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ReportajeEl largo vuelo de María José

El largo vuelo de María José

Por Iván Beltrán Castillo
Fotos: Lisa Palomino

Un hombre silente, con los ojos fijos en los árboles, en una banca del Central Park, en Nueva York, es el detonante y la secreta inspiración de esta historia. Estaba circunspecto, casi inmóvil, como si los más graves pensamientos lo ocuparan, y su actitud podría haber parecido una crítica del movimiento, del constante ir y venir de las sociedades modernas, o de esos mecánicos transeúntes neoyorquinos que, a pocos pasos de allí, parecen correr hacia una meta tan codiciada como desconocida.

A prudente distancia, María José Arjona, una mujer muy blanca, delgada y de lentos movimientos, lo miraba intrigada. Una mujer mirando al hombre que mira, como en un cuento de Lewis Carroll. Ella siempre tuvo el ojo lúcido para aislar de la uniformidad lo que le resultara singular, irrepetible, y este personaje le transmitía una sensación de hechizo de la que no podía desligarse.

No recuerda cuánto pudo durar el contemplativo instante. Finalmente, y por encima de la urbanidad o la prudencia, le ganó la enorme curiosidad y se acercó al inmutable visitante del parque. Se trataba de Nick, un pajarero, un observador de aves más, entre millones. Son personas que, como cómplices de un gran secreto, gastan su vida pensando en pájaros, soñando con pájaros, persiguiendo a los pájaros e invirtiendo pequeños capitales o grandes fortunas con la única finalidad de llegar a los sitios donde estos vagabundos del aire acostumbran detener su periplo.

 

A María José siempre le gustaron los pájaros. Amaba el vuelo de los cóndores y los buitres, tan lejano de sus prosaicas tareas; el donaire de las golondrinas, el modesto currucuteo de las palomas, el ímpetu de los alcaravanes, la majestad del búho, el baile de las tórtolas, la erotizante quietud aérea del colibrí. Algo la acercaba y la hermanaba con las aves desde siempre, desde que era solo una niña.

Nick le contó que durante mucho tiempo había estado detrás de una sola especie de ave y que era justo la que había venido a buscar, como si se hubiese tratado de una cita romántica largamente postergada: el Buteo swainsoni, un halcón migrante de tamaño medio, cuyos viajes y rutinas son motivo de estupor y fascinación entre los pajareros. María José averiguaría luego que se trata de la misma águila cuaresmera.

Entonces la vieron: aparición, brote de la fuerza ciega en medio de una ciudad posmoderna, latido incesante que casi podía oírse como el tam-tam ritual de un tambor. Algo, para ella, inenarrable. Una visión, en el sentido que a esa palabra le dan los evangelistas. Allí estaba el Buteo swainsoni esperándolos, casi comunicándose.

María José era ya, para ese día, una artista formada, y sus obras habían pasmado a muchos críticos aguzados, así como a los espectadores desprevenidos. Bolonia, Nueva York, Miami, Bogotá, Guangzhou, Marrakech, Fráncfort, Rijeka y Medellín acogieron sus trabajos con entusiasmo y asombro. Cada uno de estos instantes irrepetibles, estos experimentos del cuerpo, son una suerte de iluminación, de botella de náufrago lanzada al mar de la soledad, de telegrama en busca de lectores alertas. Nombrar una a una las acciones poéticas de María José Arjona sería fatigoso y de pronto vano, y no ilustraría demasiado al lector. Bástenos decir que en cada experiencia una zona de ella se iluminó de manera nueva. Así lo sienten también sus seguidores.

Pero el asunto del águila marcaba un cambio, era un signo iniciático. Desde aquel día providencial y desde el intercambio de palabras con Nick, la artista se obsesionó con aquella criatura. La trabajaban el vértigo y la desazón primera de la ausencia. De ahí en adelante creyó ver al águila cuaresmera desde las ventanillas de los aviones, en sus visiones oníricas, en las calles y oficinas… hasta el extremo de hacerla parecer levemente lunática, y la obligó a gastar copiosas tardes en las bibliotecas. Para un artista, la súbita irrupción de una imagen en la consciencia es mucho más que un azar; es un llamado y una convocación a la que se debe, forzosamente, seguir.

¿En que se parecían la artista y el hermoso aguilucho? ¿Por qué le llamaba tanto la atención?

Memoria del reino

Los recuerdos de la infancia de María José son amables. Aunque en su círculo no hubo ningún artista ni intelectual que le sirviera de sombra protectora o de vigía para iniciar su camino, sus padres ‚Äïun ingeniero agrónomo y un ama de casa‚Äï eran comprensivos y diligentes y nunca se opusieron a su decisión irrevocable de ser artista.

