The Beachers: La leyenda
Por: Ana Teresa Benjamín
Fotos: Cristian Pinzón, Luis Cantillo y Javier Pinzón, Cortesía Billy Herron
Ese miércoles 25 de octubre de 2017, el Teatro Amador estaba a reventar. No cabía un cuerpo más, pero la gente seguía llegando porque todos sabían que esa sería una gran noche: el naitafon (night of fun) de los cincuenta años que The Beachers, uno de los grupos representantes de la época de los combos nacionales de Panamá, había organizado para lanzar su último disco.
Entre la multitud, vestido con pantalón negro y camisa dashiki, el director del grupo, Lloyd Gallimore, caminaba saludando, sonriendo y dejándose tomar fotos. Llegado el momento subió al escenario y le dijo al público: “En diez días voy a cumplir 72 años, ¡pero aquí seguimos haciéndole un poquito de bulla!”.
The Beachers son, en palabras del historiador Mario García Hudson, “la agrupación de los combos nacionales más importante que ha existido en la historia de la música popular del país”, por el tiempo que se ha mantenido activa.
A principios de los años 60, las estrellas del escenario panameño eran las grandes orquestas. Luego surgieron agrupaciones más pequeñas que, influenciadas por la música soul del sureste de Estados Unidos, del latin jazz de Nueva York, de la guaracha cubana y del típico panameño, se impusieron en el mercado con un repertorio que integraba estas tendencias con el calypso y la soca, dos ritmos de fuerte presencia en Colón, Panamá y Bocas del Toro, provincias donde hubo inmigración antillana a mediados del siglo XIX y principios del XX.
The Beachers fueron uno más de esos grupos y nacieron de la forma más casual. Gallimore no tenía forma de saberlo entonces, pero la llamada que recibió una tarde de Dennis Joshia, ministro de la Iglesia episcopal de Changuinola, le daría un giro a su vida y a la de varios amigos que, como él, tocaban la conga, el ukelele y la quijada por diversión.
Tierra bananera
Lloyd Gallimore nació en Bocas del Toro, al noroccidente del país, cuando la United Fruit Company era la dueña de un imperio bananero que, desde finales del siglo XIX, se extendía por varios países de América.
Descendiente de negros que llegaron a Bocas desde Martinica y Jamaica, Gallimore pasó su infancia en Changuinola, en medio de la dinámica que impuso la “mamita yunait”. La Chiriquí Land —subsidiaria de la United— no solo cosechaba, empacaba y exportaba el banano que sembraban miles de trabajadores, sino que había hecho en Changuinola un “minigobierno”. Allí se conseguían los puestos de trabajo y los salarios dependiendo del color de piel, y los grupos —latinos, negros, indígenas y estadounidenses— se mantenían aparte uno del otro: había barrios residenciales separados —para ejecutivos y para trabajadores— y también clubes sociales distintos.
La United contrataba a grandes orquestas y músicos para diversión de los altos ejecutivos. “Por eso allá a Changuinola llegó Benny Moré y La Sonora Matancera”, recuerda Gallimore. Como a él le gustaba la música desde niño, una vez se escapó de casa para escuchar a hurtadillas a uno de esos grupos del club para ejecutivos, pero un vecino lo vio y se lo contó a su padre. “Mi papá me dio una rejera por eso. Me dijo que no tenía derecho a estar en ese lugar”.
El nacimiento
Gallimore tuvo que dejar Bocas para obtener su bachillerato y luego ingresó a la Universidad de Panamá, en la capital. Pero al terminar el primer semestre, su padre lo mandó a buscar porque necesitaba ayuda. En Changuinola lo esperaba un empleo en la Chiriquí Land y un puesto, como pianista, en una orquesta.
En esas estaba cuando lo llamó el ministro Joshia. La orquesta que tenía años de tocar en el evento social de la iglesia se iba para Costa Rica, porque habían conseguido un mejor contrato, y el evento local se quedaba sin músicos. Gallimore, que era un miembro nuevo, Chino Williams, el cantante, y el conguero decidieron no viajar y ayudar con la fiesta parroquial. “El Chino me dice que tiene un amigo en Almirante que toca la batería; yo llamo a mi amigo, el Sargento Buggy, que tocaba la guitarra. Reunimos a seis personas y empezamos a ensayar”.
