Lima: ciudad picante
Lima es compleja, difícil, picante… “achorada”, como decimos los peruanos. Cada quién verá en ella lo que quiera y pueda. Comprenderla para disfrutarla depende de la capacidad que se tenga. Quizá porque es mía, yo no la cambio por ninguna otra. No deje de venir. Venga, eso sí, con la mente muy abierta. Con hambre, hambre de contrastes.
Por Josefina Barrón
Fotos: Sebastian González, Prolima y Getty Images
Cuando uno alza los ojos, ahora que aún el invierno impone su denso manto gris casi al ras de las veredas, busca ansiosamente en el “no cielo” —o, como lo bautizó Humboldt, en nuestro cielo antiastronómico— una pincelada de luminosidad. Solemos exclamar, entusiasmados: “¡Mira, hay un poco de sol hoy!” ante la mirada atónita del extranjero que hurga intentando capturar en su retina ese haz de luz que reconocemos solo los de aquí y que para él será un brillo esquivo, acaso espejismo o la manifestación más sublime de nuestro tenaz optimismo.
Así como en nuestra Amazonia los nativos reconocen muchísimos tonos de verde en la desbordante jungla, nosotros los limeños sabemos leer en el cielo blancuzco y anodino el más sutil atisbo de los fulgores, y en la aparente monocromía de nuestro desierto identificamos los trazos violetas, azules, bermellones y dorados. Debe saber que en Lima no llueve ni truena. La garúa lo humedece todo; atrapa y desplaza el polvo que se apodera de los árboles, los autos, las fachadas… Rompemos la apatía del clima con cafecitos que solemos acompañar de buenas conversas. En eso somos buenos los de aquí. Mirando siempre el vaso medio lleno, pues Lima, déjeme decirle, suele provocar sensaciones ambiguas a quienes la vivimos día a día. El amor y el odio están separados por apenas un breve espacio. No importa que estemos en Suiza: extrañaremos nuestro Sublime, el chocolate local, que nos ha acompañado desde siempre.
Tenga cuidado, extranjero, que este es el reino de la rinitis alérgica, del sabor de una chirimoya alegre y de una buena corvina en mantequilla negra con alcaparras. Tenga cuidado; puede ser seducido por una limeña coqueta o por un picarón en su miel de higo. Tenga más cuidado aún en primavera, pues la guitarra se rasguña más que en ningún otro momento del año y Lima se pone criolla, sabrosísima, alegrona. El turrón de Doña Pepa es un mejunje que a muchos encandila; el suspiro a la limeña será más que un postre, un orgasmo; el fervor al Señor de los Milagros vestirá a sus fieles con el hábito morado y caminará la esperanza de la casa al trabajo en esa marea de color y fe. Lima se pone limeña. Lima se prepara para el verano desde que se manifiesta el primer rayo de sol. Se siente como una epifanía.
Voluntad férrea y estoicismo caracterizan a los limeños, desde que llegó el primero y fue construyendo pirámides de adobe que aún yacen esparcidas por todo el territorio capitalino; huacas, les decimos, y en los lugares más inesperados: al lado de la bodeguita de barrio, frente a mi casa o al cafecito de Gianfranco se yergue imponente un templo prehispánico. ¡Qué tesoros no guardan! Momias ricamente ataviadas deben estar esperando aún ser descubiertas. Vaya a Mateo Salado, Pachacamac, Pucllana, escenario del único restaurante que ha logrado, de la mano del Estado y con mucho esfuerzo, restaurar el sitio arqueológico y preservarlo, o a Huallamarca, la huaca frente a la cual nací, en la que descubrí los primeros vestigios de culturas milenarias. Déjese impactar por nuestras primeras capas de pasado y dé un paseo por el Larco y el Amano, dos de los más emblemáticos museos de nuestro monumental legado prehispánico. Camine por el Centro Histórico, cuya restauración empieza a concretarse. Visite nuestras impresionantes iglesias. Vaya al Rímac, a la Alameda y Convento de los Descalzos. Entenderá por qué, algunas veces, parecemos chauvinistas no solo cuando nos referimos a nuestro plato bandera: el ceviche.
Si quiere un buen ceviche, hay miles de lugares para elegir. Yo me quedo con un huarique, un establecimiento de aspecto humilde donde se come como los dioses: Señor Cheff, en Chorrillos. Empiece por unos TNT de conchas de abanico. El Perú, estimado extranjero, tiene uno de los mares más ricos y diversos en especies del mundo. Dos corrientes convergen y convierten el océano Pacífico a la altura de nuestras costas en un milagro de vida. Por eso el sushi aquí no es sushi. Es nikkei peruano y hasta ese ceviche cambió en manos de los inmi- grantes japoneses que se enamoraron de nuestros pescados, erizos, pulpos y almejas, entre otros frutos del azul.
