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PersonajesConversación con Julia Navarro a orillas del Canal

Conversación con Julia Navarro a orillas del Canal

Por Juan Abelardo Carles R.
Fotos: Carlos Eduardo Gómez

Julia Navarro es una narradora de prosa espesa y rica. Sus historias van enhebrando sus múltiples hilos a medida que leemos. Complejos perfiles humanos, descripción de entornos y escenarios, rigurosa secuencia de hechos históricos… todo va formando un tejido resistente que sustenta las sagas que esta periodista y escritora española acostumbra presentarnos. Panorama de las Américas tuvo la oportunidad de hablar sobre su estilo, los temas que toca y sus opiniones sobre los hechos históricos bajo los cuales sus personajes tratan de vivir. Todo ello, teniendo como escenario el Canal de Panamá.

Sus novelas entretejen la extensa lona de hechos actuales o recientes, que nos llegan a todos y que, de alguna manera, muestran lo mejor, lo peor y los matices intermedios de individuos, comunidades y naciones enteras. En su obra Dispara, yo ya estoy muerto, el bastidor sobre el que se tensa el tapiz es el conflicto árabe-israelí.

Esta es una novela de personajes, de pequeñas historias enmarcadas en una gran historia. No escribo novela histórica: armo un gran escenario en el que no haya anacronismos en la sucesión de los hechos, pero a mí me interesa abordar los problemas de la condición humana más que el gran marco histórico. Somos hijos de nuestro tiempo y no podemos entender lo que hacemos si no es dentro del contexto político, económico, social y global en el que vivimos. El tema que elegí es muy conflictivo, pues todo el mundo tiene información y opinión sobre lo que sucede en Oriente Medio. En todo caso, mi novela es una apuesta por la esperanza y el diálogo, porque creo que los israelitas y palestinos están condenados a entenderse; no tienen otra opción: comparten la misma tierra, ahora de mala manera y con violencia entre ellos. Se trata de que algún día cuenten con dirigentes que estén a la altura de sus pueblos.

Tanto en Dispara, yo ya estoy muerto como en Dime quién soy, su novela precedente, su narración se desarrolla sobre ejes de espacio y tiempo bastante amplios. ¿No hay riesgo de que personajes y circunstancias se desdibujen?

En realidad no es tan complicado, porque yo hablo del siglo XX. Gran parte de nosotros somos del siglo pasado. Es historia que conozco y he estudiado; es decir, acudes a los libros, pero también a tu memoria. El trabajo de documentación que hago para armar los escenarios de mis novelas no me cuesta mucho, porque es algo de mi siglo. No es lo mismo escribir una novela con escenario en el siglo XV que una en el siglo XX.

De alguna forma, Dispara, yo ya estoy muerto aborda el tema del fanatismo; sin embargo, este tópico ha estado entre los motivos de todo su trabajo, siendo un claro ejemplo La sangre de los inocentes, su tercera novela. ¿Qué opina sobre la concepción del fanatismo? ¿Es solo un asunto de Oriente o también impera en Occidente?

En Occidente es difícil encontrar fanáticos a la manera de los que hay en otros países y, desde luego, no los hay por motivos religiosos. Europa es hija de la Revolución Francesa, donde se asienta la separación entre Iglesia y Estado. Sí me preocupa que en los últimos cuatro o cinco años, y a consecuencia de la terrible crisis económica que estamos padeciendo, estén aflorando grupos políticos extremistas. Parecía que Europa se había curado del extremismo de derecha, pero desgraciadamente vemos que en algunos países este tipo de grupos empiezan a surgir y, lo que es peor, encuentran eco en algunos segmentos del electorado.

¿Pero no cree que, al llevar la guerra a otros países para imponer una visión política, Occidente también está siendo fanático?

