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Para todos Cartagena

Por Andrea Jiménez Jiménez
Fotos Javier Pinzón Gómez

Cartagena nunca se llega tarde, porque siempre está despierta. Si es de día, te abraza —y te abrasa— a treinta grados al sol, y si es de noche, brilla. Si es de día, el mar Caribe es el del encanto. Siempre está ahí, rodeándola, y puede llamarse Manzanillo, Marbella, Bocagrande, El Laguito o Castillogrande. Todo depende del lugar donde se encuentre a Cartagena frente a frente, entre sur y norte. Pero siempre es el mar el que la arrulla; el que recibe, con el sopor que lo inunda todo, a quien llega.

La noche tiene un ritmo —su ritmo— y todo se mueve en torno a él: desde el mar que se hace invisible tragado por la oscuridad, y solo deja el murmullo, hasta los coches halados por caballos y las historias que cuentan los guías convertidos en cocheros. Las esquinas y las plazas del Centro Histórico, los vinos servidos en copas, la melodía de cualquier violinista improvisado, los turistas que recorren las calles de nombres centenarios, las fotos y los flashes en las puertas de colección de las fachadas de colores.

Porque Cartagena es una y son varias. Desde su interior, en el contraste entre las barriadas y las zonas populares, inconexas con la magia de sus murallas y lo que estas resguardan, se puede percibir. Y ya ahí dentro, en el Corralito de Piedra, también se puede sentir que hay tantas Cartagenas como vidas que la visitan. Allí caben todos, y por eso es fantástica.

Murallas adentro están los de plan romántico y lujoso. Para ellos, la ensoñadora, la Cartagena ostentosa y placeres servidos. Miradores exclusivos y cocina de autor. Seguramente, días de playa o piscinas que miran al infinito, noches de abanicos de mano y algún plato exótico en restaurantes de primera categoría.

Porque para lujo, en Cartagena, todo lo que lleve nombre de santo, como el claustro de Santa Clara, convertido en hotel con espacios para habitar y también admirar, como la suite presidencial, inspirada y adornada por las obras del maestro Fernando Botero. O San Pedro: la plaza más linda de la ciudad, la del santuario del mismo nombre, y un café mirador restaurante bautizado igual.

La lista sigue: San Toribio, Santo Domingo, Santa Catalina de Alejandría. Así se llaman sus iglesias, su catedral, su fe intacta. Sus matrimonios de fin de semana con palenqueras de vestidos blancos abriendo paso a los recién casados. La pirotecnia sagrada de cada boda, con las noches que la preceden en yates y fiestas playeras, y cocteles de etiqueta al atardecer.

Cartagena es mágica, sabe serlo y puede resultar una apoteosis si se cuenta con el presupuesto adecuado para vivirla, probarla y saborearla con toda su opulencia. Pero la magia alcanza para todos. Está la Cartagena más reciente, la joven, la de hostales, la aventurera. La de maletín y Google Maps, mucho más barata, igual de fascinante. Terrazas con piscinas, pero llenas de inflables de figuras pop, música de moda, reguetón y sonidos alternativos. Fotos para Instagram, cervezas y mojitos. La Cartagena relajada. Hay hostales que tienen todo lo que se necesita para pasarla bien. A la medida de todas las nacionalidades, de todos los extranjeros que se encuentran para comer, compartir cervezas en la tarde o bailar juntos en la noche, en la fiesta de turno, de electrónica o champeta.

Porque Cartagena es champeta, ¡claro! Se baila cada noche en las barriadas, en el Centro Histórico y las discotecas. Se baila champeta en las noches de Champetú, esa fiesta —ya famosa— que se inventaron hace unos tres años para hacer del género cartagenero por excelencia un plan instituido en su agenda nocturna. Lo consiguieron: desde el Centro de Convenciones salen buses con el público que pagó el cover hacia el punto de fiesta elegido.

Champetú es, para la mayoría de turistas, el único contacto que tienen con la Cartagena profunda, la real, no diseñada a la medida del turismo, sino para todos: los de aquí y allá, locales y visitantes. La estética de la champeta criolla, sus bailes vetados, sus movimientos sensuales y su carga negra indiscutible se funden en una noche esperada en el calendario local.

