Festival Petronio Álvarez: la brisa cálida de Santiago de Cali
Por Alejandra Algorta
Fotos: Juan Felipe Pérez Duque
Llegamos al barrio San Antonio cerca de las cuatro de la tarde. Habíamos salido de Bogotá a la madrugada por miedo al tráfico de camiones. Gabriela había manejado más de siete horas y lo único más fuerte que nuestro cansancio eran las ganas de bailar. El Valle del Cauca se abría en una inmensa planicie de calor cercada por montañas. Santiago de Cali nos recibía con una brisa cálida y la mezcla perfumada del río y los samanes.
Estacionamos el carro y nos fuimos caminando al barrio Olímpico y a medida que nos acercábamos a las Canchas Panamericanas, oíamos el leve bullicio de la multitud alegre y un lejano sonido de marimbas. Era la decimonovena edición del Festival Petronio álvarez y la primera vez que yo asistía. Caminando hacia la entrada del lugar encontramos hombres y mujeres con pañuelos blancos en las manos y flores prendidas en el pecho.
Un hombre alto y fornido tomó un frasco de un licor lechoso color curuba, lo elevó hacia el cielo y, como si fuera un ritual, derramó un poco del líquido sobre la tierra.
—Para el muerto —exclamó justo antes de llevárselo a la boca y ofrecérselo al resto del grupo.
—¿Quién es el muerto?
Gabriela me contestó con una sonrisa:
—Pues Petronio, Patricio Romano Petronio álvarez, el muerto.
Dicen que Petronio álvarez nació en Buenaventura hace más de cien años y dedicó su vida a trazar un camino de música desde su pueblo hasta Santiago de Cali, de ida y regreso. “Siempre que tengo penas, bello poblado, miro tu lindo cielo y quedo aliviado”, dice una de sus canciones, icónico himno de Buenaventura.
El poeta murió en Cali en 1996. Ocho meses después se llevó a cabo el primer Festival de Música del Pacífico Petronio álvarez, como un intento de honrar y mantener con vida la cultura que trajo la obra del músico bonaverense, para celebrar la riqueza de la tradición afrocolombiana, su comida, sus sonidos, su vida y, cómo no, sus muertos.
El festival es un concurso en el que varios grupos de toda la zona del Pacífico colombiano compiten en varias categorías musicales: marimba, chirimía, canción inédita, intérprete vocal e intérprete de clarinete. Durante cinco días, músicos de Guapi, Santander de Quilichao, Tumaco, Timbiquí y Quibdó, entre otros, se presentan frente a un público que también viaja para verlos; una multitud alegre que se reúne a bailar mientras ve triunfar a los músicos de su municipio, a la gente que con su voz y sus manos canta su historia y su tradición.
Al cruzar la entrada supimos de dónde procede el misterioso líquido color curuba. Se llama arrechón y es apenas uno de los muchos licores que nos ofrecían cada cinco pasos a medida que cruzábamos la multitud que rodeaba la tarima.
—Tómese un arrechón, amiga, para la calentura interna.
Una mujer grande con el cabello trenzado me ofreció una botella plástica con una etiqueta medio despegada. En ella, un diseño que enmarcaba el letrero decía: “Bebidas afrodisíacas del Pacífico. Arrechón”, y justo abajo, el número de un celular. Busqué algún letrero que indicara el contenido del misterioso líquido, pero no había nada.
—¿Y esto qué tiene?
—Viche, picha, borojó, cola, leche condensada, chontaduro, miel y clavo —miré a Gabriela con confusión.
—Pene de tortuga —me aclaró.
Pene de tortuga o no, el arrechón es una de las bebidas más vendidas del Petronio. Dicen que sus efectos se deben al chontaduro, una de las frutas más nutritivas del trópico, que contiene gran cantidad de proteína, aceites y vitaminas. Aunque existen múltiples formas de prepararlo, en el festival, el chontaduro es valorado principalmente por su mítico efecto afrodisíaco. La mujer grande de pelo trenzado percibió mi miedo al arrechón y me ofreció viche, guarapo de caña destilado en olla de barro, preparado por ella misma y traído desde Guapi, su municipio. Dicen que cuanto más lejos está el municipio del que provienen los licores más porcentaje de alcohol tienen, y Guapi queda a más de 160 kilómetros de Santiago de Cali. Finalmente optamos por una botella de viche y otra de tomaseca, mezcla que según nuestra experta proveedora contenía azufre, canela, miel de caña y pipilongo (hierba misteriosa que le da potencia a todo). Entre las otras bebidas se encontraban el levantamuerto, el tumbacatre, la calentura y las cerezas de la pasión.
