Montreal en cuatro estaciones
Por: Ximena de la Pava
Fotos: Javier Pinzón
Llegué a Montreal bien entrado el mes de septiembre, para cumplir una promesa que había hecho a mi hija varios años antes: si alguna vez íbamos a estar juntas en aquella ciudad, debía ser en otoño.
Ella ya había pasado en esa ciudad todas las estaciones, no en su orden, y no de forma continua, pues debía viajar en diferentes épocas del año debido al programa de doctorado que seguía en la Universidad McGill. Pero desde la primera vez que recorrió en solitario los coloridos senderos de Mount Royal en otoño y se deslizó entre colchones de hojas secas de maple, me hizo prometer que alguna vez seguiríamos esos pasos juntas.
Y septiembre de 2013 fue el momento. Cata y su esposo, Javier, me recogieron en el aeropuerto de Toronto, pues Copa Airlines aún no tenía vuelos directos a Montreal. Y nos quedamos en esa ciudad un par de días para conocerla, antes de recorrer los quinientos kilómetros que separan las dos urbes canadienses.
De Toronto quedó anotado en la libreta el color azul que las fachadas de vidrio dan en el ocaso a los rascacielos, el zumbido de grúas alzando esa urbe hacia el cielo e incluso las chimeneas que al arrojar humo recuerdan el carácter industrial de la ciudad.
Partimos luego hacia la isla Santa Helena (Sainte-Hélène), en la cual se asienta Montreal, conscientes de que este trayecto nos llevaría en muy pocas horas de la Norteamérica angloparlante hacia la francófona: una cuestión que no se reduce solo al idioma sino a un encuentro de culturas e historias yuxtapuestas, entre las cuales el río San Lorenzo marca el límite. Entonces cruzamos el puente para ingresar a este enclave, tan famoso por su lengua y sus costumbres como por la gran acogida que da a inmigrantes del mundo entero; no en vano se han integrado allí 120 distintos grupos culturales.
Al llegar a la isla, muy pronto el turista nota ese carácter dual que hace único a Montreal: porque es francófona, pero más de la mitad de su población también habla inglés y al menos un 25% de esos habla un tercer idioma. Porque es americana, sin duda, pero también conserva un discreto encanto europeo. Porque es antigua en su viejo puerto, pero es tan moderna y vibrante que ha obtenido títulos como el de Ciudad de Diseño la tercera ciudad después de Buenos Aires y Berlín que logró este reconocimiento por parte de la Unesco, precisamente por su personalidad avant-garde, con importantes muestras de diseño moderno, arte y arquitectura.
Mi hija y su esposo vivían en un pequeño apartamento sobre la Avenida du Parc, muy cerca de la universidad, del Mount Royal y del barrio el Plateau, lo cual significaba que podíamos ir a pie para hacer los recorridos más importantes, sin necesidad de usar el carro que habían alquilado solo para atenderme. Pero lo más importante de su ubicación era el balcón del apartamento, desde el cual se pueden presenciar marchas como la del sí o el no a las burkas en el salón de clase ‚Äïun debate profundo en este país distinguido por la apertura cultural‚Äï y desfiles folclóricos o históricos como el de la Amistad Norteamericana, el Día de Canadá o la Fiesta Nacional de Quebec. Por ese balcón desfilan también los diversos colores que caracterizan cada una de las estaciones, tan drásticamente marcadas aquí. Desde ahí se hacían cada mañana, con una camarita común y corriente, las bellas postales de Montreal que nos llegaban mes a mes a través de Facebook.
Llegamos pues a Montreal y Mount Royal era nuestro primer paseo obligado. Cata ama este lugar porque allí podía ir todas las tardes a correr con su perrita y era para ella la mejor oportunidad que tenía de mostrarme el otoño. Y no se equivocaba: el caleidoscopio de colores que muestra la transformación que ocurre año tras año, cuando las hojas dejan de producir clorofila debido a la baja temperatura y los colores diferentes al verde comienzan a relucir, da vida a este paisaje, que desde nuestro lado del mundo solo conocemos en bellos rompecabezas o calendarios de pared.