Coma sin miedo y crudito. Todo es fresco y sabe a gloria. Dele un buen mordisco al pan con pejerrey del tradicional Carbone o del moderno Café de Lima. Apúrese un concentrado de cangrejo en Mi Perú 1972; deberá dormir luego. Y si quiere ir a un lugar donde encontrará no solo gente linda sino sabores realmente inusitados, vaya al restaurante El Mercado, de Rafael Osterling; al Mayta, de Jaime Pesaque, o a Siete, de Ricardo Martins, tres de los jóvenes virtuosos de la gastronomía peruana contemporánea.
También puede ir adonde el gran cocinero Alfredo Aramburú, mi amigo, cuyo restaurante CALA es irremplazable. Queda sobre una de nuestras playas y tiene el mar como escenario. Acompáñese de un buen pisco o atrévase a probar nuestra emblemática Inca Kola, la bebida amarilla que sabe a chicle y que algo, algún secreto debe guardar en su fórmula para habernos hecho los reyes del paladar refinado, nos hace sucumbir ante ella.
Allí mismo un centro de artesanías invita a todo tipo de artesanos a desplegar sus creaciones, animando a los turistas con una charla y, por qué no, a regresar a casa con un souvenir único y personal.
Todo se concentra aquí, en esta vieja ciudad nueva, que alguna vez fue la capital de un espléndido virreinato y hoy la empoderan los migrantes, que desde todo rincón y quebradita de nuestra compleja geografía andina bajaron, muchas veces sin conocer el castellano, hablando lenguas distintas y arcanas.
Vinieron a buscárselas desde mediados del siglo pasado. Algunas de estas mujeres conservan sus coloridas polleras y largas trenzas. Las hijas y nietas andan en jeans, encaramadas en temerarios mototaxis que pululan en los barrios más “salsa” de la ciudad como si estuviéramos en Delhi. El arte que brota de las sabias manos de nuestra gente —la alfarería, la textilería, los canastos y tantos otros objetos como comunidades nativas tiene el país— los encuentra usted en una enorme e importante feria, que es más una expresión de nuestra pluriculturalidad: Ruraq Maki, en el Museo de la Nación.
Si no coincide con sus fechas de viaje, no deje de ir a Las Pallas, la tienda de Mari, en el barrio bohemio de Barranco, donde encontrará los más extraordinarios retablos ayacuchanos, entre otras piezas rebuscadísimas del arte popular de todo el Perú que Mari ha sabido identificar.
Si desea ver cómo el arte popular y nativo devino en refinadas y actuales piezas decorativas y artísticas, no deje de ir a Neo Concept Store, en Barranco; a Tale Design, o a la casa-atelier de Ester Ventura, la diseñadora de joyas más importante del Perú; en clave contemporánea, ella transmite identidad en cada una de sus prendas. Vaya también a Índigo y Atemporal, en San Isidro, al lado del viejísimo bosque de olivos, donde, cuentan las leyendas, nuestro santito mulato Martín plantó los primeros árboles. Las aceitunas aún brotan en El Olivar, como hace cientos de años. De ese bendito fruto carnoso nació el pulpo al olivo, creación de la gran Rosita Nimura; uno de mis platos preferidos. Puede disfrutarlo en Costanera 700, restaurante fundado por Sato, uno de los patriarcas de nuestra cocina nikkei.
Los acantilados que el mar golpeó alguna vez le otorgan a la capital un temperamento realmente dramático. La geografía abrupta de esos promontorios tiene en su parte superior un malecón, donde es una delicia caminar, en especial cuando el sol sale con todo. Veremos allá abajo limeños y limeñas de todas las edades y condiciones sociales metidos en sus wetsuits, montados en sus tablas y lanzándose sobre las olas.
Somos una ciudad, un país, de surfistas. Es un deporte nacional que ha obtenido grandes triunfos mundiales. A la hora que el sol se pone, el limeño festeja los celajes; son un ritual que vale la pena ver. Al oscurecer, una cruz hecha de las torres de alta tensión que un grupo terrorista derribó en los años 80 se ilumina, otorgándole al Morro Solar un carácter profun- damente religioso. El mar se aquieta y los autos se desplazan por la vía rápida que está al lado, llamada la Costa Verde.
Retomando el tema de los cafecitos, después de la pandemia parece que el limeño quiere salir a tomar cafecito a toda hora. Nuestro café y cacao han sido premiados alrededor del mundo en muchas opor- tunidades. Hay un auge de cafeterías en la capital. Cada una más acogedora que la otra. Me inclino por la Petit France y sus deliciosos macarons, por Cofi Jaus y su ambientazo o por el Pan de la Chola, donde cualquier cosa que pida le sabrá delicioso. Particularmente disfruto de sus croissants de almendra. Hay muchas más que no tengo espacio para mencionar, pero que hacen de mis tardes momentos entrañables.
Lima es compleja, difícil, picante… “achorada”, como decimos los peruanos. Cada quién verá en ella lo que quiera y pueda. Comprenderla para disfrutarla depende de la capacidad que se tenga. Quizá porque es mía, yo no la cambio por ninguna otra. No deje de venir. Venga, eso sí, con la mente muy abierta. Con hambre, hambre de contrastes.
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