Tras la huella de Santa Laura: en el corazón del milagro
Por Iván Beltrán Castillo
Fotos: Lisa Palomino
Los periodistas amamos el asombro. Cualquier fractura de la realidad, grieta de las costumbres o mínimo guiño del azar son para nosotros como el canto de las sirenas para Ulises. Sin embargo, en los últimos tiempos, regentados por las malas nuevas, ya casi no hay noticias optimistas, y los relatos están contaminados por el crimen, la codicia, la corrupción o los grandes desastres. ¿No está lleno el mundo de historias maravillosas capaces de ensanchar el horizonte? ¿No hay, aquí y allá, amables sucesos que contarles, en busca del hipotético lector feliz?
Eso pensábamos, mientras un bus confortable pero lastimosamente desprovisto de alas rugía por la carretera que va de Medellín a Jericó, la tierra donde en 1874 nació una mujer excepcional, hace poco reconocida por el Vaticano como auténtica santa: María Laura de Jesús Montoya Upegui, más conocida como Santa Laura de Jericó.
La mayoría de quienes se desplazan a diario hasta esta población del suroriente antioqueño «fundada en 1851 por Juan de la Cruz Gómez Plata, conquistador español que parecía más humanista que codicioso perseguidor de botines» lo hacen movidos por esta leyenda católica que enorgullece a los latinoamericanos y está impresa en la vida de la gente de esta región colombiana.
Grupos familiares, señoras expertas en los versículos de la Biblia, hippies, ecologistas que luchan por salvar un planeta en inminente peligro, doctores en teología, enfermos que anhelan lograr su curación por la fe, niños que alucinan con los relatos que los mayores cuentan sobre Santa Laura, profesionales, comerciantes en bancarrota que confían en una salvación providencial y periodistas que buscan un tema para escribir su best-seller, son apenas algunos de los participantes de esta peregrinación que, ¡increíblemente!, resulta igual de difícil y pesada en el siglo XXI que en el siglo XIX.
Los historiadores y biógrafos de místicos nos indican que Santa Laura fue un ser humano asombroso, en cuyas venas corrían la misericordia, la esperanza y la compasión que caracterizan a quienes, en tránsitos ejemplares, lo cambian todo por servir al prójimo y defender a sus semejantes de la injusticia, el frío, el miedo, el hambre, la sed y la intolerancia. Desde muy joven cambió cualquier posibilidad de felicidad terrenal, pues era hija de una familia acaudalada y, de haberlo querido, su porvenir habría sido el de una niña rica; pero prefirió irse de campaña celestial por montañas y valles de Antioquia.
Fue educadora y misionera y fundó la orden de María Inmaculada y de Santa Catalina de Siena. Era hija de una Antioquia rural en la que no faltaban los malos tratos, la explotación artera del hombre por el hombre y el desprecio rampante por las condiciones de existencia de los desheredados. La madre Laura realizó dos curaciones intempestivas, cuya sanación era científicamente imposible; lo cual ha provocado largas disertaciones teológicas por parte de los doctos investigadores y es el surtidor de imágenes poéticas en la imaginación de sus seguidores.
Mientras el bus viaja raudo sin llegar nunca, nos asombra imaginar la odisea que constituía atravesar estas rudas y salvajes montañas en la época en que vivió y trabajó la madre Laura. Al poco tiempo de salir de Medellín, casi todos los viajeros sienten vértigo y profundas náuseas, y la curvatura dramática de la carretera termina por enfermar al advenedizo; incluso yo fui pronta víctima de este viaje azaroso. El chofer me explicó que, por más diestro que fuera, poco podía hacer para llevar a sus pasajeros en calma y alentados por aquella sinuosa y escarpada geografía. “Toca tener resignación: es tierra de santos”, apuntó. Y sí, con la sensación de haber girado alrededor de un carrusel por horas interminables, observamos en el horizonte a Jericó.
Jericó: la prometida
Mucho se ha escrito, luego de la canonización de Santa Laura de Jericó, acerca de los pormenores diáfanos de su existencia. Poco, sin embargo, se ha contado sobre el cambio increíble que sufrió su pueblo merced a esos sucesos místicos. Nada allí ha permanecido como antes: un tráfico de adoraciones contamina hasta la última voluta del aire y casi nadie podría pasar por allí sin darse cuenta de que una historia ejemplar, tejida en el siglo XIX, pero cada día más altiva y vívida, está presente como un leitmotiv.
