La rebelión de las musas
Carmen Mondragón (1893-1978), Autorretrato como colegiala en París, 1928, Óleo sobre cartón, Oil on cardboard, 102 x 76 cm, México.
Por: Sol Astrid Giraldo E.
Fotos: Cortesía Museo Nacional de Bellas Artes de Chile
La invitación vino de un palacio del sur. Y aunque tuvieron que atravesar cordilleras y mares, épocas y olvidos, poco a poco fueron llegando. Una a una, embaladas discretamente en cajas, subieron las monumentales escaleras. Es que una reunión de este tipo nunca se había convocado en el presente siglo… ni en el anterior. ¿Cómo iban a perdérsela? Así arribaron estas centenarias chicas de pelo suelto y mirada libre. Algunas se habían cruzado antes en algún café, academia o galería de París, México o Buenos Aires al amanecer del siglo XX. Otras, poco se alejaron de sus parajes natales y jamás se atrevieron a explorar de la línea ecuatorial para abajo. A pesar del aire de familia, sin embargo, nunca habían estado todas bajo el mismo techo.
Las cajas provenientes de nueve países (Argentina, Brasil, Uruguay, México, Colombia, Perú, Cuba, Reino Unido y España) se abrieron, los lienzos respiraron y se unieron a los que traían las anfitrionas de Chile. Entonces el Museo Nacional de Bellas Artes de Santiago fue una fiesta. Nahui Olin entornó sus proverbiales ojos de estrella. Raquel Forner se paseó sin piernas y con una cabeza debajo de sus brazos. Rosa Rolanda soltó mariposas. Remedios Varo les dio cuerda a sus relojes de tiempos densos. Amelia Peláez agitó el abanico sobre su cara sin facciones. Los exuberantes monstruos de un solo ojo de Leonora Carrington caminaron en puntillas, mientras Dora Puelma arrastró a una muñeca ingrávida, y Frida Kahlo, su costurero y sus cartas.
Judith Alpi (1893-1983), Kimono blanco, Óleo sobre tela, Oil on canvas, 198 x 150 cm. Museo Nacional de Bellas Artes, Santiago, Chile.
Era el momento de exhibir sus mejores galas: Judith Alpi se ajustó un sofisticado kimono blanco; las hijas de Anita Malfatti y Petrona Viera, sus turbantes africanos; mientras Lola Cueto lució un rebozo oaxaqueño y Helena Izcué y Julia Codesido agitaron coloridas mantas aymarás. Otras, como la desafiante Maruja Mallo, se quitaron el sombrero y todo lo demás. Así lo hizo la fibrosa Laura Rodig, quien retó los muros con su frontal y ambigua desnudez, o la dulce Elmina Moisán en su íntima humedad. La monumental negra de Tarsila do Amaral dejó caer un seno desobediente a cualquier ley anatómica o moral, que saludó sin inmutarse a los pubis pletóricos de Débora Arango.
Sí. Estas chicas habían llegado a una cita para mirarse a sí mismas y entre ellas, sin mediaciones masculinas ni protocolos de un sistema del arte proverbialmente excluyente. Alegres, libres, viejas, negras, niñas, indígenas, coquetas, gordas, en los huesos, quebradas, exuberantes. No necesitaban edecanes.
Izquierda: Débora Arango (1907-2005), Anselma, 1940, Pintura al óleo sobre cartón, Oil paint on cardboard. 37 x 24,5 cm. Coleccción de Arte SURA (Medellín). Derecha: María Dolores Velázquez Rivas (1897-1978). India oaxaqueña, 1928. Tapiz bordado, Embroidered tapestry. 118 x 74 cm, México.
Así empezó la que sin duda fue una reunión para la historia. Gloria Cortés Aliaga, curadora del Museo Nacional de Bellas Artes de Chile (MNBA) e investigadora incansable del arte realizado por mujeres en Latinoamérica, fue la encargada del montaje de la exposición “Yo soy mi propia musa. Pintoras latinoamericanas de entreguerras (1919-1939)”. Al reunir a estas artistas, que suelen mirarse individualmente, propone un complejo tejido que permite entenderlas como una comunidad activa, libertaria, contestataria y política. Una colectividad formada por mujeres que, además de las guerras exteriores y públicas, debieron librar al tiempo las interiores y cotidianas. Ellas, aunque todavía no eran ciudadanas con derecho al voto, hicieron valer su voz y, sobre todo, su mirada. Después de su presencia, la estructura visual basada en privilegios de poder masculinos empezó a ser horadada.
Esta muestra nos permite asistir, gracias a esta mirada nueva, al nacimiento de un cuerpo inédito femenino latinoamericano, marcado por la afirmación de su género, cultura y raza. Toda una epopeya, silenciosa o ruidosa, con algunos entornos más propicios, como el mexicano, y otros definitivamente más hostiles, como el colombiano, con personajes cosmopolitas o provincianos. Mujeres que compartieron la escena con los artistas de vanguardia masculinos, quienes a veces las apoyaron, en algunas ocasiones las ignoraron o, en otras, fueron decididamente hostiles. Mujeres que en todo caso tuvieron otras miradas y preguntas que emergen en esta investigación, que será fundamental para entender a esta inquietante comunidad que hoy se está quitando de encima el polvo del olvido.