El cerro que da nombre a la ciudad, ubicado en todo el centro de la urbe, es un complejo de doscientas hectáreas declaradas en reserva, que se levanta en tres picos con poco más de doscientos metros de altura cada uno: Colline de la Croix (Monte Royal), Colline d’Outremont (Monte Murray) y Colline de Westmount. El parque que lo bordea fue diseñado en 1876 por Frederick Law Olmsted, cuando ya era famoso como el mejor arquitecto paisajista de Norteamérica, y llevaba en su hoja de vida nada más ni nada menos que el diseño del Central Park de Nueva York. El lugar aprovecha no solo la orografía de la ciudad, sino también sus estaciones extremas, y por ello tiene infraestructura para deportes al aire libre tanto de invierno como de verano.
Cata comenta que en verano el parque está lleno de gente. En la cima hay personas disfrutando de la vista del lago de los castores, haciendo picnic bajo los árboles de maple o contemplando el panorama de la ciudad desde la Mansión Smith, un patrimonio arquitectónico que data de 1858 y es punto de referencia dentro del parque. Por los senderos bajan bicicletas y maratones de niños corredores, y por las escaleras fluyen ríos de gente que se ejercitan. En la parte de abajo, cuando el dosel de los senderos se abre un poco y ya se escucha a lo lejos el tráfico de la Avenida du Parc también se empiezan a escuchan los tambores del tam-tams, un tradicional y divertido encuentro de tambores donde algunos tocan y otros bailan alegremente ritmos libres. También el campo de batalla se llena de polvo cuando niños, jóvenes y adultos vestidos de guerreros y armados con mazos, espadas y escudos de cartón se enfrentan en una escena digna de cualquier tira cómica. Luego de tanta actividad, viene el color del otoño que estamos presenciando.
Nuestra segunda caminata fue por el Plateau Mont-Royal, su barrio, situado cerca del centro de la ciudad y a corta distancia de Mc Gill. El Plateau tiene fama de ser la zona más densamente poblada de Canadá, pues en este extenso país principalmente silvestre, es raro un lugar donde habitan más de cien mil personas en ocho kilómetros cuadrados. El barrio surgió en 1792, cuando por decreto se estableció que la ciudad debía crecer más allá de sus fortificaciones coloniales y el nuevo límite se extendió dos kilómetros.
Desde los años 80, el barrio comenzó a adquirir un aurea bohemia, atrayendo artistas, galeristas y chefs, quienes han abierto locales especializados. Esto, sumado a su cercanía a la universidad le ha dado valor, y hoy es un sitio vibrante con restaurantes de alta calidad y tiendas de moda, especialmente a lo largo del Saint-Laurent Boulevard y la rue Saint Denis. Caminamos por la calle Prince Arthur, que mi hija recorría a diario en bicicleta, y mientras me detuve a tomar una foto acá y otra allá de las escaleras exteriores, que hacen parte de las fachadas de las casas, o de las bellas plantas trepadoras que con sus colores de otoño dan vida a las paredes de piedra y ladrillo, Cata nos contaba de las encantadoras cafeterías de herencia francesa, en donde degusta sus deliciosos croissants con chispitas de chocolate. De hecho, algunos locales del barrio son verdaderas instituciones como, por ejemplo, el Schwartz’s Montreal Hebrew Delicatessen, que desde 1928 está haciendo famosos los sándwiches de carne ahumada al estilo de Montreal.
En Park Avenue son famosas también varias panaderías de la comunidad greco-canadiense, enriquecidas ahora con las comunidades vietnamita y portuguesa (esta última es tan numerosa que ya creó la Little Portugal). Así, entre cuento y cuento, llegamos a McGill, una de las cuatro universidades de la ciudad y la se mayor relevancia universal. Fue fundada en 1821 y tiene más de una docena de bellos edificios en los que se alterna el estilo gótico y el moderno. Catalogada entre las mejores universidades del mundo, tiene en su haber nueve premios Nobel. Visitamos el laboratorio donde Cata realiza su investigación, que comparte con jóvenes de sitios tan diversos como Jordania, Corea o México. Nos comenta que la universidad ofrece a diario interesantes charlas con personajes a escala mundial, algunos de ellos premios Nobel, y nos confiesa que uno de los secretos mejor guardados de Montreal son los conciertos en la Facultad de Música, tan bellos como el mismo edificio en donde opera.
