Somuncurá: Meseta Infinita un recorrido posible
Texto y fotos: Mariana Lafont
Trescientos cincuenta kilómetros (de ripio y por la Ruta Nacional 23) separan a Bariloche de Los Menucos, en el centro de la provincia de Río Negro y en plena Patagonia. Esta pequeña localidad es una de las zonas menos pobladas y desarrolladas de la provincia. La RN 23 cruza la estepa, paralela al Tren Patagónico que une la cordillera y el mar. En 1908 se dispuso la construcción de este ferrocarril, crucial para el desarrollo local y junto al cual surgieron los pueblos-estaciones. Pero el tren solo llegó a Bariloche en 1934.
Los Menucos es un prolijo pueblo de canteristas al pie de la Meseta de Somuncurá, vocablo que significa “piedra que suena o habla” en mapuche (por el sonido que hacen las rocas y el viento). Aquí hay pequeños y medianos criadores de ovejas que, debido a la crisis lanera, formaron el grupo Meseta Infinita, que se dedica al turismo rural y promueve el interés por esta zona rica en fósiles de reptiles de hace 140 millones de años y árboles petrificados prueba de que Patagonia fue alguna vez una gran selva tropical y además rescata tradiciones ancestrales como el hilado de lana.
Hilado ancestral
La Cooperativa Gente de Sumuncurá (con “u”, al ser voz mapuche) es un grupo de artesanas de pequeñas localidades de la estepa que trabajan cooperativamente la lana. El proyecto surgió en 2002 por la falta de trabajo para los pobladores de los parajes de la zona. La cooperativa fortalece las fuentes laborales existentes, creando emprendimientos relacionados con productos del campo y buscando vías de comercialización. También recupera prácticas artesanales que se estaban perdiendo y que son parte de la cultura de los pueblos originarios como el hilado, el teñido y el tejido de lana de ovejas, cabras y guanacos que pueblan la meseta. Todo lo producido se hace en forma íntegramente artesanal. Además de reforzar la identidad, Sumuncurá le ha dado a la mujer un rol más activo en la economía familiar y hoy son unas 120 socias. Además de dar talleres, la cooperativa vende sus productos en un local en Los Menucos y en el Mercado de la Estepa en Bariloche.
En el local nos esperaban Martina, Elena y Nelly, cada una con su especialidad. Martina es hilandera y nos mostró cómo, con suma paciencia, se hace el hilado con el método tradicional del huso, un palito encerado de cuarenta centímetros con un peso en la base (tortera). El palo se hace rotar como un trompo contra la pierna o con la mano para convertir la fibra en hilo de lana. Luego nos mostró cómo se usa la rueca, herramienta con una rueda (accionada moviendo un pedal) que hace girar un carretel para hilvanar el hilo de lana. Tan minucioso es este proceso que se tarda una o dos semanas para obtener un kilo de lana. También experimentó con fibra de guanaco, tan fina y delicada que requiere gran habilidad para trabajarla. Esta parte del proceso es fundamental, ya que todos los tejidos se hacen con lana hilada a mano de la propia cooperativa.
Elena nos mostró su asombrosa agilidad en el telar mapuche, tanta que nos costaba seguir con la mirada el rápido movimiento de sus dedos acomodando hilos. El telar se prepara según la medida del tejido, se arma con palos verticales y transversales y se coloca la lana (que luego va pasando de derecha a izquierda y de izquierda a derecha). El tejido puede ser liso o con dibujos, que no son mera decoración sino que tienen significados y hasta cuentan historias. Por último, Nelly exhibió ovillos teñidos naturalmente por ella con michay, cáscara de nuez, cebolla y yerba mate, aunque también teje crochet y con agujas. Si bien el tejido con palillos es una práctica muy difundida en todo el país, en la cooperativa buscan un equilibrio entre la practicidad de las prendas y lo tradicional de los diseños mapuches y tehuelches.
