Un brindis por La Habana
Por: Tamara Roselló Reina
Fotos: Claudia Rodríguez Herrera y Claudio Peláez Sordo
San Cristóbal de La Habana —al igual que las restantes seis primeras villas fundadas en Cuba por los conquistadores españoles bajo la conducción de Diego Velázquez— sintetizó en su nombre la influencia católica y los toponímicos de los aborígenes. La primera misa y el primer cabildo se ofrecieron a la sombra de una ceiba, árbol sagrado en varias culturas prehispánicas y recinto de orishas para esclavos africanos yorubas. Cada año, en el Templete, lugar del bautizo de la villa, se reúnen cientos de personas que mantienen viva la tradición de darle tres vueltas a la ceiba en sentido contrario al de las manecillas del reloj y piden un deseo, en la víspera del aniversario de la ciudad.
El sincretismo religioso y la mezcla de culturas son rasgos identitarios de la cubanía que se forjó a partir de influencias taína y siboney, africana y española, china, anglosajona y francesa. La Habana, en su condición de ciudad puerto, ha sido clave en esos procesos de transculturación y un punto de obligada escala entre el Viejo y el Nuevo Mundo.
Desde 1982, la Unesco declaró Patrimonio Cultural de la Humanidad a La Habana Vieja y su sistema de fortificaciones, que data de la Colonia. En 2016 la capital cubana fue elegida Ciudad Maravilla. Ahora que llegan los quinientos años de su fundación, quienes habitamos esta ciudad también listamos nuestras razones para honrar la villa y celebrar su cumpleaños.
Real y maravillosa
La Habana atesora un patrimonio arquitectónico de los mejor conservados de América Latina. El hecho de que Cuba haya marchado a su propio ritmo, sin una apertura total a la inversión del gran capital, que moderniza y cambia con rapidez los entornos, ha permitido que todavía se disfruten exponentes del prebarroco, el barroco, el neogótico, el neoclásico y el art nouveau en sus calles.
Aunque ya no haya corsarios ni piratas al asecho, las fortalezas que protegían a La Habana mantienen vivas aquellas historias de saqueos por las riquezas del Nuevo Mundo; una de las más relevantes fue protagonizada por el famoso pirata francés Jaques de Sores en 1555. Otros célebres filibusteros, como Francis Drake y Henry Morgan, desistieron de sus planes de ataque por lo fortificada que estaba la villa: de la Muralla del Mar y el Real Arsenal al Castillo de la Real Fuerza, los Tres Reyes del Morro, la Fortaleza de San Carlos de la Cabaña, el Castillo de La Punta y el Castillo de Santo Domingo de Atarés.
Los parques y plazas de la ciudad son un refugio a cielo abierto para descansar del bullicio y refrescarse bajo un árbol o cerca de una fuente. La Plaza de Armas es la más vetusta de todas. Construida hacia 1520, estaba rodeada de inmuebles asociados al trabajo de magistrados y militares españoles.
La de San Francisco, justo donde se levantó un convento franciscano, hoy se conoce también como la Plaza de las Palomas, pero no siempre fue tan apacible. Cuentan que como el ajetreo de los vendedores y sus pregones a viva voz se escuchaban en plena misa, los padres franciscanos solicitaron al Ayuntamiento trasladar la actividad comercial a otro sitio. Así surgió, a unos cien metros del convento, un popular mercado, que a partir de 1814 se llamó Plaza Vieja para distinguirlo de un nuevo sitio comercial en la Plaza del Cristo.
Otra de las plazas, la de la Catedral, te traslada al siglo XVIII, con obras predominantemente barrocas a su alrededor. Quienes la visitan muchas veces terminan el recorrido en la primera fonda y hoy restaurante Bodeguita del Medio, establecimiento famoso por sus refrescantes mojitos y los dibujos que han dejado en sus paredes personalidades de todo el mundo a su paso por allí.
La ruta por las iglesias habaneras es otra manera de descubrir la belleza arquitectónica y el misticismo de la ciudad. Es el caso de la Iglesia del Santo Ángel Custodio, uno de los escenarios de la novela costumbrista Cecilia Valdés, de Cirilo Villaverde. En la Plazuela contigua se instaló, en 2014, una escultura de bronce de la mulata protagonista de la obra literaria junto a un busto de su creador.
Al caminante le sorprenderán muchos más personajes populares y célebres. Algunos son estatuas vivientes, otros desandaron y amaron la ciudad y ella a cambio les destinó un sitio para no olvidarlos. Por ejemplo, el bailarín y coreógrafo español Antonio Gades está en el Palacio de Lombillo —uno de los edificios de la Plaza de la Catedral—; la madre Teresa de Calcuta, en el jardín del Convento de San Francisco de Asís y muy cerca de ella, José López Lledín, el pintoresco Caballero de París. En la barra del bar-restaurante Floridita fue inmortalizado el escritor y plusmarquista en beber daiquiríes Ernest Hemingway, cliente habitual. Todas estas piezas fundidas en bronce y a tamaño natural forman parte del catálogo del escultor santiaguero José Villa Soberón.
