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Destino Estados UnidosLago Tahoe: desafío de altura

Lago Tahoe: desafío de altura

Texto y fotos Javier Pinzón

La lluvia arrecia y ya no podemos ver nada por las ventanas. Hace apenas unos minutos salimos en una camioneta 4×4 desde San Francisco con rumbo hacia el Lago Tahoe, unos trescientos kilómetros al noreste de esta pintoresca ciudad. Venimos directo de la selva tropical a internarnos por una semana en el blanco infinito del invierno. Nuestra misión: aprender a esquiar en la nieve. Nuestros compañeros de viaje son Chris y Angie, expertos en el arte de rodar cuesta abajo, y sus dos pequeños hijos, tan novatos como nosotros.

Escogimos este destino no solo por su belleza y su gran oferta de tiendas y resorts de esquí, sino por su versatilidad. A 1.898 metros de altura sobre el nivel del mar, este es el lago de montaña más grande de Norteamérica y está rodeado por altas cimas de la Sierra Nevada entre los estados de Nevada y California. Cuando una de sus cuestas no es recomendable para deslizarse debido al mal tiempo, es muy fácil escoger otra montaña a otro lado del lago, pues siempre habrá un buen sitio donde pasar el día en cualquiera de sus más de veinte áreas de esquí.

El recorrido hacia nuestro destino es lento, porque hemos llegado durante la primera tormenta de nieve de la temporada y el paisaje está pintado de blanco. Finalmente, a escasos minutos de nuestro destino final, la tormenta derriba los postes de luz que bloquean la carretera, así que debemos desviarnos. Aunque la oscuridad intenta adueñarse de la aventura, la luz de la luna es más fuerte y se refleja en el blanco que cae del cielo en pequeños copos.

Los treinta minutos de recorrido que faltan se convierten en dos horas, y cuando por fin llegamos el pueblo se halla en tinieblas, por lo cual resulta toda una aventura encontrar el hotel y, después, la cabaña que nos asignan. Y aunque entramos exhaustos, el cansancio por los inconvenientes y peripecias desaparece cuando vuelve la luz e ilumina la acogedora estancia; entonces nos reunimos al calor de la chimenea antes de ir a dormir.

Nuestro primer día de aventura en la nieve amanece algo gris, y aun así nos dirigimos hacia Diamond Peak, en la costa norte del Lago Tahoe, cuyo campamento base está a 2.042 metros y su cumbre a 2.600 metros. Debo confesar que aunque es mi tercera vez sobre unos esquís, soy un completo neófito porque vivo en Panamá, en medio de la selva húmeda tropical, en donde lo más parecido a la nieve que conocemos es el “raspa’o” que te puedes comer en cualquier esquina.

Y si creía que mis sobrinos Sofía y Anthoni me acompañarían en la novatada, pronto me doy cuenta de que no. Tras haber soportado los duros inviernos de Nueva York, ellos ni siquiera notan la pertinaz llovizna, mientras yo, apenas siento un poco de nieve dentro de los guantes debido a la más leve caída, debo hacer una pausa en el café para intentar darles algo de calor a mis entumecidos dedos.

A pesar del frío y el agua, en este primer día logramos disfrutar de la hermosa montaña y recordar las improvisadas lecciones que mi esposa me había dado en Montreal meses antes. Como balance, ambos logramos desempolvar nuestras pocas habilidades y quedamos listos para conquistar las pistas verdes, diseñadas para principiantes por su poca inclinación en las bajadas. Luego de mucho frío, varias caídas y enterradas en la nieve, nada más placentero que el jacuzzi del hotel, a la intemperie, rodeado de nieve y bajo una noche estrellada. Cierre perfecto.

Al día siguiente probamos suerte en Mt. Rose: 4.856 kilómetros cuadrados en las cimas más altas del lago, a 2.529 metros de altura. Esta vez el tiempo es más clemente, el sol cumple su cita e ilumina este hermoso lago y las majestuosas montañas blancas, perfectas con el vibrante matiz de los pinos verdes. Vamos subiendo en medio de las montañas hasta que divisamos el Mt. Rose, situado en las laderas de la Montaña Slide, en el Bosque Nacional Toiyabe. La idílica vista se presta para la contemplación.

Compartimos el día con mis sobrinos, quienes ya aprendieron los movimientos básicos y están listos para bajar con sus tíos por las pistas verdes. Sofía, de siete, baja velozmente la montaña sin miedo alguno. Su velocidad hace que el grupo se divida: yo intento mantenerme cerca de ella mientras sus padres acompañan al pequeño Anthoni, de cinco, quien baja con mayor control usando la técnica de la pizza (cerrando la punta de los esquís en ángulo para controlar la velocidad).