Si me preguntas por la guerra de Irak, yo te respondo que me manifesté en contra de ella. Hubo manifestaciones en varias capitales europeas. Es una guerra que respondía a intereses económicos y políticos de Estados Unidos que no tenían relación con los intereses de la gente; pero no fue una guerra de fanatismo. Para mí, fanáticos son los que volaron las Torres Gemelas de Nueva York o los que en mi ciudad, Madrid, volaron la estación de trenes de Atocha, donde murieron doscientas personas. Eso sí es fanatismo: en nombre de la religión y en nombre de que yo te quiero imponer mi visión del mundo, voy y te mato.

A propósito de la religión, en sus libros La Biblia de barro y La hermandad de la Sábana Santa, de alguna forma, toca el tema de la capacidad de las religiones para actuar como paradigmas de unificación, pero también de manipulación y represión. ¿Cuál cree que es el papel de las religiones organizadas en las sociedades modernas?

La religión debe estar en el ámbito privado. Las personas tienen derecho a creer en lo que les dé la gana, rezar a quien quieran y tener el culto que hayan elegido por tradición o convicción. Hay que defender la libertad religiosa de cualquier ser humano y ni el Estado ni nadie deben meterse en ella. Pero cuando la religión invade el terreno de lo público, es algo realmente peligroso. Una persona o grupo no tiene derecho a imponer sus creencias a los demás, ni el Estado puede gobernar para un grupo religioso, por más numeroso que sea. Respecto a esto, creo que la Revolución Francesa puso las cosas en su sitio, por lo menos en Occidente, separando la Iglesia y el Estado. Siempre ha habido dos religiones especialmente beligerantes en la represión de la libertad religiosa y en la conversión forzosa: los cristianos católicos y los musulmanes. Yo no veo a los judíos, ni tampoco a los hindúes, budistas o de otras religiones del Lejano Oriente tratando de convertir a nadie. Como ya dije, los católicos tuvieron su propia revolución que separó Estado y religión. Los musulmanes aún no lo han hecho, y es un problema que deben resolver. Es importante que las élites culturales y laicas de esos países quieran cambiar las cosas para que puedan seguir adelante.

Algo en lo que España y Latinoamérica sí parecen darse la mano últimamente es en los casos de corrupción de funcionarios públicos. ¿Ha tenido oportunidad de enterarse de los casos de corrupción en Latinoamérica? Basada en el caso español, ¿se atrevería a hacer comparaciones y sugerir propuestas?

La única manera de combatir la corrupción es con tribunales, jueces y fiscales que hagan su trabajo; junto a una opinión pública potente, que no soporte el hedor de la corrupción y que realmente salga a la calle a presionar por justicia. Además, el papel de una prensa libre y valiente, que cumpla su función social de denunciar lo que no funciona, es absolutamente fundamental. Eso sirve en España, América o Australia: da igual. Los mecanismos de la democracia deben funcionar. En mi país la justicia se garantiza, la justicia, aunque lenta, funciona: la gente termina en la cárcel.

Hace una década, un escritor paisano suyo vaticinó que la autopublicación acabaría con las editoriales y que el advenimiento de tabletas de lectura acabaría con el libro impreso en papel. En su perspectiva, hacia dónde se mueve el negocio editorial.

Yo creo que van a convivir las tecnologías digitales con el papel. Me parece que es una cuestión de opción y libertad. Es absurdo negar que el futuro ya está aquí, que las nuevas tecnologías están cambiando el mundo y que los niños están acostumbrados a comunicarse por medio de artilugios electrónicos. Es una realidad que el libro electrónico tiene futuro, pero también lo tiene el libro de papel. No soporto los fundamentalismos de ningún tipo; los aborrezco y los combato. Difiero de la gente que dice que en el futuro todo el mundo tendrá que leer en una pantalla. Un libro es algo casi vivo con lo que te relacionas, tocas, hueles, sientes, subrayas. Siento que habrá quienes aún leerán en papel y otros que leerán e-books. Al final es un ejercicio de libertad: oiga, permítame leer lo que me da la gana en lo que me dé la gana.

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