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CulturaCien años de La Cumparsita.

Cien años de La Cumparsita.

Texto y fotos: Gloria Algorta

El 19 de abril de 1917 se ejecutó, por primera vez, “La Cumparsita”, del autor uruguayo Gerardo Matos Rodríguez, que tenía apenas veinte años. Los salones de la confitería La Giralda, en la avenida 18 de Julio, esquina Andes, en Montevideo, fueron el primer escenario de los compases del tango por antonomasia. El público que abarrotaba el lugar pedía “bis” una y otra vez. “La Cumparsita” recorrería el planeta.

Esta composición ha tenido innumerables versiones a lo largo y ancho del mundo que, según estimaciones, superan las dos mil setecientas. También ha sido materia de controversias legales y de una historia tan legendaria como la de su autor.

Casi cien años después, una mañana de enero de 2017, entré en el mismo lugar donde había estado la confitería, y un hombre de bermudas, camiseta playera y sandalias, hacía sonar en un antiguo piano los acordes del tango más famoso de todos los tiempos, sin partitura y con evidente maestría. Era un turista brasileño acompañado por su esposa y una de las guías del Museo del Tango “La Cumparsita”, en el Palacio Salvo, que desde 1928 se alza en el lugar que ocupaba la mítica confitería La Giralda. Diseñado por el arquitecto italiano Mario Palanti, el Salvo es uno de los edificios emblemáticos de la capital uruguaya. No en vano fue, en su momento, el edificio más alto de Sudamérica. El Museo del Tango “La Cumparsita” también ofrece una visita guiada que llega hasta la cúpula y tiene una magnífica vista panorámica de la ciudad.

Mónica Kaphammel, joven emprendedora que abrió el museo y lo dirige, me recibe con amabilidad y me guía por el laberíntico Palacio Salvo, mientras me revela algunos de sus secretos, sin pronunciarse acerca del supuesto fantasma del piso 10. Cuenta que ella es una de sus habitantes y forma parte de la Comisión del edificio, que está en un lento pero irreversible proceso de restauración.

En la oficina de la Comisión se encuentran varios tesoros antiguos: faroles, teléfonos de pared, una victrola de trompa de bronce… Mónica también se ocupa del alquiler de seis apartamentos restaurados. Hoy es día de recambio de huéspedes en tres de ellos y por eso tiene prisa. Me muestra uno donde se aloja el cantautor brasileño Paulinho Moska, cada vez que viene a Montevideo.

En el entrepiso, pasamos por una exposición de fotos que otro de los vecinos, un fotógrafo italiano, hizo con retratos de los ocupantes del Palacio. Mónica figura junto a un empleado de mantenimiento con quien acabamos de cruzarnos. Este es un lugar central del edificio, ya que albergó una famosa sala de baile y comunicaba con un hermoso teatro.

Un siglo antes, en otra mañana de enero, un joven estudiante de arquitectura, más interesado en la música y en los placeres de la vida que en las tediosas lecciones que le demandaba la carrera que nunca culminó, dibujó un teclado de piano sobre una lámina de cartón. Convalecía de una larga enfermedad y compuso, mientras silbaba el sonido de cada tecla que oprimía, un tango que les había prometido a sus compañeros de la Federación de Estudiantes del Uruguay. Los de la Federación tenían el propósito de festejar el carnaval con una comparsa, a la que habían bautizado como “La Cumparsita”. El joven Matos Rodríguez le pidió a su hermana Becha que escribiera sobre un pentagrama, ya que él no sabía hacerlo, la música que había tocado en el piano de cartón, y según el relato de Rosario Infantozzi, entre ambos hermanos se produjo el siguiente diálogo:

—¡Becho! ¡Por el amor de Dios! ¡Esto es un tango!

—Sí —contestó avergonzado—, es un tango.

Mónica me cuenta que un trabajo, en el que participó un equipo de técnicos y demandó largo tiempo, permitió ubicar con exactitud el sitio histórico donde hoy se encuentra el museo. Todo lo que puede verse expuesto en el lugar: objetos, fotos históricas, partituras y carátulas de discos, entre otras cosas, fue cedido con gran generosidad por la familia de Matos Rodríguez y por el Museo de la Asociación General de Autores del Uruguay.

Un antiguo aviso publicitario, rescatado para el museo, muestra la disposición de los salones de la Confitería La Giralda y la separación de ámbitos, reflejo de aquellos en los que la sociedad se dividía a principios del siglo XX. Por la avenida principal, 18 de Julio, se accedía al llamado “salón familiar”. Mientras tanto, por la calle Andes, se entraba a los billares y al café concierto, donde se escuchaban tangos y constituían, hasta entonces, espacios rigurosamente masculinos.

En el tango confluyen claras influencias africanas, así como españolas, italianas y de otras culturas que llegaban en olas migratorias a las ciudades puerto. No es de olvidar que el bandoneón, uno de los instrumentos clásicos del género, proviene de Alemania, donde era utilizado como una suerte de órgano portátil en las iglesias y celebraciones religiosas.

Los llamados “tangós” o “tangos de negros”, reuniones de baile y música de las distintas naciones africanas que llegaron como esclavos, habían sido perseguidos y aún castigados desde tiempos de la colonia. Palabras como “milonga” o “canyengue” tienen también la misma herencia negra. Ese crisol cultural que se encontró a fines del siglo XIX y principios del XX en ambas márgenes portuarias del Río de la Plata conformó una expresión musical única. Por entonces, era relegada y se tocaba y, sobre todo, se bailaba en ambientes prostibularios.

