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Un ensueño llamado Puebla

Por Juan Abelardo Carles
Fotos: Carlos E. Gómez

Fray Julián Garcés, recién nombrado obispo de Tlaxcala, no cabía en sí de felicidad: frente a él se extendía el valle lleno de bosques y atravesado por tres ríos que había visto tantas veces en sus sueños. En la visión, ángeles del cielo bajaban y trazaban, con hilos de oro y plata, el damero clásico de una ciudad colonial europea. Su sueño se convirtió en realidad el 16 de abril de 1531, cuando fue fundada la Ciudad de los ángeles, conocida luego como Puebla de los ángeles y ahora como Puebla de Zaragoza.

Trato de reproducir la onírica imagen, mientras contemplo la ciudad desde el mirador del Parque de los Fuertes, sobre el cerro Acueyametepec. Desde aquí, donde las autoridades españolas habían construido dos fortines: Loreto y Guadalupe, para proteger a la población, el ejército mexicano, comandado por el general Ignacio Zaragoza, cargó contra la fuerza invasora francesa que comandaba el conde de Lorencez, quien se batió en retirada el 5 de mayo de 1862. Aunque a la larga, los franceses lograrían ocupar el país e imponer a Maximiliano y Carlota de Habsburgo como emperadores, la derrota del que era considerado el mejor ejército europeo tardó tiempo en ser digerida por el Viejo Mundo.

Hoy, los fortines han sido incorporados a un complejo de museos, monumentos y parques para uso de los poblanos. Hoy la vasta planicie que sublimó los delirios de fray Julián es ocupada por apretadas edificaciones, entre las que relucen las cúpulas de su catedral y de algunos de los 128 templos asomados sobre sus calles y avenidas. Preñada de historia y tradición, Puebla es una ciudad viva, innovadora y muy sofisticada. Cuarto conglomerado urbano del país, tras México, D.F., Guadalajara y Monterrey, la capital poblana debe gran parte de su prosperidad a su industria en general, particularmente al sector automotor. Junto a la riqueza agrícola que un suelo fértil y un clima templado prodigan, Puebla complementa su base económica valorando todo su patrimonio cultural, lo cual la convierte en un polo turístico por excelencia.

Para comprobarlo no falta más que encaminarnos hacia su centro histórico. Fachadas sostenidas por basamentos y columnatas de piedra, revestidas con ladrillos acomodados en un patrón llamado “petatillo” en las que se intercalan azulejos de talavera, flanquean las calles del centro y evidencian la riqueza de una ciudad que fue concebida para albergar españoles. Algunas son conocidas con nombres sugestivos, evocadores y hasta cómicos, que recuerdan algún episodio histórico relacionado con ellas: la Casa de los Muñecos y la Casa del que Mató al Animal son las más reconocidas. Sé las historias, pero no las diré acá para que usted, estimado lector, lo averigüe cuando vaya a Puebla.

Muchas de estas casonas albergan hoteles boutique, fundaciones culturales, museos, centros académicos, así como oficinas públicas. Entre ellos, el Museo Amparo es uno de los más interesantes, pero está fuera del centro; también vale la pena visitar la Casa de la Música de Viena, inaugurada hace poco. Puebla es una de las ciudades con más universidades y centros docentes superiores de México y su población estudiantil es inmensa. Aquí es posible visitar talleres de cerámica talavera, como el Uriarte, uno de los más antiguos y productivos en esta industria, de gran trayectoria histórica de la ciudad. Sin embargo, desde el punto de vista arquitectónico y decorativo estos edificios no compiten con los templos. Como ya dije, sus cúpulas revestidas de mosaicos relucen al sol, pero el espectáculo bajo ellas es aún más impresionante.

La iglesia del Convento de los Dominicos es un ejemplo. Mi sentido de la jerarquía me obligó a ver primero la catedral de la Inmaculada Concepción de María, pero Alfredo, nuestro anfitrión, nos sugirió que pasáramos primero por este templo, dedicado en 1659. Su altar mayor, diseñado en estilo barroco salomónico, agrupa a papas y monjes dominicos proclamados como santos. Los pisos del templo relucen con piedra Santo Tomás y el púlpito se levanta como un florido verso escrito en ónix y madreperla. Al costado izquierdo del altar está la verdadera razón por la que Alfredo quería traernos aquí en la mañana: la Capilla de la Virgen del Rosario. Conceptualizada como una especie de casa de oro para la Virgen, el recinto recibe la luz matinal, colada por los ventanales de la cúpula, inflamando el espacio que, rematado por santos, vírgenes romanas, querubines, ángeles y sirenas, semeja una espléndida corte que canta sin cesar la santidad de la madre de Jesús.

