Colón: ciudad para los sueños
Por: Ana Teresa Benjamín
Photos: Carlos E. Gómez, Ana Teresa Benjamín
Es curioso porque todos la recuerdan. Todos no, para ser honestos: solo los colonenses mayores de cincuenta años. La ciudad de Colón era boyante, dicen, y las orquestas más importantes se presentaban primero allí. “Los mejores carnavales eran en Colón”, cuenta Anselmo Cooper con su inconfundible acento afroantillano, y por sus calles caminaban hombres y mujeres bien trajeados.
Estoy dentro de la iglesia San José, en el único teatro que subsiste en la ciudad. Afuera el sol calienta con violencia, aunque en las aceras todavía hay charcos de agua del aguacero de la noche anterior. Cooper es director de la Unidad de Teatro Colonense, organización que busca entusiasmar a los jóvenes no solo en las tablas sino en cualquier manifestación del arte, porque este dirigente está convencido de que Colón necesita un “boom cultural” para renacer. “Los jóvenes tienen espíritu cultural y por allí hay que empezar a trabajar para restaurar Colón”, asegura. “Es que de nada sirve comprar pantalón nuevo si usas calzoncillos viejos”, sentencia.
La revolución cultural de Cooper no resulta descabellada, porque de Colón han salido grandes músicos como Mauricio Smith y Simón Urbina, escritores como Justo Arroyo y pintores de la talla de Julio Shebelut, por mencionar algunos. Además, son famosas sus misas gospel que revientan el alma a punta de belleza coral.
Colón, una de las nueve provincias de Panamá, está ubicada al norte de la capital, junto al mar Caribe. En sus tierras operan la Zona Libre y el Canal de Panamá, actividades que le reportaron 620 millones de dólares al fisco en 2013. El 15% del Producto Interno Bruto (PIB) del país lo aporta esta provincia, pero en sus calles hay de todo menos bonanza.
Es un día cualquiera de la semana y el Mercado Público está a reventar. Huele a culantro, a coco rallado y a mariscos. El mercado es un gran espacio cubierto por una armadura ligera de acero ocupado por cientos de puestecitos de carnes, verduras, frutas y especias, y entre los pasillos hay mujeres con canastas, viejos regateando y muchachas con bebés en brazos que no dudan en pedir “algo” para comprarle la crema al niño. Es que en el centro histórico de la ciudad se impone la filosofía del “resuelve”, explica el sociólogo colonense Gilberto Toro, actividad que consiste en bajar de los caserones y buscar los reales con algún trabajito o camarón, o bien pidiendo dinero al primer desprevenido.
Los datos oficiales ayudan a darle una lectura al fenómeno: en los barrios Norte y Sur ‚Äïlas dos grandes zonas del centro histórico‚Äï el desempleo está entre el 10% y el 12%, mientras que en el resto del país el porcentaje es apenas del 3%. Pero esta descarnada realidad es incapaz de esconder otra certeza: la ciudad de Colón es una joya arquitectónica que empieza a percibirse desde que se dan los primeros pasos por sus calles, y es un tesoro cultural que se manifiesta en su historia, la musicalidad de sus gentes y los colores que la adornan.
Para comprobarlo basta con conocer el Parque Central, uno de los siete espacios abiertos públicos que tiene la ciudad. Oficialmente llamado Paseo Juan Demóstenes Arosemena, permite atravesar la urbe entera caminando bajo las sombras generosas de sus árboles viejos y descansando, de cuando en vez, en las bancas que invitan a la tertulia y a la convivencia. Es uno de los sellos distintivos del centro histórico de Colón, igual que el Paseo Washington, en calle primera, que invita a perderse en su mar turquesa.
Con la paciencia suficiente el cuidado que requiere la visita a una ciudad deprimida a ambos lados del parque se encuentran muestras de la riqueza arquitectónica del lugar: antiguos teatros convertidos en iglesias, los balcones de la Casa Wilcox fracturados en cuartos, la belleza singular del Mercado Público, los edificios de estilo art déco o los monumentos que lo adornan.
Colón: la babel étnica y arquitectónica
Colón empezó a forjarse a mediados del siglo XIX, cuando en Sutter’s Mill, California, se desató la fiebre del oro. Miles de aventureros querían llegar a la costa oeste de Estados Unidos y solo había dos formas de hacerlo: atravesando todo el territorio de la unión o dando la vuelta por el Estrecho de Magallanes, en el extremo sur del continente.
La vocación transístmica del istmo de Panamá se conocía desde hacía siglos, pero la construcción de un canal todavía era un sueño apenas imaginado. Fue entonces cuando a los empresarios estadounidenses George Law y William Aspinwall se les ocurrió la gran idea: construir un canal de tierra un ferrocarril que atravesara el istmo de Panamá de norte a sur (desde el lado Atlántico hasta el Pacífico del país), y así conectar el este con el oeste de Estados Unidos.
El sitio que eligieron para empezar la construcción fue una isla pantanosa y llena de manglares: Manzanillo. El primer edificio que se levantó fue un depósito; luego, barracas para los trabajadores. Seis estadounidenses, treinta cartageneros y 45 irlandeses contratados en Nueva Orleans fueron los primeros obreros en llegar, y “luego vendrían de las islas del Caribe, India, Rusia, Irlanda, China, áfrica del sur, Chile y Perú”, según el historiador Ernesto J. Castillero en su libro La isla que se transformó en ciudad. Historia de un siglo de la ciudad de Colón. Toda esta mezcolanza no solo produjo la mixtura de etnias que caracteriza a la ciudad, sino también lo que el arquitecto Eduardo Tejeira Davis describe como una “babel arquitectónica” en su artículo “Los orígenes de la ciudad de Colón”, publicado en la revista Canto Rodado n.° 6 de 2011.
