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SuraméricaEcuadorGalápagos bajo el agua: un acuario descomunal

Galápagos bajo el agua: un acuario descomunal

El archipiélago de islas Galápagos es uno de los santuarios de vida submarina más valorados del mundo por buceadores que buscan peces de colores, pero también lobos marinos, tortugas, tiburones martillo, pingüinos y ballenas en un ambiente casi virgen. Buceo inicial y avanzado, o el sencillo esnórquel.

Por Julián Varsavsky

Volamos mil kilómetros mar adentro desde la costa ecuatoriana y, tras la ventanilla del avión, veo la árida isla Baltra con su pista de aterrizaje rodeada por el turquesa del Pacífico. Aterrizamos en islas Galápagos y, en lugar de una exuberancia tropical, hay una planicie desierta de roca rojiza y cactus. Cruzamos en barquito a la isla Santa Cruz y un bus nos lleva hacia el poblado de Puerto Ayora. A lo largo de 45 minutos, el panorama comienza a coincidir con mi imaginario de estas islas, donde Charles Darwin perfiló su teoría de la evolución: a la vera de la ruta hay plantaciones de plátanos mezcladas con palmeras y los primeros galápagos pastando como vacas: las tortugas gigantes viven 150 años.

Me instalo en Puerto Ayora y voy a la calle Darwin, donde están las agencias de buceo. Tengo carnet de buceador de aguas abiertas nivel inicial con certificación PADI: estoy autorizado a bucear hasta 18 metros de profundidad (complejidad media).

Un éxtasis submarino

Tomamos una lancha desde la isla Santa Cruz hacia las islas Seymour, para hacer la primera inmersión con traje de neopreno y tanque de aire. A los 45 minutos nos arrojamos al agua. Tres buceadores y un guía llegamos al fondo en quince minutos. Apoyo mis manos en la blanca arena a 22 metros de profundidad; mi cuerpo se acostumbra a la horizontalidad de la dimensión acuática: no se oye otra cosa que la propia respiración y el burbujeo.

Agito apenas los pies para avanzar como un Supermán en cámara lenta. Al levantar la mirada, distingo la superficie del agua, ese otro cielo debajo del cielo. Los rayos solares entran oblicuos al mar y puedo contarlos uno a uno entre miles de pececitos que, a contraluz, se ven negros. Debajo de mí hay rojas estrellas de mar brillando en el suelo como un tercer cielo.

En la arena veo como una plantación de oscuras salchichas flexibles, erguidas en el fondo al vaivén de la corriente; me acerco, suponiéndolas una colonia vegetal. Estoy a dos metros y comienzan a hundirse en la arena desapareciendo: son anguilas de jardín, dos centenares de serpientes inofensivas que se pasan la vida enterradas aquí como un tallo, asomándose para comer y aparearse. Atravieso el jardín ofidio y al mirar atrás, las veo reaparecer al unísono como burlándose de mí.

Hago un paneo visual por un ambiente luminoso con diez metros de cristalina visibilidad. A la derecha, un cardumen de peces azules con cola amarilla avanza casi al alcance de mi mano. Adelante, otro grupo zigzaguea como mil flechitas plateadas. A la izquierda, a cinco metros, una nube de jureles azules sigue los caprichos de un líder. Y más allá, tres cardúmenes a la deriva; uno de ellos, de la especie ídolo moro, con una aleta superior puntiaguda que duplica en largo la talla del pez: son los de la película Buscando a Nemo.

Un tiburón punta negra pasa a gran velocidad y parte al medio un cardumen, que se reagrupa al instante como si un magnetismo poderoso lo atrajera. Los grupos de peces me rodean como coloridos globos aerostáticos en loca carrera. Me siento un forastero interplanetario atravesando a vuelo rasante un submundo onírico de bestias surrealistas.

Esnórquel en Las Grietas

Durante estas dos semanas concentrado en la vida submarina, dedico cinco jornadas al esnórquel, una actividad sencilla. Mi lugar favorito es Las Grietas —a dos km de Puerto Ayora, en isla Santa Cruz—, hasta donde me acerca una lancha por ochenta centavos de dólar (hay que llevar agua y comida). Me deja cerca de la virginal playa Los Alemanes y camino por un sendero rocoso. Unas veinte iguanas marinas se me cruzan hasta llegar a Las Grietas, donde el terreno se abre a mis pies formando una V: es una fractura kilométrica de ocho metros de ancho donde se filtran aguas subterráneas y marinas creando un curso color turquesa.