La catedral, por otro lado, tiene inmensas puertas dobles, tableteadas y tachonadas, que insonorizan el recinto principal y las catorce capillas que lo guarnecen. El altar mayor, en estilo ciprés ‚Äïes decir, levantado con independencia al muro de fondo del recinto sacro‚ fue dedicado a los reyes europeos que alcanzaron la santidad defendiendo a la Iglesia. El poderoso, dinámico y visionario obispo don Juan de Palafox y Mendoza la consagró en 1649. Sus torres son las más altas de cualquier templo en el país. Una de ellas, dedicada al Nuevo Testamento, tiene campanas, mientras que la otra, símbolo del Viejo Testamento, no (ya que al no haber llegado la salvación de manos de Jesús de Nazaret, no había nada que celebrar).

Otros sitios imprescindibles en el centro histórico son el Museo Amparo, modernísimo, pero dentro de una casa colonial; así como la Bajada de los Sapos (para antigüedades), el mercado de artesanías El Parián y el Barrio de los Artistas, donde los creadores trabajan en sus obras plásticas. Otro sitio imperdible es la Biblioteca Palafoxiana, patrimonio de la humanidad, donada a la ciudad por el arzobispo virrey don Juan de Palafox y Mendoza, que reúne incunables en varios idiomas, incluyendo griego, latín y arameo. Más allá del circuito histórico, Puebla también ofrece una imagen modernísima en la nueva expansión urbana de Angelópolis, que incluye un centro comercial, oficinas, residencias y el cercano Parque Lineal, donde vimos la Estrella de Puebla, similar al London Eye.

Pero el legado de Puebla no es solo arquitectónico. Hay otro valor igual de atractivo y que nos llega más a las entrañas que las divagaciones arquitectónicas: la gastronomía poblana. La ciudad es cuna de algunas figuras estelares de la mesa mexicana. El chile en nogada que en rigor debería servirse solo entre agosto y octubre, pero que algunos restaurantes sirven, colmo de la profanación, todo el año‚Äï consiste en un delicioso picadillo de carne mechada, melocotón, manzanas, nueces, guisos y especias, unidos en un cocido que se acuna tiernamente en un chile morrón y se arropa con una salsa de crema asperjada con pulpa de granada fresca.

El otro gran protagonista culinario de la ciudad es el mole poblano. Esta salsa conjuga y epitomiza la complejidad de la cocina mexicana, mezclando un rosario de ingredientes de tres continentes, bajo el imperio del cacao mesoamericano. El mole es el orgullo de Puebla: si usted es visitante se lo ofrecerán vaya a donde vaya, sea restaurante o la casa de un amigo. Nuestro equipo tuvo el honor de probar el de Angélica Bravo, propietaria de La Casita Poblana, catalogado como el mejor restaurante de la ciudad, según la famosa lista Chowzter.

El descubrimiento de Puebla no solo se limita al perímetro de su capital. Más allá de la urbe, varias comunidades atesoran atractivos de interés cultural. La estrategia de turismo de México ha dado en catalogarlos como “Pueblos Mágicos”, de los cuales hay siete en el estado de Puebla. Cholula, el más grande y cercano a la ciudad, ofrece la pirámide más grande del mundo (en área, no en altura), que comenzó a levantarse en el siglo I d.C. y llegó a ser comparada en magnificencia a su similar de Teotihuacán, de la que fue contemporánea y con la que mantuvo relaciones comerciales. Cholula, además, es famoso por su carnaval, que es protagonizado por los huehues, personajes que satirizan los uniformes de los invasores franceses y que, el fin de semana tras el Miércoles de Ceniza, se toman la plaza del pueblo.

Zacatlán, otro pueblo mágico, se levanta como por arte de magia cerca de cañones escarpados del que se descargan cascadas como la de los Jilgueros, que puede verse desde el pueblo, o la de Tulimán, con tres caídas y unos 250 metros de altura, que ofrece sitios para deportes de aventuras, acampadas y días de campo. Este pueblo es famoso por la producción de bebidas de manzana (de hecho, el nombre oficial del pueblo es Zacatlán de las Manzanas), como la sidra, y por sus panes artesanales. Cerca también está Chignahuapan, que agrega a la oferta de productos de fruta procesada y panes artesanales la confección de esferas de cristal navideñas, principal productor nacional de estos adornos. La lista de pueblos mágicos del estado la completan Cuetzalan, que alberga la famosa Feria del Huipil y el Café; Xicotepec, hogar del adoratorio La Xochipila; Tlatlauquitepec y Pahuatlán, pendientes aún de visitar por este servidor.

Pendientes aún, pues esta es la primera aproximación de Panorama de las Américas a una ciudad y una región tan prometedoras. Puebla es como un lienzo vivo, cuyas veladuras se van descorriendo, ofreciendo un escenario nuevo siempre, aunque se la visite mil veces. Más que haber surgido de los delirios de un prelado católico, Puebla parecería ser el sueño de ángeles.

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