Manos que crean
Por: Ximena de la Pava
Fotos: Luis Eduardo Guillén y Carlos Gómez
La carretera circunvalar que bordea a Penonomé es una suerte de panorámica que va exhibiendo uno a uno la serie de cerros que bordean a Coclé, con sus cimas redondeadas o cortadas a pico. Hoy ascendemos hacia la vereda de Membrillo, donde nos espera Alfonso Martínez. Hace unos días, en el Mercado Artesanal de Panamá Viejo, prometió llevarnos a la única mina de piedra jabón que hay en Panamá, y hoy va a honrar su palabra.
La piedra jabón o piedra belmont, también llamada esteatita, es un mineral formado por capas de sedimentos volcánicos que sufren una metamorfosis por el calor, los agentes químicos y la presión. El resultado es una piedra vistosa, de colores variados, con una tez surcada de venas y adornada con curiosos diseños que, pese a su casual conformación, puede incluso tomar formas geométricas.
Ahora vamos Luis y yo, montaña arriba, intentando adivinar si estos serán los cerros La Vieja y El Viejo o más bien el Chichibalí y el Picacho, mientras la lluvia amenaza y tememos perder el viaje, cuando al fin divisamos la escuela y, bajo el alero, a un impaciente Martínez. Sube al auto y nos indica el desvío, para llevarnos hasta su comunidad. Al acabar el camino, estacionamos a la vera y continuamos a pie por un sendero que alguna vez fue trocha y que hoy la comunidad utiliza para desarrollar un programa de turismo rural.
Nos cuenta que la mina fue descubierta, en la década de los años 50, por Lorenzo Martínez (quien, según cree, es su pariente) cuando se topó con una piedra colorida, tan suave al tacto que le pareció adecuada para tallarla. No imaginaba aquel primer Martínez que había descubierto una veta de la misma piedra que labraron los egipcios hace milenios y que es muy popular en África, pues se le adjudican propiedades curativas y espirituales. Es una piedra suave, conformada de talco, que se deja tallar con un cuchillo, tan fácil como si se estuviera tallando una yuca. El pionero tampoco sospechó que, medio siglo después, esa tradición que él comenzó sustentaría por lo menos a setenta de las noventa familias que conforman hoy la que fue su vereda.
Pronto llegamos a casa de nuestro Martínez, en medio de una reserva forestal y casi a las puertas de la mina, donde nos espera Sixto, su hermano. A partir de este momento la entrevista se hará a dos voces pues todas las preguntas las responderán al unísono. Sixto recoge la herramienta: coba, machete, cincel, cuchillo y lima, mientras se cuelga a la espalda un canasto tejido en palma de bellota, y seguimos el camino por la orilla del río atravesándolo a veces y bordeándolo la mayoría, cuando de repente Sixto se detiene y comienza a golpear con la pica una piedra bajo el agua transparente. “¡Mire, mire aquí!”, exclama, y vemos cómo la piedra se va desnudando para dejar al descubierto su corazón color bermejo.
Cuando el volcán explotó, hace cientos de años, lanzó piedras de diferentes clases y colores, que se amalgamaron por la presión hasta conformar estas piezas únicas. Los talladores deben penetrar a la mina —pues no toda la piedra está a la orilla del río como la que estamos viendo—, golpear con pica y machete, cargar las piedras en su canasto, bajar a casa a terminar la labor y desandar con sus tallas a la espalda el sendero que hicimos por la mañana, para ir a vender sus trabajos. Es un trabajo de hombres.
No sabemos por qué tallan elefantes, quizá porque pueblos hermanados por la piedra jabón, en otras coordenadas del planeta, lo hacen; pero los de Membrillo también tallan iguanas, tucanes, tortugas y sapos, animales más propios de este entorno tropical. ¿Es la forma de la piedra la que los inspira? pregunto, y ellos contestan que no, que la inspiración sale de adentro, del corazón. Sin embargo, veo como Sixto manosea la pieza una y otra vez y de repente, como si fuera un conjuro, dice que de esta piedra puede salir un gallo, “sí, un gallo”, confirma. Pienso más bien que la decisión la acordaron en conjunto la piedra y el artesano.
Talladores ancestrales
Sin embargo, la piedra no es el único elemento que se talla en Panamá. A unos 600 kilómetros de Penonomé, en medio de la selva más húmeda del planeta, con un dosel de árboles tan espeso que se conoce como el “Tapón del Darién”, el pueblo wounaan conoce desde tiempos inmemoriales la madera preciosa del cocobolo.
Esta madera, curiosamente más dura que la piedra jabón, ofrece como su principal valor su color natural, que puede variar de un amarillo dorado al rojo, pasando por marrón y negro, dependiendo, dicen, de la época en que el árbol fue cortado.
