y la casa es siempre un refugio, por mucho que las piedras no sean sino ese amontonamiento primitivo que crea un espacio propio, lo delimita. Los muros que cercan, que protegen, por mucho que sea el desamparo, por mucha que sea la soledad.

Las ventanas son para que entre el aire y entre la luz. El aire cargado de arena, la luz cegadora de los salares y la luz fantasmal de la luna en las noches heladas. Pero las ventanas son también para asomarse.

Desolación y ruina, pero alguien miró un día hacia afuera por esa ventana, asido a esos barrotes. Alguien que llegaba, alguien que se iba entre la tolvanera de arena, a pie, a caballo, quién fuera a saberlo. El hombre se quedaba, la mujer se iba, o viceversa. Pero la ventana sigue allí abierta a la nada, un ojo enrejado que sigue mirando entre las piedras desnudas hacia la nada desnuda.

Ver el mundo desde los balcones de San Pedro de Atacama 

Ana María Rodas

Noble debe ser la imaginación para entender cómo un pueblo tan pequeño, San Pedro de Atacama, ve pasar la admirable cantidad de visitas que en todas las épocas del año llegan buscando, por ejemplo, la visión extrañamente bella del paraíso en formación que ofrece un salar flanqueado por dunas cobrizas, cubierto todo, a ratos, por densas nubes; paisaje insólito abierto totalmente a la radiación solar la mayor parte del día.

El cobre y el cuarzo son las joyas del lugar. Y abundan. Los pobladores de San Pedro suelen decir que su inmenso gusto por la vida, su constante alegría, surge de las energías que emiten ambos: el metal y el mineral que los rodean.

San Pedro de Atacama es un maravilloso poblado que se alza en medio del desierto más seco del mundo. Por lo tanto, el lugar ideal para escudriñar el cielo y tratar de concebir la relación entre la Pachamama (la Madre Tierra) y el Tata Inti (el Sol) es el observatorio Ahlarkapin, para turistas. El observatorio fue construido en las cercanías de San Pedro y lo atienden nativos que se especializaron en astronomía.

Entre el salar primitivo, un paseo por el Valle de la Luna y la visión del cielo nocturno se comprende el nacimiento de la vida en la Tierra, en el Universo. Experiencia única que invade el espíritu de los visitantes, que los pobladores de San Pedro conocen desde el día de su nacimiento en ese lugar puro, donde las casas se construyen con el barro entre cobrizo y rosa del lugar donde está asentado el pueblo.

Los otros observatorios de San Pedro son las ventanas, abiertas todo el día, por el calor desértico que invade las viviendas. Desde ellas se ve pasar la vida. Son los ojos abiertos que, en la fotografía, le han copiado el azul al color del cielo a esa hora en que la luz va declinando para dar lugar, poco a poco, al firmamento estrellado del norte de Chile, espectáculo maravilloso como no se observa en otra parte del mundo.

San Pedro de Atacama sigue fijo al lugar en que surgió una de las primeras poblaciones prehispánicas de América del Sur. Nació, calculan los científicos, hacia el año 9.000 antes de Cristo y su situación cercana al cruce desde Bolivia y Argentina por la cordillera de los Andes fue la que dio nacimiento a este lugar maravilloso que permanece fiel a la antigua tradición de los pobladores iniciales.

Buscador de cuentos

Lil María Herrera

Adentro de esa ventana me engendré. Una fuerza ignota me defenestró. Salí pintado de rojo, como suele ser, aturdido. Así nací en el viento. Mis alas sacudieron sangre y trocaron el miedo cerval en mascarada.

Ahora, ya no vuelo, soy libre, pero sin alas. Las llevo en mi cerebro. Camino en el aire con la seguridad de un trapecista experimentado. Camino sobre un cable de alta tensión inclinado en el que juego dando brinquitos en cámara lenta hacia arriba, hacia ella.

Tan pronto me acerco listo para saltar adentro, con un rictus de sonrisa me deslizo en duermevela, en busca de las historias que ella apenas puede ver a lo lejos. Soy sus anteojos. Se las acerco con mi voz.

Regreso con mi traje oscuro, brillante. Porque con el azabache adormezco mis historias, las despierto, las cuento. Se las cuento —con formalidad risible— a ese espacio que del marco para adentro es oscuridad que anida el hogar, y del marco para afuera, cielo nublado que me engulle.

Puertos

Arysteides Turpana

Hay sitios hechos para descansar y soñar. Sitios para descansar y soñar son los puertos, por ello, el trotamundos invicto los busca para pasar allí sus horas de sosiego que no tuvo en otros lares ni en otros tiempos.

En sus quiméricos viajes va el trotamundos invicto caminando sobre la azul alfombra de la bóveda celestial con pasos quedos, y sus pies de huellas afelpadas van dejando sus trazos sobre las muelles nubes, que descansan sobre las cordilleras de suaves ondulaciones, en cuyos senos duermen las ciudades de los puertos.

Los puertos son lugares seguros, por ello, la mar semeja ser siempre un kilométrico espejo tranquilo, que se extiende en las pupilas del trotamundos invicto. En realidad, el kilométrico espejo tranquilo no es más que el reflejo del alma tranquila del trotamundos invicto y hasta el viento juguetón es incapaz de arrugarlo en ondas: los únicos que pueden hacerlo son los vapores que al desplazarse forman estelas, como hacen los poetas al inventar sus metáforas.

Los puertos son sitios hechos para descansar y soñar.

La tormenta dejó un desordenado rastro. 

Miguel Huezo Mixco

La tormenta ha dejado a su paso un desordenado rastro. Las hojas de un árbol caído que se estremece al paso del viento navegan en la riada como pequeños botes amarillos, sin tripulación, sin remos. Puedo imaginar que entre los riscos verdinegros de la montaña que tengo al frente, el agua corre entre los bosques formando cascadas espumeantes hasta precipitarse entre verdes abismos.

Pero, esas masas informes que veo en el aire ¿son montes o son nubes?

En este lugar me he sentido como un forastero que irrumpe en una nube. Llegué a deshoras, un poco perdido. Subí trabajosamente por la escalera. Giré la llave. Empujé con el hombro la puerta y cedió. El cuarto estaba a oscuras. Un relámpago brilló a través del cuadro de la ventana. En cosa de segundos, la lluvia se precipitó con furia con su espectáculo de luces y truenos, y no cesó hasta el amanecer.

Si abriera la ventana podría distinguir el paisaje —arboledas, colinas, montañas— que comienza a dibujarse detrás del vidrio empañado por mi respiración y el aire helado de la mañana. Las casas rústicas, sus paredes descascaradas. El ir y venir de la gente bajo los árboles.

No lo haré.

 

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