En 1917, la calle Andes estaba dividida: de un lado de la avenida 18 de Julio, los teatros a los que acudía todo público, del otro lado de la avenida comenzaba el Montevideo pecaminoso, el de los cabarets y los prostíbulos donde, además de los desenfrenos, el tango hacía furor. La zona, conocida como “el bajo”, tenía aún vestigios de la muralla en la que se había encerrado la ciudad en tiempos de su fundación y llegaba hasta perderse en la costa. Esto sucedía cuando aún no existía la rambla, hoy un lugar clave de la ciudad, un punto de atracción desde donde se puede ver ese río que los montevideanos nos obstinamos en llamar “mar”.

La Giralda constituía una especie de frontera entre ambos mundos, y el éxito popular que tuvo “La Cumparsita” traería consigo un cambio en la futura relación del tango con la sociedad. El tango comenzó a entrar en las casas de familia porque la RCA Victor, hasta entonces fabricante de las “victrolas” —equipos de música que sonaban en los cafés y lugares públicos— también comenzó a producir un nuevo modelo, más pequeño, para uso doméstico, y se introdujo de lleno en el negocio de la grabación de discos; lo que significó una demanda creciente de músicos y cantores para alimentar la industria que comenzaba. También se vendían partituras y manuales que enseñaban a las damas, con fotos e instrucciones ilustradas, las formas del baile para que lo aprendieran en su hogar.

En septiembre de 2009, la UNESCO declaró el tango Patrimonio Cultural Intangible de la Humanidad, iniciativa promovida en forma conjunta por Uruguay y Argentina. Mediante una ley de 1998, “La Cumparsita” fue reconocida como Himno Popular y Cultural del Uruguay. El Poder Legislativo designó el 2017 como el Año del Centenario de “La Cumparsita” y se creó una comisión, integrada por autoridades y representantes de la sociedad civil y la comunidad tanguera para organizar la conmemoración del centenario a escala nacional e internacional.

En Montevideo, la celebración del Centenario de “La Cumparsita” tuvo su primer hito el pasado 15 de diciembre, con un recital en la Plaza Independencia, frente al Palacio Salvo, con la asistencia de miles de concurrentes, que culminó con un espectáculo de fuegos artificiales. Está planificado un concierto mensual en la plaza para recordar el nacimiento de una obra que llena de orgullo a los uruguayos y a los rioplatenses en general; un himno que, en Turquía, sustituye en muchas bodas a la marcha nupcial.

Algo que estaba muy lejos de soñar el joven “Becho” Matos Rodríguez cuando escribió: “Corto de plata como era mi costumbre, crucé el charco [Río de la Plata] y me fui a Buenos Aires a ofrecerle mi tango a la Casa Editora Breyer Hermanos. Yo tenía entonces veinte años recién cumplidos”.

Y fueron veinte pesos oro lo que recibió como pago por los derechos de la obra. Con ese dinero en el bolsillo se fue al hipódromo de Montevideo y se lo jugó todo a un caballo, “creyendo poder multiplicar mi fortuna varias veces. El caballo se llamaba Skat y perdió por una cabeza”. Otra vez el relato de Rosario Infantozzi pone una pincelada que retrata al autor del tango que se convirtió en un éxito sin precedentes. Con dos metros de altura, Matos Rodríguez vivió entre Montevideo, Buenos Aires y París. Nunca se casó, adoraba la vida nocturna, las mujeres, la bebida, la juerga y las carreras de caballos, así como a su madre, sus hermanos y sobrinos. La mayor parte de su vida tuvo problemas económicos, a pesar del éxito de su obra.

Gerardo Matos fue autor de muchas otras obras, entre las que se destacan: “Che, papusa, oí”, su tango preferido, con letra de Enrique Cadícamo y que fuera grabado nada menos que por Carlos Gardel, así como “Te fuiste, ¡ja, ja!”, “Cuando bronca el temporal” y tantos otros. Gardel cantó la versión de “La Cumparsita” no autorizada por Matos Rodríguez, con el título “Si supieras”, su letra más conocida. Le prometió grabar una versión con la letra que escribió después “Becho”, pero murió antes de poder cumplir su promesa.

La reclamación por la cesión de derechos de un menor de edad —como era Matos Rodríguez cuando los vendió— se arrastró durante años. Los juicios que contribuyeron a darle estatura de mito o leyenda se extendieron durante décadas. Pero esa es otra historia. Lo que me interesa contar en este centenario de esa obra mágica que recordamos de memoria, es que existe un lugar que la recuerda, un museo lleno de compases de esa música que parece estar en nuestro ADN rioplatense. Y se encuentra en un edificio lleno de historia como es el Palacio Salvo, donde podemos subir hasta la cúpula y ver la ciudad desde un punto no tradicional. Donde un arquitecto imaginó un maremoto que dejó plasmado en frisos de bronce, donde hay una bellísima reproducción de animales marinos, a una altura de cuatro o cinco metros; lugar hasta donde llegaría el nivel del mar, según su predicción no cumplida hasta ahora. En esta ciudad que elegí como mía, la misma que aún no termina de asumirse, de plantarse como lo que es, por chiquita que sea, como un lugar bello y lleno de tanto para ofrecer a quienes lleguen a ella.

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