Fiesta en Cucunubá
Por Iván Beltrán Castillo
Foto: Lisa Palomino
Matías empezó a tejer frente a la mirada perpleja de un grupo de personas, que había venido hasta Cucunubá para atestiguar los primores y bellos objetos en que los artesanos de la región transforman la lana. Era tanta su habilidad y tan grande la precisión de los movimientos de la mano, que algunos podían quedarse observándolo como se hace con un acto de prestidigitación. Dicen que existe en el habitante del Valle de Ubaté, y específicamente en el de esta población lechera y minera, una predisposición lírica, una visión ingenua y sublime de la vida, y que en todos y cada uno de los adminículos allí fabricados se expresa sutilmente el pasado, la vida cotidiana, las costumbres, los modos de mesa, la imaginación, la sensibilidad delicada, la religiosidad, la experiencia telúrica y hasta el erotismo característico de esta zona de Cundinamarca, en Colombia.
Matías es un niño de apenas cuatro años, el rostro bellísimo y los ojos vivaces, y desde que nació ha escuchado el rumor de los telares, las voces de las hilanderas cotilleando mientras laboran, el berrinche interminable de las ovejas en los pastizales oponiéndose a ser esquiladas, la música suave de la leche en sus cantinas errantes y, lo que es todavía más importante, las historias que en las noches cuentan todos sobre cómo llegaron los primeros telares al Valle de Ubaté. Por eso, este niño, Matías, empezó a dar muestras de habilidad artesanal desde cuando dio sus primeros pasos.
Ahora su relación con la lana es como una fecunda amistad, donde un oficio antiguo y venerado permanece invicto. La familia del chico es todo un clan, una “sociedad artística” comandada por Blanca Stella Pérez (una matriarca de la lana conocida en la comunidad como “Mamá Osita”), por sus hermanas Elizabeth y Margarita, que son esquiladoras e hilanderas, y las hijas de éstas: Blanca Stella, Gloria, Nelly y Nilsa. Verlas reunidas en el vano de su casa es adentrarse en los secretos y las maneras de “la gente de la lana”.
“Esto es parte de nuestra vida. Como un refugio contra los malos tiempos y una forma de sentir, de expresarse, de contarle al mundo todos los sueños que uno lleva adentro como una reliquia. Cuando estamos felices, melancólicas, agobiadas o sencillamente con unas ganas locas de agregarle más belleza a la belleza del mundo, entonces, hacemos nuestras artesanías.
Cuando llegaron los grandes modistos por vez primera a la región se sorprendieron de que nosotros, todos los que aquí laboramos, fuésemos también inventores y que, como ellos, quisiéramos que de nuestros patios y talleres salieran cosas capaces de sorprender”, dice Mamá Osita mientras enseña su casona en las inmediaciones de Cucunubá, un laboratorio de ideas, invenciones y primores que viajan luego por toda la geografía nacional, de Latinoamérica y Estados Unidos. Gente que ignora la vida y los milagros de Cucunubá habrá de lucirlos orgullosamente.
“La lana ha sido protagonista de nuestros días”, continúa diciendo Mamá Osita. “Yo, por ejemplo, empecé mis actividades cuando apenas tenía once años. Recuerdo con afecto el desfile de madrugada de todas nosotras hacia Ubaté para comprar materiales o llevar productos. Era un camino largo y hasta un poco penoso, pero nosotras lo realizábamos en medio de risas y cantos. Nunca hemos ignorado que este don del tejido es un auténtico regalo del cielo”.
“Uno se inventa sus propios diseños; todas somos artistas. Bordamos lana, cabuya, cuero. Cada material tiene como un alma y hay que descubrirla, porque solamente así nuestra prenda o adorno ceden y empiezan a mostrarnos su infinita gama de posibilidades. Sí, somos una verdadera dinastía cuyos últimos herederos son mis nietos: Natalia, Kevin y el habilidoso Matías”.
Y como ellos, en muchas de las casas de Cucunubá hay un telar y alguien que maniobra en él como un maratonista. Para manejar estos instrumentos voluminosos y de apariencia inaccesible hay que gozar de buen estado físico y se debe derrochar la más férrea disciplina.
La población ha dado grandes personajes públicos, como Jorge Eliécer Gaitán, mineros corajudos que arriesgaron sus vidas en el fondo negrísimo de los socavones, cocineras expertas en la más apetitosa carta gastronómica de tierras frías, ganaderos y cultivadores juiciosos, pero en los últimos años ha ganado nombre merced a la labor de sus humildes y discretos artesanos, que laboran con lana criolla o merino. Por ejemplo, Enrique Contreras cuenta que heredó el oficio de sus padres, quienes primero tejían en horquetas. En el año 63 compraron un telar horizontal por la suma de ochocientos pesos, que es el mismo que todavía usa en sus agitadas jornadas laborales.
El festival de la belleza
A la generación espontánea de objetos útiles y a la vez hermosos sucedió una consciencia de que dichos productos estaban en la capacidad de competir en el mercado con sus pares del mundo entero y, lo que es más preciso, de que el arsenal podía enriquecerse con la maestría, minuciosidad y lírica de quienes han elevado el asunto del vestir a la categoría de arte y poesía.
Entonces otro de sus más afamados hijos: Pedro Gómez, exitoso empresario que ha beneficiado a Cucunubá de muchas maneras, decidió apoyar Festilana.
Fue cuando entraron en la escena, con el ánimo exaltado por asumir tan bella aventura, diseñadores de moda de primerísima plana: Julia de Rodríguez, Juan Pablo Socarrás, Mercedes Salazar, María Luisa Ortiz, Ángel Yáñez y Laura Laurens. Son nombres sin ninguna discusión en el panorama del alto diseño y todos encontraron en las gratas pasarelas nuevas sendas para su inventiva.
“El influjo ha sido recíproco entre los artesanos y los diseñadores de moda: intercambian nociones, comparten experiencias y se han convertido en una gran familia tocada por un cariño inesperado. Se diría que hay compadrazgo y camaradería.
La experiencia demuestra que mundos que parecen tan distantes no lo están realmente y que la noción de arte prima sobre lejanías sociales y los mundos disimiles que esos dos grupos viven”, afirma Luz Ángela Cortés, asistente de dirección de Festilana. Durante todo el año, con una meticulosidad digna de quien planea hacer algo que esté cercano a lo celestial y lo sublime, los unos y los otros trabajan concertados. Las grandes luminarias van hasta Cucunubá y dialogan con sus cómplices, se cotejan ideas y diseños.
El resultado es una pasarela digna de Londres, Nueva York o Milán en la que los espectadores vuelven a ser abrigados por el asombro de que un material alguna vez tan humilde y poco cotizado como la lana renazca y se reinvente. Una tras otra, las fantasías de los señores de la alta costura y de los sencillos artesanos desfilan ante los ojos incrédulos de los visitantes y llenan de orgullo a los propios de la región.
Hace poco, cuando Carlos de Inglaterra y su esposa visitaron Bogotá, unos artesanos les llevaron hasta la embajada mantas de alpaca y lana merino. Los soberanos estuvieron felices con sus prendas y pidieron el teléfono de los fabricantes, pues creen que algunos miembros de la realeza desearían más de estos bien confeccionados objetos. Es la nueva, asombrosa y mágica historia contemporánea de nuestra lana.
Los próximos 7 y 8 de noviembre, como si se tratara de una maravillosa película de Federico Fellini, con sus personajes hermosos, poéticos y un poco extravagantes, con sus aldeanos poetas, músicos y artistas, con sus hilanderas macizas y rozagantes y sus viejos todavía habitados por la luz, despega la nueva versión de este evento.