Guyana: viaje al Rupununi
Por Juan Abelardo Carles
Fotos: Carlos E. Gómez
Si hay un elemento que puede caracterizar completamente a Guyana, uno de los destinos incorporados durante 2014 a la red de Copa Airlines, es la sorpresa. Así pues, cualquiera que haya llegado a Georgetown, la capital, y andado por las costas y las tierras vecinas a las desembocaduras de los muchos ríos que dan su nombre al país (Guyana significa “tierra de muchas aguas”), pensaría que semejante vergel tropical se remonta, allende el horizonte, hasta cubrir cada palmo de los casi 197.000 kilómetros cuadrados que tiene esta república suramericana.
Pero no es así: si salimos de la capital guyanesa en avioneta y enfilamos hacia el sur del país, habrá pasado poco más de una hora de vuelo para que veamos bajo nosotros cómo la selva lluviosa choca sin la mínima transición con una interminable sabana tropical. A esta tierra que sobrevolamos se le ha llamado Rupununi, una voz que suena misteriosa y que va de la mano con su antigüedad. Estos suelos guarnecen al Macizo Guayanés, viejo y gastado espolón con el que el subcontinente suramericano asomó sobre el océano, por primera vez, en los albores del Precámbrico, hace casi 4.500 millones de años.
El extenso Rupununi se divide en una zona boscosa al norte y una extensa sabana al sur. Annai ‚Äïpoblado asentado en las riberas del río homónimo, casi a la mitad entre la frontera del bosque y los montes Kanuku‚Äï es un buen punto para iniciar la exploración de la región, a la vez que se experimenta el simple y grato estilo de vida de una finca sabanera. Un ejemplo de ello es el Rock View Lodge, que reproduce el concepto de fazenda (hacienda) brasileña, pero con un acento guyanés.
En este tipo de alojamientos, las nuevas experiencias pueden comenzar incluso desde el desayuno, pues ponen a tu disposición jaleas hechas con frutos de la sabana tropical, por no hablar de los quesos frescos y la leche agria, tan comunes al paladar del guyanés y tan extraños al nuestro. El silencio permanente, interrumpido ocasionalmente por el canto de las aves o por corales de algunos insectos, invita a recostarse en una hamaca, con el libro favorito, y abandonarse al descanso. Además, la finca produce gran porcentaje de lo que consume y es posible pasear por los cultivos de hortalizas y verduras, incluso hay una piscifactoría, acompañada en algunos tramos por patos, gallinas y otras aves de corral.
Pero sería un pecado no reconocer la particular flora y fauna de la sabana, algo que puede hacerse con vehículos todo terreno o, mejor aún, cabalgando. La alternancia de soles tórridos y temporadas lluviosas intensas propicia la formación de pequeños oasis anegados en los bajos del terreno, en los que prospera la vida. Allí medran el caimán, el chigüiro y el jabirú. En cambio al yurumí (u oso bandera), gigantesco comedor de hormigas, se lo ve en interminable carrera por los llanos amarronados. Ni hablar de la observación de aves: los alrededores de Annai son hogar de unas 520 especies aladas.
Semejantes perspectivas ya suenan tentadoras; sin embargo, aún hay más. Dejando Annai y tomando hacia el norte por una calzada de arcilla, llegará en tres horas, más o menos, al Centro Internacional para la Conservación y Desarrollo del Bosque Lluvioso de Iwokrama, un albergue y centro de investigaciones en el corazón de la reserva biológica del mismo nombre. El recorrido entre Annai e Iwokrama resucita el concepto clásico de turismo de aventuras. El camino es agreste y pocos minutos después de haber dejado atrás las últimas fincas de Annai, nos encontramos de frente con las huestes verdes de Iwokrama, que parecen lanzar sus ramas como zarpas, en su afán de detenernos (o invitarnos, según el ojo con que se mire). La fauna se asoma furtiva al camino: el chofer del campero que nos lleva dice que avistó un jaguar al amanecer, antes de recogernos, y al cruzar un puente advertimos una familia de nutrias que juega en la corriente bajo el paso. Las guacamayas azules y las pavas cimbas sobrevuelan el dosel a la orilla del camino.
El camino que seguimos cruza el país de norte a sur, desde Georgetown hasta Lethem, ciudad fronteriza con Brasil. La seña de un sendero a la vera de la carretera nos anuncia que por ahí se llega al centro de Iwokrama. Unos minutos más de viaje, y el dosel arbóreo se abre en un prado cuidado que rodea al complejo de investigación y las cabañas de alojamiento. La limonada que nos ofrecen, junto a una toalla helada para refrescar el rostro, la nuca y los brazos, puede considerarse una bienvenida tan gloriosa como la de ángeles a las puertas del Paraíso. No es para menos, pues efectivamente nos encontramos en medio de un jardín del Edén. Iwokrama es un parque protegido, de poco más de 400.000 hectáreas, que Guyana donó a la comunidad internacional para buscar formas responsables de utilizar el bosque lluvioso y enfrentar el cambio climático.
