Septimazo artístico
Texto y fotos: Javier A. Pinzón
La carrera Séptima de Bogotá es mucho más que una artería vital para ese gran organismo vivo y palpitante que es la urbe suramericana. La otrora Calle Real fue testigo de cómo una aldea de ranchos de paja se fue convirtiendo poco a poco en ciudad y luego en metrópoli. Por la carrera Séptima ingresó a Bogotá la modernidad, y ésta no solo vio remplazar los bueyes y mulas que tiraban el tranvía en el siglo XIX, por los sofisticados trenes eléctricos que, en 1910, creían vaticinar que Bogotá sería una ciudad de vanguardia. También, la adusta carrera Séptima, siempre sombría, fue testigo de cómo fueron proscritas la ruana y la alpargata, por decreto alcaldicio, con la esperanza de que reinaran mejor el abrigo de paño inglés y el sombrero de copa. Y fue ésta la que evidenció cómo su arquitectura colonial comenzó a rodearse primero por el sobrio estilo republicano y luego por el grandilocuente de vidrios y concreto de hoy. Por la carrera Séptima se fue también la tranquilidad para siempre el 9 de abril de 1948, cuando mataron al líder liberal Jorge Eliécer Gaitán y la ciudad se llenó de humo y cadáveres; y por ella también circularon los tanques de guerra que reventaron en llamas el Palacio de Justicia en 1985.
Es en medio de esta arteria aorta de la ciudad convulsa, incomprendida, caótica y maltratada, que me encuentro hoy, precisamente en la Plaza de Bolívar, exactamente frente al Nuevo Palacio de Justicia. Y lo único que veo en esta mañana soleada de enero es gente divertirse alegremente, niños corriendo y dándole de comer a las palomas, mientras cientos de peatones y ciclistas se pasean sin afanes bajo el sol abrazante del mejor de los veranos. Siempre he pensado que la mejor semana para caminar Bogotá es precisamente la primera del año, pero en este 2016 mi “Séptimazo” (caminata tradicional por la Séptima), sí que me reconclilia con la tierra que me vio nacer y luego abandoné por el peor de los temores.
Intento buscar en los periódicos cuándo fue que esta calle se convirtió en paseo. Hasta hace muy poco, este centro del comercio, formal, y principalmente informal, era refugio de docenas de niños que nacían y vivían en ella – “pelafustanes”, en el típico eufemismo bogotano. Y encuentro que fue un largo sueño que sucesivos alcaldes prometieron a la ciudad. Recorro la “línea de El Tiempo” y descubro que ya en 1936, el controvertido Gaitán había firmado un decreto para convertirla en paseo peatonal, y que década trás década hubo sucesivos anuncios de la misma promesa jamás cumplida. Incluso el otra vez alcalde Enrique Peñalosa especuló sobre la idea en 1999.
Pero fue finalmente el alcalde Gustavo Petro quien hizo realidad este proyecto. En 2012 demarcó quince calles (desde la Décima, donde me encuentro, hasta la 26) como una ruta peatonal y comenzó a restaurarla. Logró culminar el primer tramo hasta la Avenida Jiménez, decorándolo con mobiliario urbano y plantas con riego sofisticado, y propició que la vieja tradición de jugar ajedrez en la vía pública se mantuviera. Es por eso que hoy, lustrabotas y “habitantes de la calle” (otra vez el eufemismo bogotano) juegan animadas partidas con estudiantes universitarios, en áreas recién remozadas; ejecutivos de fino traje se movilizan en bicicleta, respetuosos de su carril, y oficinistas se toman un descanso en las bancas y se sueltan los zapatos mientras saborean un helado. De verdad, no reconozco a mi Bogotá.
Avanzo hacia el norte lentamente y de repente lo noto: ya no hay aquí vendedores ambulantes, ni buhoneros, sino artistas callejeros. Me cuentan que cuando intentaron regular el comercio informal hicieron un acuerdo con la Alcaldía y lograron quedarse. Hoy constituyen uno de los más importantes atractivos de la nueva carrera Séptima y por ello me concentro en hablar con ellos.
