Graciela Iturbide, señora de los silencios
Por: Sol Astrid Giraldo E.
Fotos: Cortesía Museo de Bellas Artes de Boston.
En una imagen de la reconocida fotógrafa Graciela Iturbide (1942) se ve un eslogan publicitario que dice “México: quiero conocerte”. En el fondo, es lo que ella siempre ha buscado desde que comenzó su carrera, en la década de los 70. Solo que no ha buscado a su país en los catálogos turísticos. Sus imágenes —logradas después de pasar meses de convivencia y diálogo con las mujeres de Juchitán o los habitantes de Sonora— siempre surgen de una sorpresa, un desajuste a los códigos visuales.
Se supone que sabemos cómo se ve un indígena, unos toros, un desierto: la prensa, la televisión, los documentales, las fotografías de las redes, nos lo han enseñado hasta la saciedad; sin embargo, estas certezas jamás nos habrían preparado para mirar esos cachos de vaca insertados en una bicicleta o la corona de iguanas de una madona cobriza o la caminata de una mujer con su grabadora a través de las piedras y la nada…
Desconcierto. No sabemos exactamente de qué se trata cada foto. Ni en cuál dirección deberíamos interpretarla. Hay que esperar a que cada una de ellas, poco a poco, se despliegue. Entonces la tensión entre los elementos allí reunidos (unas patas de vaca y un mantelito, un hombre con falda de mujer y sombrero de mariachi, un cordero desangrándose dulcemente) produce un clic. Historias lentas que explotan por dentro.
Sus fotos funcionan como lo hace un collage, donde se unen cosas que aparentemente no tiene nada en común. A veces muchos elementos se amontonan en una expresión barroca, ya no de oro como el de las iglesias latinoamericanas, sino de alas, escamas, pelos, plumas; otras veces, lo que se superpone es un personaje de carnaval con el vacío absoluto del paisaje. Blanco y negro. Lleno y vacío.
Los objetos y la gente que retrata no están aislados ni del entorno ni de la historia. Lo que el encuadre de su cámara selecciona es un trozo de mundo. La clave está precisamente en la cualidad de ese trozo de mundo. Su mirada busca territorios: los sutiles que surgen al preferir las esquinas discretas a las plazas, los rincones de las cocinas a las fachadas, los senderos a las carreteras. Con esta estrategia, llega a una tierra del sol, de sombras profundas, donde todo es posible.
Allí, los personajes centrales son los que por lo general están detrás de las noticias: los seres ambiguos de Oaxaca y de la India (en sus cincuenta años de carrera ha viajado mucho), las cabras, las gallinas, los cactus, los volantines, los ángeles de cartón, las calaveras de bocas abiertas de los murales, los migrantes… Los nadie, como diría Eduardo Galeano, aquellos que no han tenido imagen y que para las lógicas del espectáculo valen menos que las cámaras que los retratan. En el planeta Iturbide, sin embargo, ya no se esconden detrás de las puertas, sino que se instalan en el centro del espacio, miran de frente, se engrandecen y nos dejan ver cómo sus pieles tatuadas por mitos ancestrales los elevan sobre sus carencias y despojos.
Ellos se rebelan contra la violencia de la mirada colonialista y, asertivos, transitan entre el polvo y la magia, lo brutal y lo divino, la muerte y la fiesta. Cuerpos que se mimetizan con los animales como la mujer-toro, la mujer-culebra, la mujer-caracol.
Y se protegen de la muerte mirando los ojos desorbitados de una cabra sacrificada o tejiendo delicados arreglos florales para los difuntos durante los nueve días de luto.
Nuestra entrada a dicho planeta ha sido posible gracias a la brújula de esta señora de los silencios, de asombros tranquilos, quien deja que las cosas pasen con su ritmo propio y su tono exacto, sin aumentar, rectificar ni desviar lo que ve: la prótesis de Frida sobre una pared de sombras, un peine gigante enredado en alguna larga y brillante cabellera, un saco de hombre colgado de una rama seca en la tarde hindú… La señora que escucha los gritos de las iguanas o los susurros del desierto, la que entiende a los pájaros, conversa antes de mirar y camina siempre suavemente. Es la cómplice del México profundo que ha querido conocer y ha podido conocer. Gracias a ella, hemos aprendido otras miradas para otras formas de habitar el mundo.