Dejo la ropa sobre las rocas para bajar hasta el borde del agua: veo la V de roca sumergirse diez metros de profundidad. No hay nadie y me zambullo, rompiendo el espejo prístino. Me acomodo la máscara. Apenas sumerjo la frente, aparecen cardúmenes plateados y tornasolados. El más colorido es el verdoso pez loro, que nace entre las rocas; de repente, nada hacia mí un endriago con algo de dinosaurio: es una iguana marina de viboreo torpe sumergiéndose a buscar algas.

Danza con lobos

Me mudo a la isla San Cristóbal a explorar el sector sur del archipiélago. Desde allí navego para hacer esnórquel con lobos marinos: al desembarcar en una isla veo sus bulliciosos apostaderos. Por una ensenada de aguas calmas entro caminando al mar. Al rato se acercan lobitos juveniles: sacan la cabeza mirándome con atención y se vuelven a sumergir. Ya en confianza, uno me observa cara a cara a los ojos a través del vidrio. Ellos usan el hocico como nosotros las manos: me mordisquean las aletas. Un lobito decide ser mi amigo: me sigue a todos lados, gira en redondo y desaparece unos segundos. Reaparece por detrás: nadamos en paralelo juntos diez minutos de gloria.

Caminata por los túneles

Al día siguiente partimos en lancha desde la isla Isabela y emergen entre las aguas lo que parecen restos de una muralla zigzagueante de dos metros de alto por ochocientos de largo. Hemos llegado a Los Túneles, una formación que fue lava brotando de las entrañas marinas: a mis espaldas veo los volcanes activos Cerro Azul y Sierra Negra. Flotamos en aguas poco profundas y calmas: bajo la lancha pasan tortugas marinas y miles de peces en carrera de escape y búsqueda.

Desembarcamos a caminar por la saliente rocosa entre dos aguas por las laberínticas formaciones “tubos de lava”, donde descansan tortugas y el pingüino de las Galápagos, el más pequeño que existe. Algunas paredes parecen puentes. Saltamos al agua para hacer esnórquel y el guía señala diez tiburones punta blanca reposando en el lecho marino. Sé que no atacan, pero parto disparado.

Delante de mí pasa un pez bandera con aletas curvadas y puntiagudas, y una paleta de colores en degradé del naranja suave al azul zafiro con puntitos amarillos y una raya blanca; más adelante, un caballito de mar, enroscado a una rama por la cola, huye con su galope erguido. Una tortuga marina de un metro de largo se acerca, da media vuelta y me roza con una pata. Ya he visto tantas que me parecen comunes como palomas. En cambio, un pingüino pasa como torpedo dejando una estela de burbujas.

El guía ordena volver. Es mi último día y quizá nunca regrese: me hago el que no escucha. Y el azar me concede el milagro de la danza amorosa de una pareja de mantas. Aviso al resto y vienen a mirar. Dos ejemplares de un metro y medio de ancho nadan unidos por un costado, hasta que logran acomodarse frente a frente —los cuerpos pegados— y comienza el planeo nupcial oceánico, un metro bajo la superficie. La pareja de amantes voladores aletea trazando círculos en el agua. Giran sobre su eje en tirabuzón y parecen abrazarse. El éxtasis submarino —el nuestro y el de las mantas— dura cinco minutos: se separan de golpe tomando caminos opuestos.

Datos

De julio a diciembre el mar es más movido. Las navegaciones duran hasta una hora y media y conviene llevar medicina contra el mareo. Desde enero a junio la temperatura del agua va de 20 a 24 grados y de julio a diciembre es de 18 a 23 grados.

Cualquier persona puede practicar esnórquel, aunque su viaje no esté orientado al buceo. Quien no esté certificado como buceador puede hacer un bautismo —o varios— hasta los doce metros de profundidad.

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