Santa Laura no es solo un motivo de orgullo ni una charla entre los parroquianos sazonada por la adoración y el éxtasis, sino que constituye una suerte de motor de la vida doméstica, un impulso secreto y una razón de vida. Así lo comprobamos en uno de los principales restaurantes de la plaza, a menos de media cuadra de la catedral, donde se concentra todo el fulgor, la leyenda y el luminoso poder de la reciente santa.
Al entrar, una mixtura de elementos nos llamó la atención. El sitio, al que acuden comensales entusiastas, parece ser uno de los que inspiró un famoso restaurante bogotano, que al fin y al cabo es solo una réplica de las tradiciones populares de estas tierras. Aquí y allá, hay adornos ingenuos, algunos extravagantes y como de fiesta patronal o de un erótico carnaval de máscaras; fotos de sonrientes maestros de la música popular y de la canción andina, entre celdas de papel grisáceo, plenos de nostalgia, sombreros y cachivaches de miscelánea. Y, en la mitad de aquella composición arquetípica, cual patrona absoluta de una cosmogonía ingenua, aparece un retrato de Santa Laura, como oteando el panorama y orando por los comensales.
“Aquí en Jericó no hay absolutamente nada que no esté relacionado con la historia de nuestra Santa. Es como si todos fuésemos unos siervos de aquel mito tan humano, tan ejemplar y conmovedor”, nos dijo un comensal.
El visitante, creyente o escéptico, católico o ateo, no puede dejar de sentir cierta palpitación al entrar en la catedral de Jericó. Sabe que es esa la “casa simbólica” de Santa Laura y que desde allí irradia su leyenda a los cuatro puntos cardinales del mapa místico universal. En la puerta, un niño impecable y adusto, nos sale al encuentro, como si desde siempre nos hubiera estado esperando y nos tuviera el más poderoso y sublime de todos los mensajes.
Era John Steven López Arrubla, de diez años de edad, pero capaz de disertar sobre Santa Laura con la fluidez y el sosiego de un estudiante de Teología. Desde que tiene uso de razón ha escuchado los relatos asombrosos de milagros y piedad, y ahora, cuando ya puede tomar sus decisiones, lo único que desea es ser el relator de su itinerario. Trabaja en un almacén de ropa y hasta ahora empieza a ganarse algunos pesos como relator de la vida y los milagros de la santa. Pero, asegura, llegará a ser teólogo y trabajará en el Vaticano.
John Steven nos conduce con sigilo por la catedral y nos explica los gestos de las manos y el sello fulgurante de los ojos de Santa Laura: “Las manos anudadas son símbolo de sabiduría pero a la vez de pureza. La expresión de los ojos, que miran a la vez el Cielo y la Tierra, hablan de un alma que, en su concentrada y diáfana elevación reconoce la aspiración celeste, pero no olvida los sufrimientos, llagas y servidumbres terrestres”.
Pero si la catedral es un ejemplo de peregrinación y un símbolo de Jericó, la casa donde nació Santa Laura es un auténtico santuario en el que se realizan varias misas diarias, se cuenta la historia de la gran mujer canonizada y se comercia con algunos objetos religiosos.
Allí, una monja de movimientos suaves y maneras antiguas, la hermana Delfina González, es la “vocera oficial de la vida y milagros de la madre Laura”. Con una serenidad que demuestra su equilibrio interior, narra unas seiscientas veces al día cada secuencia de la historia ejemplar tras la huella de la cual viene la mayoría. Siente que la observa en su ritual cotidiano ‚Äïcuando enseña la pila donde fue bautizada la santa, habla ante los asombrados de sus largas expediciones a mula, que dedicaba a socorrer indios, negros y mestizos, o al narrar la historia de sus comprensivos padres; sus horas de prosternación ante el crucifijo y la lenta redacción de sus obras teológicas. Sabe que está ante alguien que ha memorizado todo un tiempo, toda un alma, toda la geografía de una época en la que Dios parecía estar más cercano.
Pero el fervor religioso y el entusiasmo que despierta Santa Laura no se circunscriben a la catedral o la casa sagrada donde nació la mujer legendaria. En la calle encontramos su rostro por todas partes: en las tiendas de objetos religiosos, oraciones y estampas; en los colegios, en la Casa de la Cultura y también, con fascinante naturalidad, en los billares, las casas de cambio, los colegios, los salones de baile… Y hasta en el puesto que tiene Antonio Sánchez en la calle, donde, según sus palabras: “La embolada cuesta dos mil sin relato y cuatro mil con la historia de la madre Laura… Así usted le saca, al tiempo, un brillo nuevo a sus zapatos y a su alma”.