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ExperienciasCulturaPachacámac: dos mil años de historia

Pachacámac: dos mil años de historia

Texto y fotos: Javier A. Pinzón

He llegado en autobús desde el centro de Lima a este territorio desértico, en medio del cual resulta difícil distinguir entre montañas y montículos arqueológicos. Estoy impaciente, pues esta es una de las construcciones de la América precolombina que aún están abiertas al público. Ansío recorrer sus caminos, transitados por miles de peregrinos que llegaban aquí para pedir consejo y augurio a la divinidad. En efecto, Pachacámac, cuyos primeros vestigios datan desde el año 100 hasta el 650 de nuestra era, llegó a ser, durante más de 1.500 años, la principal ciudad sagrada de la región Andina. Hoy, este complejo arqueológico, que abarca 465 hectáreas, es el más grande e importante de Lima.

En primer lugar me dirijo al templo viejo, que aún no está restaurado, pero logro imaginar la imponente estructura que me describe el guía. Está hecho con adobitos que forman paneles, dispuestos en el interior del muro de manera vertical, como si fueran libros en un estante. Esta edificación pertenece a la cultura Lima, de la época preincaica, y se reconoce por sus coloridas esculturas de serpientes entrelazadas y peces.

El camino me transporta de nuevo en el tiempo, hacia el año 650 de nuestra era, cuando los wari irrumpieron en este santuario y construyeron el templo de Pachacámac, palabra que significa “alma de la tierra, el que anima al mundo”. Los antiguos pobladores de estas tierras creían que un solo movimiento de su cabeza ocasionaría terremotos. No se le podía mirar directo a los ojos, e incluso sus sacerdotes ingresaban al recinto de espaldas. Fue en aquella época cuando el santuario alcanzó su primer esplendor panandino. Basta imaginar que los wari y los incas son las dos únicas culturas de Suramérica consideradas imperios. De aquel templo no quedan más que unas ruinas de lo que fue un espléndido edificio rectangular, compuesto por terraplenes de seis metros de alto, estucados con barro y decorado con figuras antropomorfas, peces, aves y plantas, pintadas con color rojo y amarillo y delineadas con negro. Al final de las plataformas se encontraba la cámara que cobijaba la imagen tallada en madera del dios Pachacámac. Sólo puedo ver una pequeña representación de lo que fueron sus muros ya que, debido al vandalismo, la entrada al templo fue restringida.

Continuando mi ruta me encuentro con la Plaza de los Peregrinos, adonde llegaban quienes querían rendir culto y ofrendas al dios Pachacámac. Es un espacio enorme, que me permite calcular la gran cantidad de personas que llegaban a este santuario. Parado aquí, en medio de la plaza, intento imaginar que soy uno de aquellos peregrinos a la espera paciente de un turno para ingresar a los templos. El recorrido que me llevará a ellos es la calle norte-sur que me adelanta un poco más en el tiempo.

Me encuentro en el período del señorío Ychma, el cual floreció después de la caída del imperio wari (1100-1470 d.C.) y abarcó dos valles: Lurín y Rímac, en una sola unidad política cuya capital era Pachacámac. Observo a mi alrededor y veo dos pirámides con rampa; importantes expresiones arquitectónicas de los ychmas. Estos monumentos tienen dos características básicas: el uso masivo del tapial ‚Äïgrandes adobes de barro apisonado‚Äï y enormes rampas de acceso. Sólo puedo apreciar bien estas dos pirámides gracias a su avanzado estado de restauración, pero ya han sido identificadas otras 16 con rampa. Los muros que acompañan tanto la calle norte-sur y la este-oeste me dan un indicio de la cantidad de construcciones que se hicieron durante esa época. Una hipótesis para explicar la proliferación de edificaciones plantea que cada una servía de palacio a un curaca (gobernante) y, tras su deceso, se convertía en su tumba; por lo cual la clausuraban para uso público. Por consiguiente, el sucesor debía construir su propia pirámide.