Choiques y guanacos
La Caledonia es una estancia que ofrece varios atractivos, en un entorno de pórfido rojizo y cuevas. Miguel Laurienti nos mostró una de ellas donde había grecas (pinturas rupestres con motivos geométricos) de tonos rojos y ocres. Desde la cueva se veía el casco rodeado de álamos y, a lo lejos, algunos chenques (enterratorios tehuelches que semejan una pila de rocas). Pero el plato fuerte de la estancia es un interesante criadero de choiques (ñandú petiso). En octubre las hembras ponen entre 25 y 30 huevos (que pesan unos 600 gramos cada uno), el macho los incuba cuarenta días y, al nacer, los charitos (las crías) pesan 400 gramos. En un rincón del corral había un nido con varios huevos color verde claro, listos para ser incubados. Una vez en la jaula Miguel se acercó a estas simpáticas y veloces aves y les dio hojas para comer de su mano. Luego visitamos el galpón de esquila donde había un gran cordero listo para ser esquilado (tanta lana tenía que no se le veían los ojos). Finalmente volvimos a la casa y las mujeres nos esperaban con unos fideos caseros, recién amasados, y con estofado.
Para ver guanacos “el lugar” es la Estancia Chacay, de David Garrido. Históricamente el guanaco fue visto como competidor de la oveja, pero en el Chacay nunca los mataron; de hecho, si uno sale de la estancia no ve un solo guanaco. Hoy hay casi 4.000 ejemplares junto a unas 9.000 ovejas. Este animal está en peligro de extinción y Argentina alberga, de Puna a Patagonia, el 95% de la población mundial. Con la crisis de la lana, en 1995, David decidió producir lana de guanaco, pero protegiendo a este camélido sudamericano. El vellón de guanaco tiene pelos (de poco valor comercial) y una cobertura baja de fibra muy fina. La esquila se hace cada dos años (en octubre o noviembre) y se obtienen unos 500 gramos de fibra por animal. Lo más novedoso del Chacay es que hace esquila de animales silvestres (no de criadero). Para el arreo (a caballo, en moto y a pie) hicieron “mangas” de varios kilómetros, a las que adosaron telas especiales para que los guanacos vayan a un corral tapizado con alfombras, evitando dañarlos. También diseñaron un volteador para trasladar al animal en una camilla horizontal hasta la mesa de esquila (que tiene la forma del guanaco y facilita la tarea del esquilador).
La Meseta
Al día siguiente fuimos a Somuncurá, vastísima altiplanicie basáltica de 27.000 kilómetros cuadrados sin pueblos ni rutas pero muy valiosa, pues abarca tres eras geológicas: Precámbrico, Terciario y Cuaternario. En su áspera superficie hay rastros de bocas volcánicas y oquedades que se llenaron con agua de lluvia y formaron trescientas lagunas. En tiempos remotos la meseta fue cubierta varias veces por el mar y hasta hoy se hallan restos de bivalbos y fauna marina. Una vez allí noté que no hallaba punto de referencia en el horizonte y sentí que había llegado a “la nada”.
Luego de largas horas en camioneta llegamos a lo de Eusebio Calfuquir. El rancho estaba en un bajo protegido de los vientos próximo a una laguna seca. El agua es un elemento muy escaso aquí y se obtiene de un jagüel (pozo o zanja que recibe y conserva el agua de lluvia o de una vertiente natural). Eusebio, de 59 años, tiene la piel curtida y nació en la meseta. Aquí vivió toda su vida hasta que se mudaron a Los Menucos para que los hijos estudiaran. Pero siempre viene al campo y dice: “Me gusta la libertad que hay acá, poder salir a caminar, dejar la puerta abierta. Estoy tranquilo”.
Cerca del fogón almorzamos un buen cordero al asador y por la tarde fuimos a la Laguna Grande, a dos kilómetros y medio. En el camino Eusebio contaba que “la gente antes se reunía más en la meseta, ya que había más familias viviendo aquí arriba. Hoy no nos vemos mucho, salvo que haya una junta de ovejas o una señalada”. De todos modos el vecino más cercano está a dos kilómetros. Contemplamos la laguna con gallaretas, garzas, cisnes de cuello negro y flamencos. Al volver escuchamos mitos de la meseta como “la piedra rodadora”, una piedra que rueda, deja rastro y al que la encuentra le da cosas pero también le quita, porque es una piedra del diablo. El día voló y al bajar de Somuncurá recordé algo que había leído y que refleja bien la realidad de este lugar único: “Los hombres y mujeres de la meseta vivieron y viven la meseta y forman parte de su paisaje. Se adaptaron a ella sin modificarla. Se acomodaron a lo que ofrecía el espacio”.