fbpx
PersonajesLa noche musical de Chabuco

La noche musical de Chabuco

Por: Iván Beltrán Castillo
Fotos: Lisa Palomino

En la alta noche, cuando se silencia el caudal de la cotidianidad, el artista siente que le adviene una suerte de big bang creativo. Dice que es como si una horda de emociones estallara en su imaginación o como si una caravana de voces, recuerdos, latencias y melodías se le impusiera más allá de cualquier razón. Algo en él adquiere gracia y liviandad, hasta el extremo de que a veces, ya metido en su cama para dormir, una voz misteriosa, indescriptible y suave lo obliga a saltar como un relámpago y regresar al trabajo.

Siempre ha sido así. Desde que, siendo apenas un niño, se dio cuenta de que estaba destinado al arte y a la inasible felicidad de la música. Se llama José Darío Martínez, aunque ahora todo el mundo lo conoce en Estados Unidos, España y Latinoamérica‚ con el nombre de Chabuco. Su reciente trabajo discográfico, De ida y vuelta, ha generado una legión de seguidores, algunos tan entusiastas como para ponerlo entre los mejores intérpretes colombianos de todos los tiempos, aunque no faltan los escépticos.

“He creído que el vallenato es dúctil, flexible, lleno de posibilidades que ni siquiera sospechábamos, y que sus creadores tienen la obligación de animarlo sin pausa para que nunca muera ni sea tiranizado por la decadencia. Por eso, desde que llegué a Bogotá me empeñé en buscarle alianzas, matrimonios inesperados, mixturas fulminantes. Mi oído me incitaba a una exploración constante. Para mi sorpresa, los trabajos que nacieron de aquellas experiencias contaron con el favor del público, incluidos los grandes maestros del género, por lo general estrictos y puristas. A lo mío no le llamo fusión sino encuentro”, dice mientras repasa el jubiloso periplo de sus últimos años.

Aromas memoriosos

La historia empezó en Valledupar, mítica morada de los grandes gestores del vallenato, expresión lírica de los pueblos, valles, caseríos, laderas y ciudades de la costa Atlántica colombiana, traspasada de mitos, recuerdos, personajes legendarios, ingeniosa picardía y, sobre todo, amores que encuentran su poético espejo en los ríos, árboles, pájaros, serranías, montes y el gran teatro lírico de la naturaleza.

“Recuerdo, en medio de las brumas de la infancia, las enormes y desaforadas parrandas que tenían lugar en mi casa. No me cabe duda de que fue en ellas donde se forjó completa mi identidad artística. Aquella era la morada de la celebración, y mi padre, Hugues Martínez, el gran maestro de ceremonias. Siempre fue el guitarrista de los legendarios hermanos Zuleta y su gran regocijo era conducir la francachela insomne. Vi en acción durante aquellas tempestuosas noches de nunca acabar a Diomedes Díaz, Colacho Mendoza, Gustavo Gutiérrez, Jaime Molina, Carlos Huertas y Rafael Escalona”.

“Yo era partícipe de un pequeño olimpo al alcance de la mano; miembro de número de verdaderas cumbres artísticas, aderezadas con deleitoso ron, diluvios de buen whisky y opíparas comilonas. El vallenato se fue metiendo entonces a mis pulsaciones, fue mi método y mi modo de entender y visualizar el mundo”, evoca y aún le parece ser el pequeño que, sin levantarse un metro del suelo, acostumbraba unirse a los coros de las canciones.

Los escenarios donde el pequeño Chabuco deambuló en sus años infantiles quedaron también eternizados en su memoria poética y afirma que de cada uno de ellos le donó un regalo inmaterial: La Junta, Villanueva, San Juan del César, Patillal, La Paz, La Jagua, Urumita, El Molino, Perijá… Nombres que ahora tienen para él una importancia capital. Chabuco puede hacer eruditas disquisiciones sobre la forma de ser, amar, poetizar y morir de los habitantes de cada porción de su tierra; decretar por qué eligen sus temas y hasta intentar hacer una sapiente radiografía de su espíritu juglaresco.

Confiesa que fue un mal estudiante, apenas tolerado por las directivas y los profesores de los colegios a la hora de fiestas, celebraciones, fechas conmemorativas, izadas de bandera, bailes y desfiles. Compensaba su ineptitud académica con la gracia de sus melodías y una indudable simpatía escénica. Era el artista de cada colegio de la sabana, Valledupar y Barranquilla (“recorrí casi todos sin pena ni gloria”) y esto lo salvaba de ser considerado un badulaque silvestre.