Mi viaje en el tiempo no se detiene. Ya he visto las evidencias que tres culturas diferentes dejaron aquí y ahora me encuentro con la última: aquella que los españoles tuvieron el privilegio de ver y la torpeza de destruir. Me refiero al gran imperio Inca (1470-1532), que estableció el dominio más extenso en la historia de la América precolombina. Su territorio se denominó Tahuantinsuyo (palabra derivada del término quechua tawantin suyu, que significa “las cuatro regiones o divisiones”). Al respecto, cuenta la leyenda que cuando aún estaba en el vientre materno, Túpac Yupanqui fue visitado por Pachacámac, quien le reveló que él era el hacedor de la tierra aquí abajo, así como su hermano, el Sol, era el hacedor de la tierra allá arriba. El dios le pidió a Túpac que le construyera una casa para él y otras tres para sus hijos: una en Mala, otra en Chincha y una más en Andahuaylas. También tenía un cuarto hijo, que decidió entregarle al Inca para que lo cuidara y fuera su intermediario. Así que al llegar a la edad adulta, Túpac viajó a Pachacámac, ayunó y oró durante muchos días delante del templo y rogó que lo llevara a su presencia. Cuando logró estar frente a él cumplió su promesa.

En el horizonte diviso esta promesa hecha realidad: el Punchao Cancha o Templo del Sol. Es una gran edificación de forma trapezoidal, construida sobre un promontorio natural muy elevado, con terrazas y plataformas superpuestas de adobe. Antiguamente este insigne edificio tenía un enlucido de barro con pintura de color rojo, que aún es posible ver en algunos muros. Este templo fue uno de los muchos cambios que se dieron en el santuario durante la permanencia de los incas, sus últimos moradores.

Empiezo mi recorrido del periodo Inca por el palacio del gobernador de la ciudad, llamado también el Taurichumpi, en honor del último curaca, que vivió allí hasta la llegada de los españoles. Este gobernador era el encargado de administrar y redistribuir los bienes y recursos del valle, la población y los cultos. Me pregunto cómo era posible llevar tales cuentas sin el uso de una calculadora o de una simple hoja y un lápiz. La respuesta está al otro lado del edificio, en la casa de los quipos, donde los administradores incas utilizaron un ingenioso y preciso sistema contable y de registro. El quipo era una cuerda principal de la que pendían otras con nudos ordenados de forma sistemática, los cuales indicaban información censal y registros estadísticos.

Sigo mi camino y me encuentro frente a una de las edificaciones más restauradas: la Mamacona o Acllahuasi, centro de formación femenina del imperio Inca. Aquí las mamaconas (maestras) instruían a las acllas (escogidas) en los ritos religiosos, la elaboración de finos tejidos para el Sapa Inca y la nobleza del Tahuantinsuyo. Las acllas eran seleccionadas entre hermosas doncellas que entraban a la pubertad. Después de algunos años de preparación, debían elegir entre ser acllas del Sapa Inca o acllas del Sol. Si elegían la primera opción podían convertirse en mujeres de importantes autoridades, poderosos jefes militares o del mismísimo Sapa Inca. La segunda opción las consagraba al servicio religioso y podían convertirse en mamaconas.

Ya estoy casi al final de mi recorrido. El montículo que vi al principio de mi travesía es ahora mi meta: el imponente Templo del Sol. La vía es un poco empinada. Tampoco aquí puedo entrar (debido al vandalismo), pero existe un sendero que lo bordea. No dejo de preguntarme cómo pudo haber sido construida semejante mole, cuántas personas trabajaron en la labor y cuántos años fueron necesarios para completar la promesa. Al llegar finalmente a la cima, logro entender por qué fue escogido este sitio. La vista privilegiada hacia el mar y el valle le dan una perfecta armonía con el medio ambiente. Al ver sus alrededores montañosos desérticos y un gran verdor en el valle de Lurín, donde fue construido este santuario, comprendo por qué este lugar fue usado como asentamiento humano desde hace tanto tiempo. Sólo me queda sentarme a contemplar el mar, ver las dos pequeñas islas que se asoman en él, leer el mito de Cavillaca y Cuniraya y seguir soñando con estos tiempos pasados.

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