Sherwin Bart y Jerry A-Kum nos ofrecen un recorrido por el complejo. Un equipo científico de la Universidad de Miami (Estados Unidos) se prepara para abandonar Iwokrama, luego de un mes de estudios en la selva, mientras una pareja de turistas recién llegada se va imbuyendo de la tranquilidad del entorno mirando al río Esequibo que, aún joven e impetuoso, pasa junto al recinto antes de ir hacia los llanos del norte y convertirse en el río ancho, aparentemente sereno y majestuoso que muere en el océano Atlántico.
“Desmond Hoyte, presidente de Guyana de 1985 a 1992, tenía el sueño de que nuestro país se convirtiera en un ejemplo para el mundo de cómo se podía alcanzar el desarrollo, conservando el bosque tropical lluvioso. Iwokrama es fruto de ese sueño”, nos explican Bart y A-Kum. La región protegida se divide en una zona exclusiva de preservación y otra en la que se ensayan formas sustentables de explotación de la selva. Las iniciativas incluyen uso comercial de especies maderables selectas, eco-turismo, servicios forestales y manejo de bosques. El modelo de manejo, que incluye asociación del gobierno guyanés, la empresa privada y, muy importante, comunidades locales, es supervisado por una junta de garantes de talla internacional.
La sociedad público-privada es común en varios emprendimientos turísticos del país, y en Iwokrama dicha alianza se hizo con la etnia makushi, originaria de la región. De hecho, la voz “Iwokrama” significa “sitio de refugio” en lenguaje makushi, pues se cree que era aquí donde se concentraban y refugiaban los habitantes de la región cuando los belicosos caribes incursionaban desde sus señoríos costeros, para organizarse y contraatacar. Más del 95% de quienes trabajan en el Lodge son del norte del Rupununi; se entrenan en habilidades de servicio turístico y luego muchos regresan a sus comunidades para emprender sus propios negocios.
Atta Rainforest Lodge es un ejemplo de ello. Dirigido también por los makushi, ofrece una experiencia inimitable en cuanto a contacto con la naturaleza se refiere. Llegamos al anochecer, pues nuestra intención es hacer un recorrido para avistamiento de fauna nocturna y luego seguir hacia el sendero de dosel, donde esperaremos el amanecer. Cenamos junto a una pareja, ella japonesa, él alemán, que destinarán la mañana siguiente al avistamiento de aves, sobre todo del colorido gallo de roca guyanés. La cena, aunque sencilla, se reviste de elegancia y buen gusto por la amabilidad de los anfitriones makushi y por la originalidad y creatividad con la que disponen los platillos, abundantes en frutas y productos del entorno. Una ducha, al final de la velada, bajo el dosel del firmamento, cierra el día con broche de oro.
Nos levantamos hacia las cuatro de la mañana: dos o tres manadas, al parecer, de monos aulladores protagonizan un contrapunto coral para decidir la primacía sobre esta zona de la selva y como preámbulo a los primeros destellos grises del amanecer. Los tenues matices no alcanzan a revelar qué anima otros sonidos ahogados de la selva, mientras caminamos en medio de ella, guiados por el pobre hilo de luz que emana de las linternas eléctricas. La idea de esperar el amanecer en el sendero de dosel es intentar descubrir al águila harpía que, casi siempre, caza al amanecer. No resulta fácil, pues el ave se ubica en el tope de la cadena alimentaria de la selva, y un solo ejemplar puede dominar varios kilómetros cuadrados de bosque para procurarse las presas que la sustentan.
No divisamos a la poderosa rapaz; sin embargo, eso no implica que la madrugada sea en vano. Durante el recorrido, la luz creciente nos va revelando las maravillas de la flora con colores novedosos, por no hablar de fauna, pues vemos oropéndolas y una de las manadas de monos aulladores que probablemente amenizó nuestro despertar. El glorioso amanecer marca la hora de despedirnos: emprendemos el viaje en vehículo todo terreno de vuelta a Annai, y de ahí, en avioneta, hasta Georgetown. Sin embargo, ya en Annai y antes de partir definitivamente, subimos a un peñón inmenso, desde el que puede divisarse la vastedad de esta sabana tropical, incluso más allá (la roca y la vista dan el nombre al alojamiento cercano: Rock View), hasta los montes Pakaraima, que ocultan al norte las míticas cataratas de Kaieteur, a las que también nos proponemos llegar, pero en otra ocasión. Las sorpresas que ofrece Guyana se despliegan como velos: has asimilado una cuando otra te llama a descubrirla. Es una tierra, indiscutiblemente, para la aventura.
Tome nota
Desde Norte, Centro, Suramérica y el Caribe, Copa Airlines ofrece dos vuelos semanales a Georgetown, capital de la República Cooperativa de Guyana, desde el Hub de las Américas, en Ciudad de Panamá (para horarios y días de servicio, consulte www.copaair.com). Desde ahí, es posible llegar al Rupununi en avioneta, en un viaje de poco más de una hora, o bien por carretera, en un trayecto que dura unas doce horas. Información sobre transporte aéreo disponible en www.transguyana.com. Sobre los sitios en los que se alojó el equipo de Panorama de las Américas, hay información disponible en www.rockviewlodge.com, www.iwokrama.org, www.iwokramacanopywalkway.com y www.wilderness-explorers.com