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Culinaria creativa de Lima

Por  Julián Varsavsky
Fotos: Julián Varsavsky y cortesías restaurantes

En Astrid y Gastón comí el huevo frito más rico de mi vida. ¿Cómo era? En verdad es tan complejo que no recuerdo: la respuesta está en mis apuntes de los comentarios del guía gastronómico del restaurante, un joven de camisa blanca que aparecería intermitentemente a lo largo de la cena con una única y reveladora función: explicar cada paso de lo que comeríamos.

“Hemos servido un huevo frito sobre puré ahumado de papa Huamantanga de los Andes, hongos del valle de Porcón, en Cajamarca, piel de papas crujientes, espinacas bebé, sal trufada, flores de hinojo y hojas de mastuerzo con aceite de tomates semisecos, todo rociado por una lluvia de consomé de pato y cardamomo”, dice el orientador con voz de locutor y modales refinados.

Es decir que en el décimo cuarto “mejor restaurante del mundo” —tercero de Latinoamérica— según la revista inglesa Restaurant, un huevo frito es alguna otra cosa. Deconstruido y reconstruido —incluso reformulado cada año—, recién lo reconozco como tal al descubrir la yema bajo el camuflaje de hojas y pétalos anaranjados: a simple vista parece una hamburguesita.

Cada ingrediente fue elegido por su sabor, color, forma y textura: crocante, la tempura; una cremosidad untuosa, el puré caliente, y otra más líquida, la yema tibia; los tersos vegetales y el polen de hinojo aportan un matiz de frescura en la boca, y la sal trufada configura el sutil umami, uno de los cinco sabores básicos de la cocina japonesa —tiene el glutamato que da sabor a la leche materna—, dejando un regusto prolongado en la garganta y una sensación aterciopelada en la lengua.

El aroma del plato es una construcción con técnicas de artesano perfumero: es suave con el sentido expreso de “evocar la niñez en tono nostálgico como un beso de la abuela en la frente”, dice el chef Gastón Acurio desde México vía e-mail. El sabor se expande en la boca de a poco, con amable contundencia. Aun con matices, sabe a huevo frito.

La culinaria creativa aspira a que cada receta genere sensaciones no sólo gustativas. Así sea un huevo frito, debe ser único en el mundo y en lo posible superador de todos sus semejantes: este plato —una pequeña y original obra con cierta aspiración artística— nació predestinado a ser un huevo frito de vanguardia. Y considerando que en la clasificación mundial hay trece restaurantes por encima de Astrid y Gastón —donde es improbable que se ofrezca este plato—, podría yo alardear de haber paladeado “el mejor huevo frito del mundo”.

El postre supremo

En Maido saboreé el postre más rico de mi vida: esferitas de helado con sabor a frutos extraños y costras de algo. Este restaurante limeño —44° en la discutida clasificación mundial y 5° en la latinoamericana— tiene su orientador gastronómico, quien trae a la mesa la definición que aliviará la angustia de no saber qué nos estamos llevando a la boca: “Este plato se llama Amador y tiene castañas de Bahuaja, helado de lúcuma y shica shica —fruto amazónico—, sabayón de chocolate, mochis de arroz, yuzu —un cítrico japonés— y nibs de cacao, todo en una cáscara cortada a la mitad del fruto con que se hace el chocolate. Servíos por favor”.

La detallada definición tiene su cuota de misterio y me entra por una oreja para salir por la otra: es tan sofisticada que la olvido de inmediato. Pero al contrastar la promesa de la palabra con el sabor me invade una certeza de goloso empedernido: nunca había probado un postre siquiera parecido ni tan delicioso, dulce con todas las letras sin empalagar, combinando sabores disimiles con maestría en una unidad coherente.

El peruano japonés

En una esquina del barrio Miraflores se levanta Maido, un pequeño edificio de dos pisos con geometría transparente y estilo moderno a lo japonés: su arquitectura aspira a ser un objeto de arte; la comida que se sirve allí, también.

Subimos la escalera caracol vidriada hasta el comedor en penumbras, un gran cubo con paredes de espejo y 1.200 sogas coloreadas por luces colgando del techo. Haremos una degustación en diez pasos de cocina nikkei con perfil amazónico. El snack de apertura es un arreglo vegetal parecido a un bonsái: refinadas “bandejas” con tres bocaditos, uno por persona. Es decir que a la mesa llegan macetas con una planta que acumula agua —los aborígenes beben de ella—, sosteniendo una cesta de raíz de liana y un trozo de bambú cortado por la mitad a modo de plato. La descripción oral tiene una insinuante sonoridad: “Piel crujiente de pollo, salsa pachikay —jengibre y ajo—, senbei de arroz, chorizo, plátano asado y emulsión de sachatomate”.

Se suma a la mesa el chef Mitsuharu Tsumura, “Micha”, de aspecto japonés pero modos y acento peruanos. Explica que las cocinas peruana y japonesa se complementan: “Si juntas dos culinarias muy potentes, los sabores se pelean entre sí y quizá no sepas qué estás comiendo. La cocina japonesa es fina y pura como la música clásica, pareja y sutil. Y la peruana es como el hard rock; tiene intensidad de sabores y es picante; al juntarlas logras un equilibrio”.