El siguiente punto a visitar es la Ciudad Vieja, construida dentro de las fortificaciones coloniales que fueron derribadas hace ya varios años. Este sí que es el París americano: sinuosas calles estrechas, edificios antiguos con los típicos tejados franceses (aquí, color metálico) y sus características mansardas, plazas plenas de paisajismo y actividad, cafés que aún entrado el otoño tienen sus mesas al aire libre, bistrós de exquisita comida, sofisticadas pastelerías e incluso artistas callejeros al mejor estilo de Montmartre, permiten disfrutar de la Place d’Armes y la Place Jacques Cartier. Por esta época del año aún se siente vida, pero me dicen que es en verano cuando el centro bulle de actividad.
Una de las visitas infaltables en el viejo Montreal es el antiguo mercado: el Marché Bonsecours, inaugurado en 1847, que es reconocido como uno de los diez mejores edificios del patrimonio de Canadá y, sin embargo, hoy es un maravilloso centro comercial especial para admirar artesanías, modas, accesorios, joyería, artículos de diseño, muebles y mucho más.
Desde afuera el edificio ofrece una bella postal con el río San Lorenzo deslizándose a sus pies. Es el momento de pasar hacia el viejo puerto y visitar el antiguo velódromo, construido en 1976 para los Juegos Olímpicos de Montreal, que cayó prácticamente en desuso después de las justas hasta que Pierre Bourque, director del Jardín Botánico de Montreal, tuvo la idea de transformarlo en Biodôme. Allí, cuatro ecosistemas del continente conviven bajo un mismo techo: los polos norte y sur, la selva amazónica, el golfo de San Lorenzo y el bosque mixto propio de Quebec. Este es uno de los cuatro museos naturales de la ciudad. Muy cerca del Estadio Olímpico también se halla el Jardín Botánico, que ha sido comparado con el Real Jardín Botánico de Kew, en Inglaterra. Es Sitio Histórico Nacional y cuenta con 190.000 plantas, 24.000 de las cuales están en los diez invernaderos y las demás están al aire libre.
Un lugar imperdible de Montreal que transporta al visitante a París, mucho más allá que el idioma francés o las crepes que se ofrecen en cualquier esquina, es la Basílica de Notre-Dame. Aunque su construcción comenzó en 1672, la que vemos ahora fue inaugurada en 1829, fiel al estilo gótico que evoca su parentesco con la famosa iglesia parisina construida varios siglos antes.
El otoño en Montreal está lleno de opciones. Salir a recoger manzanas al Parque Mont Saint-Bruno es muy popular, tanto como la exposición de linternas del Jardín Chino. También es posible disfrutar los preparativos del Halloween, que se adelantan bastante gracias a la cosecha de las enormes calabazas anaranjadas que por esos días adornan mercados públicos y tiendas. Todo está lleno de color y alegría; sin embargo, poco a poco los días se van haciendo más cortos, el sol se asoma cada vez más tímido y los árboles terminan por perder sus hojas: son los antecedentes del largo invierno que se avecina.
Es la hora de recordar que debajo de Montreal hay otra ciudad completa, en donde un laberinto de túneles, supermercados, centros comerciales, restaurantes y tiendas permiten llevar la vida de forma normal, incluso en chanclas y mangas de camisa, mientras arriba la temperatura puede bajar a -30 ºC. Es la forma de sobrevivir solo para los días más fríos, pues cuando la temperatura es “apenas de -10 ºC”, los deportes de nieve están a la orden del día y las postales de Navidad ocupan ventanas como las de mi hija en el Plateau. Pronto vendrá el colorido inmenso de las flores, especialmente de los tulipanes, que en un abrir y cerrar de ojos invaden bulevares, jardines y parques públicos cuando se declara de manera oficial la llegada de la primavera. Después, los colores son remplazados por el verde intenso del verano, cuando la gente se volca enloquecida a plazas y parques en un derroche de alegría y arte espontáneo. Los festivales están a la orden del día y el tam tams de los tambores resuena, para cerrar el ciclo después con el colorido interminable de Mount Royal en otoño, la foto de calendario preferida que ahora ocupa un espacio inmenso en mi casa.