Muy joven encontró la danza y con ella una forma genuina de practicar la libertad y la fuerza poética. El baile representó un encuentro con las posibilidades del cuerpo. Durante muchos años lo tuvo como un puerto o quizá, mejor, como una especie de esplendorosa playa. Danzando sentía que encontraba respuesta a muchos interrogantes que desde muy temprano la habían perseguido. Pero un accidente habría de truncar el idilio: durante un ensayo, cuando debía volar con sutil gracia y ser recibida en los brazos de su compañero de escena, María José fue a dar violentamente contra el suelo. Su rodilla se hizo trizas y con ella el caudal de sus primeros sueños: no podría volver a bailar.

De pronto la vida había cambiado. María José pasaba de la liviandad de la danza a estar quieta en una cama, pensándose, imaginándose. Quebrada, adolorida y consciente de la coqueta muerte. Es curioso: en esa temporada, alguien le regaló un libro bello y melancólico sobre Frida Kahlo. Fue un telegrama de felicidad. El ojo de su corazón volteó a mirar al arte, y develó que este es el único sitio donde la muerte y la vida, el amor y el olvido, la eternidad y el segundo, el abrazo y la distancia pactan y se reconcilian para siempre. En ese tiempo, nunca lo olvidará, leyó una certeza poética de Octavio Paz: “Nacer, crecer y morir son hechos biológicos pero, al mismo tiempo, son ceremonias, son ritos”.

Estudió, parsimoniosa y serena, en la Academia Superior de Artes de Bogotá y, como Frida, tomó posesión de su cuerpo y se apropió de un alfabeto muy personal e intimista, que dota el performance de una lengua nueva, tan ingenua, tan honda y a la vez tan espontánea como una excursión al país del imposible. Ella no se cansa de decir que su idioma es una tentativa, una sed, una apertura de una largamente extraviada comunión.

El divino performance

Un día tras otro fue apoderándose de un lenguaje, encontrándose donde los espejos la reflejaban bellamente. Conoció entonces la obra irritante, iconoclasta y dura de Marina Abramovic. Desde ahí, en Bolonia o Nueva York, en Marrakech o Medellín, María José se apodera de un espacio donde antes reinaba el silencio: el performance, experiencia indescriptible, que no se deja aprehender y con el que solo vale la experiencia directa.

Entonces conoció a José Roca, uno de los curadores de arte más importantes de Latinoamérica. Ella le habló de su obsesión por el águila y de la cual ‚Äïal principio de manera vaga y luego cada vez con mayor lucidez‚Äï ella deseaba hacer un evento.

Viajaron a Honda, la cálida y bella población tolimense, en pos del ave. Comisionaron al lanchero Fernando para rastrear al animal sagrado. Era un hombre terroso, quemado por el sol inclemente, ingenuo y provinciano, que acostumbraba usar palabras como “esplendor” o “belleza solar”. A bordo de su lancha, arribaron un mediodía crepitante a un sitio tan macabro como bello: La Ceiba Quemada, donde los inquisidores españoles sometían a las brujas a la atrocidad del fuego. Estaban allí, impresionados, mientras el balsero contaba la historia, cuando María José elevó la vista a la copa de un árbol y encontró allí, observándola fijamente, al águila cuaresmera.

En una fracción de segundo el performance adquirió vida en la consciencia de María José. “Avistamientos” sería la historia de las aves que, en apariencia vigiladas, vigilan a los hombres, les siguen con los ojos incrédulos en sus actividades, grandezas y miserias, su guerra y su paz, su luminosa creatividad y su decadencia, sus imperios y escombros. También sería testimonio del ojo hambriento del artista, capaz de subir la mirada para darse cuenta de que los pájaros siempre están ahí, en los tejados, los cables de luz, los techos de las catedrales y las azoteas de los rascacielos, testigos mudos de una gran y ambigua epopeya.

 


Las escenas del rito

“Avistamientos” tuvo nueve acciones, jornadas o escenas. La artista explica los pasos del rito:

1. Nido: construcción de un tejido en el espacio de Flora, galería que acogió la creación.

2. Huevo: talla en piedra del artista Fernando Pinto.

3. Bitácora de vuelo: performance de larga duración en donde se presenta, mediante una serie de objetos, el recorrido conceptual del trabajo y su destino final.

4. Proyección de videos, audios y dibujos sobre avistamiento en los que se traza una relación directa entre el viaje y la documentación.

5. Letrero que dice “Ceiba” en la fachada de Flora. Surgió después de una conversación en Honda en donde esta palabra terminó por anudar el concepto central de la propuesta germinal.

6. Segundo mensajero: performance en donde se introduce el concepto de “lo sagrado” y su relación con otras dimensiones del cuerpo y del pájaro.

7. Un pajarito me dijo: performance de interacción uno a uno en el que la artista cuenta nueve historias que recrean de manera poética hechos trágicos en Colombia y, en particular, de Bogotá.

8. Vuelo: performance de larga duración con la participación de 18 artistas en el que se presenta la relación entre una pluma y el viento, gracias a la presencia del cuerpo, específicamente de la respiración.

9. Migraciones: concierto musical que recopila diferentes ritmos y géneros para hablar de la migración genética que hace posible la creación de un ser humano.

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