Como Villa, otros artistas han hallado en La Habana inspiración y oportunidad para compartir su obra y ser parte de la reanimación cultural de la ciudad. Por ejemplo, en el barrio de San Isidro, Jorge Perugorría, el actor de la película Fresa y chocolate, anima el Taller-galería Gorría, un proyecto que interviene el espacio público desde las artes y convoca a la transformación comunitaria.
La Habana ha conformado una agenda cultural que tiene opciones todo el año para los más diversos gustos. La danza, las artes visuales, el teatro, la poesía, la música y la artesanía tienen espacios y un público fiel que acude a las salas de concierto, ovaciona las funciones del Ballet Nacional, recorre las plazas tras los títeres y zanqueros, o baila y canta en cualquier esquina.
Más allá de las librerías y bibliotecas, uno respira la invitación permanente a la lectura y al encuentro con autores y sus obras, en las que con frecuencia La Habana es evocada. Tacón, la calle con adoquines de madera situada frente al Palacio de los Capitanes Generales, es sede del Sábado del Libro, una jornada de presentación de los títulos más relevantes de la producción editorial cubana. La propia Fortaleza de San Carlos de la Cabaña es tomada cada año por autores, editores y lectores durante la Feria Internacional del Libro.
La historia de Cuba se puede repasar si uno decide adentrarse en los museos habaneros, si se detiene ante las estatuas de los próceres de la Independencia patria, si se leen las tarjas que en cualquier calle señalan hechos gloriosos de las luchas del pueblo cubano desde la época del poder colonial. En especial, destaca la presencia del héroe nacional José Martí en esta ciudad, que lo vio nacer el 28 de enero de 1853: su casa natal en la calle de Paula; la Fragua Martiana en lo que fueron las Canteras de San Lázaro, sitio de trabajos forzados para convictos; el Parque Central, donde luego de una votación popular se erigió una estatua suya en los inicios de la República, y la Plaza Cívica —más tarde Plaza de la Revolución—, escenario de las mayores movilizaciones del pueblo cubano en las últimas seis décadas.
Otro lugar entrañable es el malecón —bautizado por el historiador Eusebio Leal como “la sonrisa de La Habana”—, una larga franja de ocho kilómetros que contiene al mar, aunque no siempre lo consigue. Testigo de carreras automovilísticas, conciertos, protestas, concentraciones populares, la soledad y la persistencia de los pescadores, punto de embarque y despedida de balseros…
El malecón tradicional abarca desde el Paseo del Prado hasta la calle Marina y fue construido entre 1901 y 1919, con diseños arquitectónicos eclécticos. La restauración de algunos de esos edificios y un nuevo sistema de iluminación le han aportado un aire de modernidad a la zona. Sentarse en el muro del malecón y disfrutar las puestas del sol es un ritual de amigos y, sobre todo, de amantes. Bien lo saben los trovadores, que les regalan un repertorio de canciones románticas, una banda sonora de las noches habaneras más cercanas al mar y al amor.
La precariedad no ha permitido ir más rápido en las obras de reconstrucción o dar el mantenimiento adecuado a un conjunto arquitectónico valioso que trasciende al Centro Histórico y al malecón tradicional. Sin embargo, el regalo mayor por los quinientos años se ha estado preparando hace décadas, desde que arrancó el Plan Maestro para devolverle el esplendor a la ciudad colonial, un empeño que sigue en marcha porque hay mucho que preservar. Una de las últimas obras restauradas fue el Capitolio, con una cúpula renovada y listo para volver a ser sede del Parlamento cubano.
Estas labores han implicado arqueólogos, arquitectos, historiadores, restauradores, carpinteros, albañiles… Muchos profesionales y obreros han egresado de escuelas y cursos desarrollados en el Centro Histórico, a pie de obra, como parte de una estrategia de formación continua de personal calificado para estas faenas.
La restauración de La Habana Vieja es un referente para otras ciudades patrimoniales, por la forma como se ha estimulado la participación comunitaria, la identidad habanera y el culto a la belleza. No basta con edificaciones hermosas, si las personas no sienten que viven en un lugar más confortable e inclusivo.
A diferencia de otros cascos históricos, en este es posible escuchar la algarabía de niñas y niños en las aulas escolares o jugando en las plazas o a los vecinos en su rutina cotidiana. Hay también instituciones dedicadas a la integración social de las personas adultas mayores y un centro con opciones educativas y recreativas para adolescentes.
La vitalidad que se respira en sus calles no depende solo de los visitantes que andan de paso, de los antiquísimos carros que la recorren hace décadas ni de las fachadas sin brío. Esta es una ciudad turística que no se conforma con regalarles a sus huéspedes historias del pasado, un souvenir cualquiera o caricaturas del presente para redes sociales.
Quien la visita se lleva consigo una experiencia de vida con ingredientes y ritmos distintos a los que son la norma en la mayoría de las grandes urbes. La huella de los afectos queda en quienes se disponen a encontrarse, cara a cara, con los habaneros y con las personas de muchos sitios que habitan esta ciudad y ofrecen un trato afable. Venir a La Habana es regalarse un tiempo para disfrutar de “pequeñas cosas que ayudan a vivir”, como diría el cantautor Carlos Varela, y que hacen a esta tierra un lugar reamente maravilloso.