Por la tarde, mi esposa y yo decidimos ir a conquistar las pistas azules, de inclinaciones intermedias. Aunque lucen un poco intimidantes, una vez arriba me olvido por un momento del vértigo, ya que la vista es espectacular: estamos rodeados de montañas nevadas y, cuando las nubes lo permiten, podemos ver el lago abajo con su brillante azul turquesa. Decido tomar un respiro para observar a mi alrededor y planear mi ruta de bajada, porque hay más de seis caminos que se bifurcan una y otra vez. Es útil mi mapa de bolsillo.

Arrancamos ladera abajo tomando el camino Kit Garson rumbo a Upper Lakeview, continuando luego por Around the World y después, en la última parte, las pistas verdes. Nos sentimos cómodos y bajamos con cierta fluidez. Llegamos al final del camino con gran emoción, sin caídas ni sobresaltos, así que repetimos la ruta una y otra vez hasta el cansancio.

En nuestro tercer día de deslizadas ya creo tener la misma pericia de mi esposa. Así que nos dejamos seducir por los caminos improvisados en medio de los árboles y nos adentramos en el bosque practicando pequeños saltos mientras esquivamos uno que otro árbol. Claro, no faltan las caídas o las enterradas en el polvo de nieve, que se acumula cuando la nieve no se ha compactado o cuando está nevando mientras se esquía. Chris nos lo había advertido: “Si vas por polvo de nieve no puedes parar”. Sin embargo, me lancé cuesta abajo pensando que lo lograría, hasta que quedé enterrado bajo un metro de nieve. Salir fue difícil y aprendí la lección. Por la tarde visitamos algunos pintorescos pueblos de la ribera y esperamos el atardecer a orillas del lago.

Con los músculos cansados y algunos moretones, en nuestro cuarto día de nieve decidimos conocer Squaw Valley, un terreno de más de 14.569 kilómetros cuadrados esquiables, seis picos y 29 telesillas. Nuestra aventura comienza en una pista de patinaje, donde pasamos un rato agradable pretendiendo hacer “piruetas artísticas” que, obviamente, solo funcionan para las selfies.

Ya energizados, decidimos subir a la montaña y deslizarnos en llantas. Todo está bien diseñado: te sientas en una llanta amarrada de un arnés y te llevan hasta la cima del deslizadero, para dejarte rodar una y otra vez. Terminamos el día en la parte baja de la villa, en una de las tantas mesas con fogata, tomando chocolate con malvaviscos antes de retornar a nuestra cabaña.

El quinto y último día repetimos Diamond Peak, pero ahora con sol brillante. Tomamos la telesilla Cristal Express hasta la cima y nos deleitamos con la vista: el verde de los árboles sobresaliendo sobre un mar blanco y abajo ese lago azul turquesa. En el punto más alto de la montaña alistamos nuestros esquís y nos preparamos para descender. La sensación es que la gran rampa va directo hacia el lago, pero es solo una ilusión óptica.

Armamos un plan maestro con la intención de bajar solo por pistas azules, para intermedios, y así pasamos gran parte de la mañana disfrutando y siendo cada vez más atrevidos. Luego tomamos el camino The Great Flume en lo más alto de la montaña, donde el viento ha endurecido la nieve como hielo y la bajada se hace más rápida y desafiante. Al pasar este reto pensamos que ya somos capaces de tomar una Diamante Negro, pistas para expertos, y nos atrevemos a dar el paso.

Subimos por la telesilla Lakeview Quad, nos alistamos y bajamos por G.S. Es difícil; la concentración está al máximo y elijo ir de lado a lado de la pista para controlar la velocidad. Con tanta adrenalina acumulada logramos llegar al final. La sensación es de júbilo: seres del trópico que lograron bajar una pista solo transitada por expertos. Decidimos probar otra vez. Tomamos la telesilla y bajamos por la pista Oh God. Bien ganado tiene su nombre: hacia la mitad veo cómo mi esposa pierde el equilibrio, cae y desciende a gran velocidad panza abajo, cual pingüino, hasta el final. Es casi imposible frenar por la elevada pendiente, así que solo me queda gritar: “Oh my God!”. La caída no tuvo consecuencias, y solo fue un recuerdo más en esta gran aventura de esquiar aquí en el Lago Tahoe. Un destino ideal que recomiendo sin lugar a dudas para quien desee iniciarse en esta fabulosa afición.

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