El segundo plato llega sobre una teja en forma de “s” enmarcando un churo al shoyu: un caracol del río Amazonas de diez centímetros. Ir a un restaurante de cocina creativa implica riesgos: uno no tiene la certeza de que los platos le gustarán. Para algunos comensales de nuestra mesa, engullir la carne de este caracol cocido seis horas es un acto de arrojo. Para ocultar la carnosidad el chef la invisibiliza con espuma de dale dale —tubérculo de la selva—, shoyu y chalaca. Tomo el palillo incrustado en lo profundo del churo, extraigo su masa informe espumada, titubeo un instante y mastico. Tiene un sabor leve, indefinido; diría que me gusta.

De la Amazonía

El mozo sirve un criollo trozo de “chancho con yuca” metamorfoseado por Micha en una “panceta de cerdo estofada, yuca y reducción de salsa de ramen con ají dulce y cocona (una fruta del Amazonas)”. Le consulto al chef la génesis de esta delicia: “En el pueblo de Lamas yo estaba investigando la cecina, un plato de carne ahumada de cerdo. Fui a la casa de una señora que me recomendaron, vi que tenía una olla sobre unos leños y pregunté ‘¿ahí que estás haciendo?’. Era la comida para su familia: ‘Es sólo cerdo con yuca’, agregó y me dio de probar. Estaba increíble y al final me fui pensando en ese plato y no en la cecina de esa señora. En Lima me planteé trasladar ese sabor a mi restaurante. No iba a poner una cucharada de arroz y otra de guiso en un plato; tenía que estilizarlo visualmente, afinar sabores y agregarle texturas: lo coloqué sobre una costra de pan de molde —así no se cae el guiso— y lo cubrí con piel crujiente de cerdo freída hasta quedar como una galleta”.

Donde nació la fusión

El restaurante Astrid y Gastón se levanta sobre una elevación del terreno: un blanco palacete de trescientos años con una estructura señorial estilo morisco coronada por una torre, que fuera el casco de una hacienda. Subimos al deck de la recepción con aires de hotel boutique. Somos ocho personas y el maître nos conduce por una escalera de madera al privado de La Torre, una sala con un mesón enorme y decoración afrancesada donde suenan boleros.

El guía gastronómico explica que comeremos un menú degustación en cinco pasos extraído de la carta principal. Y nos abre el apetito con pan blanco campesino de trigo y centeno con mantequilla de tomate y miel de Puno con verdolaga. Ya de entrada me fascino con el paté: lardo batido con compota de aguaymanto.

En esta gastronomía tan verbalizada, los platos tienen título y descripción, pues entre otras cosas ubican geográficamente. Esto implica riesgos también para el chef: la palabra promete y debe cumplir. Y en este caso el paté cumple; es el mejor que haya paladeado jamás.

El primer paso es el plato nacional: ceviche. Y lo vamos a saborear en el restaurante emblemático del boom mundial de la gastronomía de fusión peruana. Lo sirven con pesca de esta madrugada —cabrilla— y manzana infusionada con vainilla, erizo crocante y leche de tigre con rocoto y choclo. Es un ceviche más suave y refinado que el popular: un todo magistral, un ensamble de pura sutileza, mimos en el paladar.

Luego llegan el huevo frito y un plato de cocina norteña: congrio con vegetales salteados bañado con salsa de curry peruano, ajonjolí y las frutas mamey, lúcuma y plátano.

La carne vacuna es un bife Angus con nabos encurtidos en remolacha y vodka, frijolitos chinos, lechuga choy sum y brócoli gai lan. Las creaciones fluyen en un delicado degradé gustativo con el encadenamiento de una suite musical barroca, sin grandes contrastes ni estallidos de sabor: parece haber un punto medio —un equilibrio zen— del cual el chef nunca se aleja demasiado.

Recién para los postres hay en la mesa aires de festín: crema de lúcuma con hojaldre a base de chocolate amazónico macambo acompañada con frambuesa, granizado de maíz morado y hojas de orquídea. La golosa bacanal termina cuando aparecen los bombones de chocolate con centro líquido y una capa de cacao tan fina, que explotan al apoyarlos en la lengua. Y esferas verdes de emoliente —un popular batido a base de cebada con hierbas—, merengues con vinagre balsámico y chocolates con rocoto.

 

Como sucede con las artes, desde el punto de vista del espectador cualquier apreciación culinaria es pura subjetividad. En mi caso, luego de curiosear dos días por el extraño mundo de estos restaurantes, mis prejuicios y prevenciones de periodista cayeron derrotados por los hechos: una batería de sabores me generó cierta conmoción. Luego de cuatro décadas comiendo recetas más o menos sofisticadas, tuve que esperar a un viaje sibarita por Perú para saborear el mejor postre, el mejor paté y el mejor huevo frito de mi vida. No es poco para empezar.

 


Datos

En Astrid y Gastón el menú de cinco pasos cuesta US$78 (US$127 con maridaje de bebidas). El de diez pasos cuesta US$111 (US$180 con maridaje). www.astridygaston.com

En Maido el menú de diez pasos cuesta US$80 (US$130 con maridaje de bebidas). El de quince pasos cuesta US$120 (US$172 con maridaje). www.maido.com

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