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Desenterrando el norte de Perú

Texto y Fotos: Julia Henríquez

 

El norte costero de Perú puede parecer desolador: montañas y montañas de arena, desierto y avenidas olvidadas por el tiempo. Sin embargo, quien se aventure por allí debe llevar bien abiertos los ojos pues estas montañas, que parecen repetirse una y otra vez, en un momento inesperado empiezan a tomar formas: primero paredes, luego pirámides y finalmente ciudades enteras se insinúan bajo esa suave colcha de arena. Este territorio, conocido como Cuna de la Libertad en el Perú, ya que fue el lugar donde se originó el primer pronunciamiento de independencia, en 1820, fue también territorio de una avanzada cultura del antiguo Perú que, entre el año 200 y el 700 de nuestra era, logró cultivar en el desierto gracias a un elaborado sistema de riego, creó una bella cerámica y desarrolló herramientas, armas y adornos con su habilidad para trabajar el cobre. Y, por supuesto, construyó verdaderas urbes en medio de estos parajes imposibles.

Nuestro punto de referencia fue Chiclayo, una ciudad aparentemente poco atractiva, pero imperdible. Partiendo de allí se puede visitar el Museo Tumbas Reales de Sipán, en Lambayeque; el Museo Nacional Sicán, en Ferreñafe, y las pirámides de Túcume. Es aquí pues donde empezamos a desenterrar el pasado de Perú e iniciamos un viaje de ocho siglos en la historia para encontrarnos con nuestros antepasados indígenas, sus costumbres y culturas.

Lambayeque es un pueblo de calles chicas y casas bajas, que pasaría inadvertido si no fuera porque en medio de sus calles coloniales se resguarda la evidencia de un descubrimiento que cambió la historia arqueológica del Perú: allí está, desde 2002, el Museo Tumbas Reales de Sipán, una enorme pirámide de concreto, pintada de rojo y llena de referentes históricos que evocan los antiguos santuarios mochicas.

La rampa lateral que da acceso al museo evoca los rituales mochicas y te conduce, tal como si estuvieras en uno de ellos, hacia tu propio ritual en donde te irás dividiendo, paulatinamente, en tres: el yo del presente, el yo de finales de los años 80 y el yo del pasado, que te llevará a las puertas de ese mágico paraje. Diseñado por el arquitecto Celso Prado Pastor, el museo cuenta dos historias paralelas que se entrecruzan piso a piso. La primera, la de los arqueólogos liderados por Walter Alva que descubrieron, restauraron y estudiaron todas las piezas exhibidas allí; y la segunda, la historia del maravilloso entierro que hallaron en 1987: la Tumba del Señor de Sipán, el más grande mandatario encontrado intacto luego de una destructiva y prolongada tarea de los guaqueros en la región.

El descubrimiento de este enorme mausoleo, compuesto por más de ocho tumbas que resguardaban, quince metros bajo tierra, a un gran señor con todos sus ornamentos en perfectas condiciones, causó un gran impacto en el mundo académico. No en vano, los restos de este ritual dieron luces acerca de las costumbres, herramientas, alimentos y demás datos relevantes de aquel pasado remoto y aportaron elementos a la identidad del Perú.

El museo se recorre de arriba hacia abajo y cada piso devela una capa más de ese mundo que desempolvaron los científicos. A medida que desciende, el visitante aprende de los lambayeques y su cultura, descubriendo, poco a poco, la importancia del Señor de Sipán. La idea es viajar “en los pies de los mismos arqueólogos”, para compartir su emoción al desentrañar quince siglos de historia en aquel foso.

Poco a poco, caminando entre la arena y el calor, el visitante penetra a otro lugar, otro tiempo. Puede observar el trabajo de joyería, aprende cómo y a quién adoraban los lambayeques, entiende cómo se aproximaron los arqueólogos al gran encuentro, se va emocionando a medida que desciende e incluso siente mariposas en la panza hasta que, a tres pisos de profundidad, aparece por fin el tal señor con toda su joyería, simbolizando su poderío.