Y sí, lo reconfirmo: la carrera Séptima reúne por su esencia de todo un poco de la convulsionada Colombia. Quizá fue Ciro Guerra, el joven cineasta que hoy está nominado a los premios Oscar, quien pudo hacer arte de su desgracia. En su ópera prima, La sombra del caminante, cuenta ese pasado álgido que puede haber tras los personajes de la Séptima. Gente de todos los rincones del país y todas las orillas del conflicto se encuentran aquí y tejen lazos solidarios. Aquí no vale mucho, por eso, preguntar por el pasado; lo único que vale es el presente y la magia de sus manos, mediante la cual transforman objetos corrientes en piezas únicas para conseguir su pan.
Jesús, por ejemplo: aprendió a sacarle forma y belleza a la madera orientado por un ebanista. Luego se inventó su propio arte: con monedas, pero principalmente con llaves le hace un dije sin igual a los peatones.
Washington Valencia llegó del lejano Nariño, primero a Cali y luego a Bogotá, y desde los doce años se hizo experto en elaborar cuadros con papel fotográfico.
Edgardo Díaz, monosilábico y paciente, apenas responde mis preguntas, pero muestra el trabajo en alambre al cual se dedica desde hace siete años.
Sí, los artistas de la séptima tienen nombre, propio, arte propio, historias a veces incontables, pero un presente prometedor en medio de este espacio público recién ganado que los bogotanos apenas ahora están aprendiendo a recorrer.
Gerardo es pintor, pero su pincel y su lienzo son muy particulares: un círculo lleno de grafito y aceite que gira a gran velocidad y que, según él, representa la teoría de los fractales, le sirve para crear paisajes surrealistas.
Elquímenes trajo su oficio en la sangre: la vieja tradición familiar de trabajar la madera le permite conseguir un sustento aceptable y despierta admiración entre los caminantes.
Bien por el mobiliairio, bien por las plantas con drenaje sostenible. Bien por las bicicletas. Pero este toque artístico de la carrera Séptima le da a Bogotá un aire entre cosmopolita y hippie que no muchas ciudades logran tener.
Muy cerca está Javier Riviera con su enorme caladora realizando avisos románticos para los transeúntes enamorados. ¿Una esquina dedicada al amor en Bogotá? Qué bueno sería…
Oscar, por su parte, se sienta todos los días en una pequeña silla y transforma aburridos jabones de colores en figuras decorativas. Nos cuenta que aprendió el arte de labrar con sus compañeros de cárcel. No indagamos más. Pero hoy, él vive de su oficio.
Fabiano es de Bogotá y aprendió a mezclar las rocas, el alambre y el cuero mientras viajaba por Suramérica. En su opinión, “el arte de la calle es lo más bonito y lo más artístico”.
Sí, la vía luce distinta, se ve más amable. Ojalá los cafés sacaran mesas y sombrillas, ojalá se recuperaran las fachadas emblemáticas y hubiera actividades culturales. Faltan muchas cosas, pero sobretodo, falta devolver a los bogotanos amor por su ciudad, para que no boten basura, para que cuiden los muebles nuevos y puedan gozarse este regalo tan agradable que es la Séptima Peatonal.
Mientras imagino como sería todo si el proyecto continuara, me encuentro con Margarita. Pertenece a la comunidad indígena emberá chamí, en Risaralda. Su mundo deberían ser los ríos y las selvas, pero tuvo que huir hacia Bogotá a causa del conflicto armado. Hoy ella muestra a los citadinos su arte ancestral que quizá de otra forma ni sabríamos que es colombiano.
Javier Henao es en sí mismo el arte: cada mañana debe elegir frente al espejo cuál de sus siete trajes de estatua humana usará.
Luz Marina Ortiz es de Caldas. Llegó a Bogotá hace más de veinte años. Pasó por muchas vicisitudes y se vio obligada a vender dulces en la esquina de los dibujantes. Allí, poco a poco se arriesgó con los pinceles y puso en práctica las lecciones que aprendió de su padre, un pintor frustrado que le dio duro pretendiendo que ella sacará arte de su viejo pincel. En esa esquina tomó valor y comenzó a hacer retratos.
Llego por fin al Parque de las Nieves, el lugar donde se han concentrado los caricaturistas. Decido terminar aquí mi recorrido mientras uno de ellos elabora para mí una obra que guardaré en mi exilio, como recuerdo de este grato reencuentro con una Bogotá que quizás ahora es más humana.