Dicen que después de tomar alguno de estos licores no hay forma de salir del Petronio sin compañía, pues las caderas se empiezan a mover y no hay nada que las detenga. Yo creo que el efecto se debe más a la música que al trago, a los tambores y las marimbas, al currulao, el bunde y la chirimía que se apoderan de una multitud ávida por celebrar su cultura.
Y si después del festival tiene ganas de seguir, en Cali siempre habrá un lugar donde la gente esté bailando. La segunda noche decidimos rematar en Zaperoco, uno de los bares de salsa más tradicionales de la ciudad. Llegamos y no cabía un alma más, era un recinto angosto de techos altos y paredes revestidas de fotos de todos los grandes salseros que habían tocado allí. El DJ saltaba del son cubano a la pachanga, luego a la charanga y después a una de esas “salsitas viejas”. A media noche empezó a tocar La Mambanegra, una orquesta de jóvenes caleños inspirada en la salsa neoyorquina con mezcla de funk, hip-hop y música jamaiquina. Bailamos hasta dejar de sentir los pies.
Pero el Petronio es más que música y baile. Desde los lugares más remotos del Pacífico vienen familias enteras a poner su puesto de comida en el festival. Con un pabellón entero dedicado a la comida, tuvimos la oportunidad de probar en un solo lugar todo el abanico de sabores del occidente colombiano. Empezamos con la piangua: un sabroso molusco chicludo, cocinado en una salsa espesa, sobre un patacón pisado. También probamos la encocada de pateburro: un guiso de crema de coco con ají dulce y mariscos. Gabriela pidió el arroz endiablado: un arroz con pollo, cerdo, mariscos y verduras con un sabor rico y profundo. De postre nos comimos un aborrajado: plátano frito relleno de queso costeño; crocante por fuera, suave por dentro, exquisito plato típico caleño. Gabriela insistió en que ese era el mejor aborrajado que había probado en su vida, y mientras buscaba a la cocinera para pedirle sus datos y prometerle fidelidad eterna a su cocina, yo me acerqué a los puestos que no parecían ofrecer comida.
Una fila de puestos de madera albergaba a más de veinte mujeres dispuestas a trenzar un mapa en la cabeza de todo el que se acercara. El arte de trenzar el pelo es una tradición afrocolombiana que data de los tiempos de la esclavitud, cuando las negras llevaban trenzados en su cabeza los caminos que debían seguir para conseguir la libertad. Ha sido tan importante conservar y honrar esta tradición, que estas mujeres, y algunos hombres, se han unido para formar la Asociación Colombiana de Peinadoras y Peluqueros Afrodescendientes, gremio que recuerda la historia del pueblo afro, replica su lucha y la revive, literalmente, en la cabeza.
Un tumulto de niños que gritaban con entusiasmo nos llevó al Quilombo, una tarima pequeña al lado del pabellón de comidas construida en nombre del fundador del festival: Germán Patiño Ossa. En este espacio, niños y adultos se sientan a observar los bailes y a escuchar relatos de todos los municipios del Pacífico, que además de ser una narración rica y musical, es una historia sobre la resistencia. Inicialmente, al Petronio álvarez sólo asistían afrodescendientes, pero desde hace unos años el festival se llena de otros caleños y turistas de todo el mundo, de tal forma que cada vez resulta más importante entender este evento como una celebración de la cultura afrodescendiente, su historia y sus raíces musicales y gastronómicas.
Es la última noche del festival, la multitud animada celebra bailando mientras espera el anuncio de los ganadores. La tierra está húmeda por el alcohol derramado por Petronio, Patricio Romano Petronio álvarez, el muerto. Con alegres coreografías el público ondea sus pañuelos blancos en el cielo, mientras un líder coordina la coreografía y todos se le unen con vocación: tres pasos a la derecha, grito al aire, pañuelo arriba, tres pasos a la izquierda, y otra vez. Padres y madres cargan a sus hijos en los hombros para que vean a los músicos en la tarima y muevan sus caderas antes de aprender a caminar. El ritmo se siente y se enseña. De repente, cien o doscientas personas, tal vez las 100.000 que caben en las canchas, están moviendo su pañuelo blanco en el aire porque suena “Kilele”, del Grupo Bahía. El Festival Petronio álvarez se ha convertido en un ventilador gigante de pañuelos blancos. Aquí, estoy segura, nace la brisa cálida de Santiago de Cali.