En la recepción nos habían advertido que el recorrido tardaba poco más de una hora. Tres horas después seguíamos encantados con las historias no solo del gran señor, sino también de sus súbditos, quienes trabajaron día y noche para lograr los más grandes y ostentosos ornamentos y, al final, dieron sus vidas para ser enterrados juntos.

El día se había pasado y no quedaba tiempo para descansar, así que con prisa llegamos al Museo Arqueológico Nacional Brüning, a unos cuantos metros del Museo Tumbas Reales de Sipán. Aunque es mucho más pequeño, guarda más de 1.400 tesoros encontrados por el alemán Enrique Brüning, quien, tras librar una feroz lucha contra los guaqueros, decidió que los tesoros allí encontrados deberían permanecer en suelo peruano. Y también pasamos allí nuestras buenas horas, pero en un momento, tras correr de siglo en siglo, nuestras baterías comenzaron a agotarse. Así que regresamos a Chiclayo para planear el día siguiente, pues había mucho que hacer y disponíamos de poco tiempo.

El segundo día visitamos el Museo Nacional Sicán. Inaugurado en 2001, fue uno de los primeros edificios creados para uso exclusivo de museo. Está equipado con salas audiovisuales y réplicas de los grandes entierros descubiertos por el japonés Izumi Shimada. Aquí se aprende aún más de la cultura lambayeque, conocida también como Sicán nombre proveniente de la lengua muchik, que en español significa “Casa de la Luna”.

El museo divide la cultura en tres partes. El sicán temprano, de los años 800 a 900; el sicán medio, considerado el más importante por su comercio, entierros de grandes señores y avances tecnológicos, y el sicán tardío, de 1100 a 1375, cuando fueron conquistados por el imperio chimú. El museo exhibe los hallazgos encontrados en la Huaca Loro en 1992 y tiene réplicas de tamaño real que revelan la historia de estos magos del bronce.

Al salir, decidimos visitar el Santuario Histórico Bosque de Pómac, un bosque seco que se esconde a pocos kilómetros de Ferreñafe. Es difícil notar el punto en donde las ciudades y las montañas de arena empiezan a desaparecer para darles paso a árboles verdes y frondosos que, contra todo pronóstico, sobreviven a dos cortos meses de poca lluvia y diez de un hostigante verano. Mientras nos abrazamos a un árbol milenario, nos cuentan la historia de cómo su savia roja ha alejado a los podadores y ha atraído a creyentes, chamanes y religiosos de todo tipo, para cuidar y proteger a este sabio que llora sangre al ser cortado.

Caminar por un bosque cuyas raíces pelean en lo más profundo por las últimas gotas de agua nos llena de energía, estirando un poco más el día para llegar a nuestro destino final: las pirámides de Túcume, a 33 kilómetros de Chiclayo. Al entrar a Túcume es inevitable, de nuevo, ir retrocediendo en el tiempo. Sedienta y cansada, mi cuerpo avanza con lentitud mientras mi mente, emocionada, quiere ver de cerca eso de lo que tanto hablan en los museos. Porque una cosa es ver las fotos y leer la información y otra muy distinta es pararse justo en el lugar de los hechos.

Estamos frente a un conjunto de pirámides, docenas de pirámides, que hacen de este uno de los sitios arqueológicos más grandes de América. La más grande tiene cuarenta metros de altura, y su base es de 450 por cien metros. A diferencia de los egipcios, estos ingenieros remataban sus pirámides con grandes plataformas, donde situaban los templos. Aquí estuvieron primero los lambayeques, luego los chimú y por último los incas. A la llegada de los españoles, ya todo había sido abandonado.

El día ahora sí podía acabar. Después de caminar tantos siglos, lo que se suponía era un merecido descanso y, sin embargo, mis dedos no querían detenerse frente a la computadora: todavía hay una parte de mí en ese Perú desértico donde la arena escondió la historia durante siglos, pero alguna vez el viento y la mano del hombre se hicieron cargo de desenterrarla.

Dejamos Chiclayo realmente maravillados. Es cierto lo que dicen en Perú: “No veas la película, vívela”. Y es que su desierto no solo se recorre con los pies: se vive con el alma, la memoria y la imaginación.

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