La ciudad nació entonces en función de la vía férrea y del puerto, y la principal zona comercial de la segunda mitad del siglo XIX y buena parte del XX fue la Front Street o Avenida del Frente, porque allí se establecieron tiendas elegantes en las que los viajantes compraban diversos productos. Tan famosa fue la Front Street que allí se popularizaron los Panama hats, sombreros que, en realidad, eran traídos de Ecuador para ofrecérselos tanto a los turistas que llegaban a bordo de los trasatlánticos como a los aventureros que pasaban apresurados por estas tierras istmeñas.
Tal vez en aquellos tiempos surgió la costumbre del buen vestir, tan marcada en los colonenses. El dirigente Cooper, por ejemplo, recuerda que antaño era costumbre de las señoras bañarse, ponerse ropa limpia y colorete en las mejillas para “esperar la tarde”. Hoy, el escaparate más propicio son las Fiestas Patrias, cada 5 de noviembre: ese día es de rigor usar ropa nueva, oler rico y celebrar que se es “C-3”, para referirse a que se ha nacido en Colón, la tercera provincia del país en orden alfabético.
La bonanza y el declive de una ciudad fantástica
Colón surgió en 1850 debido a una necesidad económica estadounidense y sus primeros años estuvieron marcados por el desorden social. Pese a esto ‚Äïo quizá por tal razón‚Äï en 1865 ya existía el primer edificio de paredes de piedra: la iglesia Cristo a Orillas del Mar. Hacia 1885 los franceses se unieron a aquel barullo de gentes e intentaron construir en el istmo un canal marítimo, pero la fiebre amarilla y la bancarrota destrozaron la empresa.
A principios del siglo XX, Estados Unidos regresó como protagonista de la historia panameña, retomando la construcción del canal fallido. Al asumir los trabajos adquirió el derecho de explotar tierras alrededor de las obras del Canal, estableció bases militares y Colón quedó constreñido al espacio entre las bases y el mar.
Para combatir el mosquito que a tantos mató durante las obras del canal francés, los estadounidenses pavimentaron calles, construyeron acueductos y alcantarillados y establecieron el servicio de luz eléctrica. En aquellos primeros años (1903-1908) fueron construidos el Hotel Washington, primero de estilo neoclásico del país; y el edificio de la antigua Gobernación (1904), por mencionar algunos. El railroad town descrito por Tejeira Davis tomó aires nuevos, tanto que es esa época ‚Äïde 1908 a 1950‚Äï la que se recuerda “como una edad de oro de bienestar y calidad de vida”.
¿Por qué Colón era agradable para vivir? Toro recuerda que en aquella época hubo más de doce teatros y salas de cine: el Rex, el América, el Strand y el Caribe, entre otros, donde además se pagaban apenas dos reales por tanda. La Playita, hoy zona de precaristas, era un sitio fabuloso para aprender a nadar. En la ciudad había varios cabarets en uno de los cuales trabajó la gran Evita Perón y como Estados Unidos tenía bases militares alrededor, los marines llenaban las calles y los bolsillos de empresarios y comerciantes de todo tipo, muchos con mercancías “no tan santas”.
En medio de aquella bonanza fueron construyendo edificios: la Maison Blanche, en 1913; o la icónica Casa Wilcox, con portales que le daban sombra a los peatones y grandes balcones a sus habitantes. Más tarde, el Conjunto Residencial Nuevo Cristóbal, de terrazas amplias y aleros grandes. En Colón se alzaron estructuras de estilo neoclásico, art déco y streamline, entre otras corrientes, porque los arquitectos se entusiasmaban ante la posibilidad de vestir la ciudad atlántica con el último grito arquitectónico. En total, el centro de Colón tiene 19 edificios, nueve conjuntos monumentales y siete espacios abiertos públicos declarados Conjunto Monumental Histórico desde 2002, precisamente por la majestuosidad de sus detalles y líneas.
Hoy, de aquel Colón no quedan sino la nostalgia y la esperanza atizada por promesas del nuevo gobierno panameño, que en campaña dijo que invertiría en la renovación del centro histórico. Es una añoranza que se refugia en la memoria de una ciudad distinguida, con tardes de charlas, guacamayos en los balcones y hombres de sombrero. Una ilusión que se dibuja en la sonrisa de un colonense que, caminando por el Parque Central, exclama confiado: “¡Ahora sí viene el cambio!”.
Para la arquitecta Almyr Alba Rincón, la restauración de aquella ciudad fantástica es necesaria, sí, pero este rejuvenecimiento debe incluir a la gente que allí vive porque, a fin de cuentas, son quienes le dan alma a la ciudad atlántica que nació como una terminal ferroviaria.
La nueva cara de Cristo a Orillas del Mar
Los feligreses de la iglesia episcopal Cristo a Orillas del Mar tuvieron que lanzarse a la calle para que los escucharan. El edificio de la iglesia, de mediados del siglo XIX, estaba por derrumbarse y varios de sus elementos se hallaban emparchados, rotos y desgastados. “Había sido cerrada por el problema del techo. Los feligreses hicieron una misa en la calle y así lograron llamar la atención”, explica Manuel Choy, arquitecto restaurador de la firma Arquitechne S.A.
Cristo a Orillas del Mar fue diseñada por el arquitecto James Renwick, el mismo que construyó la catedral de San Patricio, en Nueva York, y el Instituto Smithsonian, en Washington. Luego de tres años de trabajos y dos millones de dólares patrocinados por la Zona Libre de Colón y la Fundación Luz, la iglesia ha recuperado la belleza de su techo, el piso de mármol, los vitrales y el sonido de su campanario. Según Choy, el 60% de los materiales que se usaron fueron restaurados.