La infructífera etapa de danzar por los colegios de la costa llegó a su fin, y Chabuco optó por serle completamente fiel a su obcecada fijación musical. Pensaba que un hombre tiene derecho a perseguir aquello que le fue legado por la providencia y labrarse un destino a la medida de su ser esencial. Entonces, un día de 1993, llegó a la tempestuosa y prometedora Bogotá encaramado en un bus. Sería el inicio de una faena llena de momentos dramáticos, en la que pudo enterarse de que sin una fe a prueba de cataclismos y desesperación ningún artista llega a la meta ni abre las puertas de la gran ciudad y, mucho menos, las de la utopía.

Al principio vivía en una casa desapacible al sur de la ciudad. Era de un amigo compositor y en ella había instalado estudios de grabación, equipos y aparatos destinados a producir novísima música vallenata. Dormían en camas rechinantes e incómodas y la atmósfera general era opalina y fastidiosa. Los días rodaban sin que se produjera el milagro de encontrar cómplices en el camino.

Fueron los tiempos de las vacas flaquísimas en los que pudo percatarse de la felonía que existe en el mundo discográfico latinoamericano, las reglas de juego inclementes que algunos productores y hacedores de música practican y la dictadura de unos ritmos como el reggaetón, que colman los horarios de las emisoras radiales y la necesidad de arte del público adocenado.

“Yo estudiaba teatro en la Academia Charlot, del norte bogotano, y hasta llegué a interpretar algunos papeles, pero pronto volví a darme cuenta de que estaba bellamente condenado a la música. Ella es, ni más ni menos, que matemática sensual, y cuando habitas en sus artilugios ya no tienes escapatoria”, bromea Chabuco. “Nunca me quedé solamente con el vallenato”, dice para explicar lo que le sucedió a su estética. “Necesitaba también las expresiones de otros mundos y otras latitudes. Desde muy joven escuchaba a los Rolling Stones, Leonardo Favio, Edith Piaf y, como grandes faros, los artífices del latin jazz. Y, al tiempo que realizaba trabajos rutinarios, me las arreglaba para sacarle tiempo a la creación. Así, me habitué a la lírica y plenitud de la noche”.

Chabuco hizo su “servicio militar” en los bares bogotanos, algunos de los cuales se han transformado en semilleros de escondidos geniecillos; pero sabe que ese período debe ser limitado a riesgo de que el artista se pierda en la viscosidad y nadería de la noche urbana. él, por el contrario, trabajó de modo pertinaz, y así aparecieron sus álbumes Nació mi poesía (2008), Clásicos café la bolsa (2010), Morirme de amor (2012) y, colofón inquietante y gran puerta al reconocimiento, De ida y vuelta (2013).

Un antiguo lamento

Chabuco viajó por primera vez a Europa en 1999, con la intención de estudiar música y conocer las nuevas tendencias y propuestas vanguardistas que fertilizan la tierra europea. Estuvo en Bruselas, Estocolmo, ámsterdam y Berlín, y asegura que fue una experiencia radical.

“El contacto con el mundo hace que te percates de que todos los hombres, en esencia, tienen una desaforada sed de comunicación, un ansia por expresar sus penas y luminosos instantes, sus fechas aciagas y gloriosas. Que todos son iguales, en suma, y que en el diálogo entre ellos laten las más bellas posibilidades”.

Volvió muchas veces a Europa, ya armado con sus primeros trabajos, en los que indagaba sobre la posible unión del vallenato con el latin jazz. Y una noche en Madrid, en una fiesta gitana, se le ocurrió intentar la fusión del vallenato con el cante jondo y los rituales del flamenco.

“Estaba en casa de Carmona, uno de los integrantes del emblemático Ketama, y mientras discurría, gozosa, una fiesta flamenca, de aquellas en las que toda la memoria y la herida de un pueblo parecen conjuntarse, empecé a soñar con la unión del flamenco y el vallenato. Algo hay, me dije, en estos lamentos antiquísimos de un pueblo herido por la historia, pero siempre pleno de magia y sensualidad, que está muy próximo a los juglares y versificadores vallenatos. Una especie de fuerza que conminaba a emprender la aventura. De allí en adelante, para mí todo fue como una larga, maravillosa y fructífera noche de creación”.

El presentimiento era legítimo. El trabajo De ida y vuelta, distribuido en un lance genial y revolucionario por el mayor periódico colombiano, distribuyó en un día 450.000 copias, logrando un disco de diamante para su bulería vallenata.

“Estoy muy feliz”, afirma Chabuco, quien se dispone a iniciar la más universal y significativa de sus giras. “Pero me parece natural… la música es como una mujer: te da de lo que le das, te devuelve el tiempo y el cariño que pusiste en ella”.

aa