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SuraméricaColombiaDe Salento a Cocora: Color, tango y traviesas nubes

De Salento a Cocora: Color, tango y traviesas nubes

Texto y fotos: Julia Henríquez

 

Siempre me ha parecido que viajar es moverse en el tiempo. La magia de la ruta te lleva, a través de diversos paralelos, hacia adelante o hacia atrás. Y viajar a Salento es volver al pasado, hacia una época de calma, de casas bajas y calles de tierra. Al llegar, no teníamos la intención de quedarnos, pero el universo conspiró para hacernos perder el último Willys hacia el Valle de Cocora (en Quindío, Colombia), así que pudimos disponer de todo un día para conocer este mágico y colorido pueblo.

Allí se vive a otro ritmo, y parece que su particular dinamismo varía al compás de la música de los bares; así que nos sintonizamos con el paralelo en el que estamos y caminamos al son del tango que envuelve sus calles. Caminamos hacia la Plaza de Bolívar, donde se alza una enorme estatua que evoca el paso de El Libertador por estas tierras. Sus habitantes aún cuentan que “allí, en ese hotel”, El Libertador descansó una noche antes de seguir su recorrido.

Así alcanzamos la Calle Real, y al entrar en ella nuestra primera idea es dudar, precisamente, de su realidad, ya que parece más bien un set de Hollywood: los balcones y ventanas de todas las casas, del mismo tamaño pero de diferentes y vivaces colores, exhiben toda suerte de artesanías elaboradas por los pacíficos habitantes de este oasis, que perdura como tal en medio de un mundo lleno de conflictos.

En los barcitos, de los cuales proceden las melancólicas notas del tango, los viejos se reúnen a olvidar sus penas y jugar al pool mientras nosotros buscamos, entre hamacas, mochilas y petates, el camino hacia el ecoparque, el mirador y el Alto de la Cruz. Sabemos que hemos llegado al mirador cuando nos encontramos con una pared de escalones: 253 para ser exactos, que te invitan a llegar al final, pues desde abajo ya sabes que subir vale la pena.

Empezamos uno por uno, respirando profundo con la gran esperanza de lograr el cometido. Al subir observamos en sus descansos las imágenes de Jesús, para los creyentes una buena oportunidad de experimentar un Vía Crucis, para los demás, una excusa para descansar de vez en cuando.

Al llegar al final, la perspectiva da un poco de vértigo pero las empinadas escaleras parecieran felicitarte por la hazaña, mientras el paisaje, a tus pies, te confirma que no hay mejor recompensa. A lo largo del mirador se extiende una estructura de guadua y madera fina que permite divisar este místico panorama, donde las palmeras del Valle de Cocora se asoman para saludar entre las nubes casi con un “mañana nos vemos” y los pájaros nos acompañan con su canto; al otro lado, las casas y la Calle Real te recuerdan que en algún momento debes descender.

El Willys es el típico medio de transporte entre Salento y el Valle de Cocora, por lo que todos los aventureros que llegamos hasta aquí debemos vivir la experiencia de viajar en ellos. Para entenderlo basta imaginarse un jeep descapotable de los años 50 o 60 (la mayoría de marca Willys), atestado de maletas y gente. Llegamos muy puntuales a la cita, temprano en la mañana, y clasificamos para una silla. Otros van de pie, pero todos, entre risas y nervios, nos divertimos por la trocha que sube y baja en busca de las palmeras más altas del mundo.

A la entrada del parque, en la puerta del restaurante Donde JuanB, el guía nos aconseja instalarnos antes de que llegue la tarde y nos esboza el recorrido que haremos a la mañana siguiente. Aunque él no estará, nos tranquiliza al informarnos que todos los senderos están señalizados y no tendremos problema para emprender nuestra aventura.

Añade algo más al vernos hipnotizados admirando el paisaje: “Aprovechen mientras dure”, y nos advierte que este inmenso valle, de profundas ondulaciones, rodeado de montañas y bosques, y habitado por palmeras gigantes, yace sobre una gran riqueza mineral y por ello los magnates de la minería lo tienen en la mira. Dan ganas de llorar: es un paisaje idílico, que más parece procedente de un sueño, y resulta inaudito que piensen siquiera en destruirlo.

Por suerte en 1985, bajo el gobierno de Belisario Betancur, el Valle de Cocora fue consagrado parque natural y la palma de cera fue designada árbol nacional de Colombia; por eso, todavía creemos que esto lo protegerá de quienes solo miran el verde del dólar y no el verde del valle y las montañas, el azul profundo de este cielo limpio y el aire puro para respirar.