El día que conocimos a Martínez en el Mercado Artesanal de Panamá Viejo, gracias a una invitación de Damaris Delgado, directora general de Artesanías Nacionales, también nos presentaron a Celia, que viene de Vista Alegre, una comunidad a ocho horas río arriba de La Palma, en Darién, y a Augusto Flaflor, que estaba allí representando a la Cooperativa de Artesanos del río Tapetuira; es decir, de adentro de la manigua.
Los wounaan tallan también la semilla de tagua, y son tan diestros que hacen verdaderas maravillas en miniatura. La tagua es la semilla de una palmera, que puede ser ingerida por los seres humanos y es alimento para muchos animales de la selva. Las semillas son recolectadas sin hacerle daño a la planta y se ponen a secar hasta obtener el grado de dureza que se requiere. Es tan fina que se conoce como marfil vegetal y su popularización ha ayudado a la preservación de los elefantes, al proporcionar un sustituto sostenible a los cotizados colmillos.
Los wounaan comparten territorio con los emberá; y aunque para los citadinos sea difícil distinguir cuál es cuál, ellos lo tienen muy claro. Al parecer, históricamente los wounaan eran talladores, y los emberá, tejedores. Lo cierto es que en ambas comunidades producen otra joya de gran valor artístico: las cestas tejidas en palma de chunga. Esta es una labor femenina que comienza con la cosecha de la chunga en plena selva, adonde van las mujeres en grupo; sigue con la búsqueda de semillas y raíces para extraer las tinturas y, luego, mediante un largo y arduo proceso, continúa con la extracción de la fibra, el secado y el tinturado. “Cada cesta”, explica Celia, “es una obra de arte única, ya que sus diseños jamás son iguales”. Algunas de estas cestas, tan tupidas que pueden transportar agua, pueden llegar a valer cientos de dólares.
Las famosas molas
Si hay una artesanía panameña que le haya dado la vuelta al mundo, hasta lograr convertirse en ícono, es la mola, cosida en tela en las maravillosas islas coralinas de Kuna Yala, al nororiente del país.
Aunque hoy son verdaderas expertas en el arte de coser, en tiempos precolombinos las mujeres kunas pintaban las molas sobre su cuerpo, según contó al mundo el médico galés Lionel Wafer, quien llegó a Kuna Yala a bordo de barcos piratas y habitó cuatro años allí. Al parecer por influencia de los misioneros, las mujeres dejaron de pintarse y trasladaron sus obras de arte a la tela, para vestirse.
En el mercado de Panamá la Vieja encontramos a Ceida Vega, de la isla Mamitup. Ella no habla castellano y debemos buscar a su vecina para que nos traduzca lo que queremos saber. Se dice que las molas representan la forma como las mujeres kunas ven el mundo. Los laberintos muestran el camino hacia Dios y las simetrías o repeticiones “en el espejo” simbolizan la dualidad de la vida. Ceida nos explica que aquello es la nariguera y la otra son las maracas que acompañan a la mujer desde el día que nace hasta que muere. Es un arte más abstracto que figurativo y representa la mágica cosmovisión kuna.
Al occidente del país, justo en la frontera con Costa Rica, habita otra etnia de costureras. Las mujeres ngabe-buglé están haciendo de su atuendo típico una verdadera moda en Panamá, ya que sus nawas y sus estilizados collares tejidos con chaquiras se están usando en la ciudad y en la playa.
Y otra historia se cose en el interior del país. Catalogado como uno de los trajes folclóricos más bellos del mundo, la pollera —heredada del vestido montuno de las españolas— es una institución y un orgullo de la mujer panameña. Tras ella sobrevive una larga cadena de oficios tradicionales, incluyendo orfebres, tejedores de encaje, de mundillos, caladoras, costureras y “armadoras”.
La lista de artesanías panameñas no tiene fin. Por ejemplo, en Coclé se teje en palma de bellota el famoso sombrero pintado. En Portobelo hacen pinturas con espejos y otros aditamentos y pintan las cajas musicales con colores vivos. En Isla Gobernadora, en el Pacífico, tres talleres de artesanos hacen bellos adornos para la casa con la penca de la palma de coco. En Panamá la Vieja, Misael Atlas hace figuras de monos, reptiles y perezosos con el coco mismo con el cual ha ganado premios. En las fiestas tradicionales se elaboran máscaras de diablos, en cuya luminosidad compiten diablicos sucios y diablicos limpios. Y manos panameñas convierten en piezas únicas las prendas de vestir: guayaberas, chácaras y cutarras.
Y lo que faltaba: personajes como Miriam de Espinoza, descendiente directa del pueblo emberá, y Jackdielitza Huertas, de la noble ciudad blanca de Las Tablas, están haciendo modernas piezas de diseño con las tradicionales chaquiras indígenas y los muy sofisticados tembleques de la pollera tradicional. Ellas están liderando el salto al futuro, garantizando así que estas técnicas ancestrales sigan vigentes en objetos de consumo para la vida moderna.