Pero si no hay Champetú, si la visita no coincide, no todo está perdido. Hay otro secreto escondido en Getsemaní, el barrio cartagenero por excelencia que aún sobrevive —pese a la gentrificación— dentro de las murallas. En la calle de la Media Luna todo se vale. Y ahí está la vibra neón de Kilele, su beat afro, nigga. La noche sube su intensidad con los movimientos de todos. Difícil el que no baile, el que no lo haga bien, el que no lo disfrute.

Para todos, la champeta. Para los más rumberos y exploradores, Alquímico, una casona antigua, con una terraza de locura y abundancia de “experimentos sensoriales”, como describen sus cocteles los dueños de esta experiencia etílica. La carta incluye langosta encocada, para los más exigentes, arepa rellena y carimañolas de queso para los paladares enamorados de lo local. Adentro, en la casona colonial, el reguetón más pegado; en la azotea, el DJ de turno con música electrónica, a cargo de otra experiencia.

En Cartagena, nada es igual desde lo alto y la rumba con altura es de las más buscadas. Hay para todos los gustos, pero donde más se puede caer en la tentación es en la Torre del Reloj, donde las terrazas son la norma. Cientos de luces y bombillos le dan la vuelta a las terrazas de este sector, donde manda lo crossover. Si se busca algo más exclusivo, el mejor plan se lo lleva TownHouse, un lounge de ambiente exquisito con cocteles de autor para elegir y tapas para degustar, justo al lado de la Plaza Fernández de Madrid y con un Museo del Cacao como vecino.

¡Y es que sí hay sabores en Cartagena! Hay dulce chocolate del ChocoMuseo —como también se conoce a este lugar—, cocadas de las palenqueras y sus caballitos de papaya, que se encuentran regadas en las esquinas de las murallas con sendas palanganas repletas de bizcochos de colores, a base de coco y otras frutas. La Cartagena dulce incluye también el pionono, esponjoso manjar local de dulce de leche, que se dice sabe mejor junto a la Kola Román, una bebida gaseosa famosísima en la costa Caribe de Colombia.

También hay paletas, de nieve o crema, con cobertura o sin ella. Y hay gelaterías, que hicieron del helado artesanal la mejor moda para paliar el calor de fuego de los días y las noches cartageneras. La más famosa puede que sea Paradiso, con su nombre de clásico italiano y decoración rosada que no deja indiferente a nadie.

Pero si hay un sabor universal en Cartagena es el de la posta, que, de hecho, viene bautizada para que no queden dudas de su origen: posta cartagenera.

No es otra cosa que un corte de res bañado en sirope dulce de panela y las notas amargas de la salsa negra, nunca mejor servido que con arroz de coco y tajadas de plátano o patacones. Limonada o agua de panela como acompañante y el menú será inolvidable, casi de cuento, que solo podría mejorar una cerveza.

Porque para el calor también hay cervezas. Disfrútelas en un rincón del Centro, Donde Fidel, el bar por excelencia de los amantes del género de las Antillas y el Caribe. Saliendo de las murallas, tomando camino hacia Getsemaní, Quiebracanto, en la esquina cartagenera más famosa por fuera de la fortaleza. Para tomar el fruto de la cebada y cantar sones cubanos, cualquier día viene bien. En Cartagena, todos los días son viernes, o sábados, o domingos. No hay lunes, porque allí todo toma una nueva dimensión, un aura diferente, casi cósmica, que inspiró a tantos y tales, y lo sigue haciendo como si apenas hubiera sido descubierta.

En Cartagena hay de todo, nada hace falta. Con sus bicicletas de canastas floridas para darle la vuelta a las murallas, es la niña de los amores de todos. La quiso García Márquez, la amó, y la metió en la más idílica de sus obras: El amor en los tiempos del cólera, hasta hacerla el sueño de quienes, no conociéndola aún, la imaginan con su Portal de los Dulces, los aires señoriales de Fermina Daza y el deseo incontenible de Florentino Ariza.

Es la Cartagena del romance, el baluarte perfecto de la cultura, con sus días de fiesta para celebrar la música clásica, con el festival internacional de cine más antiguo de América Latina, con su Hay Festival importado y adaptado al español, con su calendario movido por su encanto.

La Cartagena de las fotos, donde cada rincón es necesario, porque recuerda cómo sobrevive el mundo cuando se defiende; cómo los tesoros, cuando celosamente se guardan, son más que un recuerdo querido: se mueven con vida propia, a su ritmo, y no pueden ser olvidados jamás.

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