La tarde está llegando y los últimos Willys con destino a Salento comienzan a partir. Solos, nos dirigimos a Donde JuanB, único lugar de camping del entorno, y armamos apresurados nuestra carpa. Al clavar la última estaca entendemos el afán que quiso trasmitirnos el guía: donde antes había un cielo azul repentinamente empiezan a formarse nubes que parecen tener vida propia, luego se hacen más y más grandes, bajan paulatinamente y cubren el bosque con su manto, tal como en los cuentos de hadas, las montañas se van desdibujando y los penachos de las palmeras se van mimetizando hasta desaparecer por completo. Es una sensación casi palpable, tu corazón se salta un bip y tus pulmones se esfuerzan por respirar, pues aquí estamos en medio de la nada, siendo tragados por las nubes que a velocidades increíbles bajan para ser parte de la tierra.

A la mañana siguiente, el cielo vuelve a estar azul y el paisaje se torna de un verde intenso, así que solo queda empezar la jornada. Aunque existen muchas opciones para disfrutar del parque, decidimos hacerlo por nuestra cuenta tomando el camino hacia la reserva natural Acaime y el circuito de la montaña. La caminata empezó en la puerta de nuestra carpa, pasando una carretera de tierra y un par de potreros hasta que sin darnos cuenta estábamos rodeados por el bosque de niebla: un bosque húmedo y frío que te va envolviendo a cada paso. En nuestro recorrido debemos atravesar seis puentes colgantes de madera, sobre el río San José, de esos que bailan al ritmo del viento y del caminante. Cada puente tiene más huecos que el anterior; algo que le suma diversión a la aventura. En el camino conocemos a una pareja de caleños, que luego de pasar el primer puente discuten si son capaces de seguir o se dan por vencidos; nos alentamos mutuamente y así, acompañándonos y disfrutando de este paisaje que parece haber inspirado la película King Kong, luego de tres horas, llegamos a nuestro destino.

Acaime es una reserva natural a 2.690 metros sobre el nivel del mar, ambientada por los hermosos colibríes que te saludan revoloteando y agitando sus alas mientras sus cantos te llenan de energía. La entrada a las instalaciones cuesta 4.000 pesos colombianos (unos dos dólares); en lo alto de la montaña hay una casa de madera dotada de muchos comederos que atrae a una multitud de colibríes de diferentes especies, mientras las cámaras apuntan hacia ellos para intentar capturar imágenes de su veloz vuelo. Por el precio de la entrada se tiene derecho a disfrutar un pocillo de agua de panela con queso, deliciosa merienda tradicional colombiana. Al saborear este sencillo manjar, los turistas, aventureros de todas las nacionalidades, concuerdan en que esta experiencia no podría tener un mejor final; pero para nosotros es solo el comienzo, pues decidimos hacer otra caminata hacia la finca San José. Bajamos un poco hasta una bifurcación, donde nuestros amigos caleños deciden regresar y nosotros empezamos otro ascenso por el bosque.

Aquí la vida salvaje parece cuaternaria: los inmensos árboles nos tapan el cielo y los helechos de tamaño dinosáurico decoran nuestro recorrido. Cada paso que damos nos exige un gran esfuerzo y la altura nos dificulta la respiración, pero nuestras ganas de lograrlo son más grandes y sabemos que nuestro empeño será recompensado. Llegamos a la finca con la cara roja y sin aliento para saludar a los visitantes, que ya descansan cómodamente sentados, pero en un instante en que las nubes se retiran y el panorama se despeja para dejar ver el espesor verde que hemos recorrido, el alma vuelve al cuerpo y recarga la energía que dejamos en el camino.

A nuestros pies, el bosque de niebla se expande por las montañas hasta acabarse de forma abrupta, formando un gran valle verde y casi desolado, habitado solo por esos palos largos, muy largos, llamados palmas de cera. Y de nuevo quedamos hipnotizados. No hay tiempo de parpadear, recuperamos el aliento y con un abrazo recibimos este “momento de paz”, como llamamos a esos instantes especiales que nos dan nuestros viajes, en donde solo estamos nosotros, nuestros corazones y un regalo de la naturaleza.

Solo dura un instante. De repente todo se torna sombrío, el cielo cae y tapa todo a su alrededor sin dar tregua. Las nubes cubren los árboles y la punta de las palmas son apenas sombras verdes entre el espesor blanco que ahora hace parte del paisaje. En el bosque de niebla todo cambia en un segundo, así que ahora estamos volando entre las nubes. Esperamos a que el espectáculo de niebla nos dé una tregua, y tomamos el camino de regreso.

Bajamos junto a unos argentinos que quedaron sin palabras. Llegaron hasta aquí sin saber qué era una palma de cera ni un bosque de niebla y se van enamorados de este paisaje de ensueño y con las ganas de gritarle al mundo lo que tenemos y podemos perder por unos cuantos dólares de la minería.

Cuando estamos a mitad de camino, el bosque desaparece y las palmeras empiezan a rodearnos. Es increíble cómo se alzan casi sin fin, y no quiero dejar pasar la oportunidad de devolverles lo que me han dado: corro en medio de un campo y abrazo con fuerza una de ellas. En mi mente les prometo contar su historia y pedir a todo el que se me cruce que las visite, luche por ellas y garantice su estadía en nuestras montañas.

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