El sábado, a las ocho de la noche, con instrumentos de cuarta y un piano de ochocientas libras que cargaron entre varios, el grupo empezó a tocar. Al terminar la primera pieza hubo un silencio de funeral. Nerviosos comenzaron a interpretar la segunda pieza. Entonces el padre, para romper el hielo, sacó a una dama a bailar y ¡se formó el julepe!
“¿Sabe a qué hora terminamos? ¡A las 3:40 de la madrugada! ¡Y nos pagaron cuarenta dólares!”, cuenta, mientras se ríe a carcajadas. Creyente de la congregación bautista, Gallimore piensa que aquel favor que hicieron marcó la vida artística del grupo y por eso le gusta decir que los cincuenta años de carrera han sido un cúmulo de “diosidencias”.
The Beach Boys —como decidieron llamarse— comenzaron a tocar en isla Colón, la cabecera de la provincia, hasta que un día fueron contratados para la Feria de Bocas del Toro. Allí estaban cuando Pete Romero, que hacía de maestro de ceremonias y era entonces una estrella de televisión, mostró interés en ellos.
“Ya llevábamos como dos horas tocando cuando nos dice: ‘Oye, yo quiero cantar con ustedes’… Y el hombre quedó encantado”. Hoy Romero lo confirma: “No necesité ni diez minutos para darme cuenta que ahí había un gran descubrimiento musical, tenían un sonido propio”. Eso sí: Romero les sugirió cambiarse el nombre porque en Estados Unidos ya existía una banda con la misma denominación. Fue así como nacieron The Beachers.
El estrellato
El encuentro con Romero fue providencial. Gracias a sus contactos lograron una cita con Santiago García, dueño de Loyola Records. Los recibió en su estudio sin mucho entusiasmo. “Abrió la puerta y dijo: toquen lo que quieran”, cuenta Gallimore. Nada más empezar, la reacción de García fue inmediata: “¡Vamos a grabar!”.
Buscando qué interpretar, Feliciano Larry Earlington sugirió un tema que había armado hacía poco: “El estiloso”. El resultado final fue “África caliente”, un tema símbolo que sigue emocionando cuando a las congas que inician se unen el bajo, los sonidos de animales y el teclado. La pieza, que transpira africanidad, fue un boom. Como explica García Hudson, se vendieron más de 60.000 copias en una época en la que un disco de 45 revoluciones costaba un dólar. The Beachers terminaron encandilados, con una popularidad rimbombante que compartían con otros combos como Los Excelentes, Los Shelters y Los Mozambiques.
Un golpe trágico
El 18 de marzo de 1975, el grupo viajaba rumbo a la Feria de David, cuando la fatalidad los alcanzó. Mientras comían en Santiago, un amigo policía saludó a Frank Sergeant, el Sargento Buggy, y lo invitó a irse con él en moto hasta David. Dice Gallimore que el grupo le pidió a Buggy que siguiera con ellos, pero el amigo policía insistió. El Sargento Buggy se montó a la moto y la siguiente vez que lo vieron yacía en el fondo de un barranco. Aquello los golpeó durísimo. “Estuvimos parados como dos meses y el bajón duró como un año”, recuerda Gallimore.
The Beachers sobrevivió a la tragedia, pero la competencia con otros géneros musicales siguió dándoles batalla: primero fueron los otros combos, luego el reggae en español.
Más tarde, el reguetón, el vallenato y la bachata. Las presentaciones nunca cesaron, pero la popularidad del grupo se limitaba, en los últimos años, a un underground muy particular.
Así estaban cuando el músico Billy Herron, productor de Folk Lab Studio, se interesó en ellos. “Los había escuchado, pero no le había puesto atención a su música”, confiesa. Las cosas cambiaron a partir de Transístmico Project, un trabajo en el que Herron incorporó el teclado de Gallimore. De las largas conversaciones entre ambos salió la idea de un disco nuevo.
Ese miércoles 25 de octubre fue una gran noche: nada más interpretar “El toro y la luna”, el público cantó a todo pulmón: “Ese toro enamorado de la lunaaaaaaaaaaaaaa…”. Nada más arrancar con “El cojo y la muleta”, la gente empezó a dar brincos. Al escenario no solo subió este grupo, que lleva más de medio siglo cantando y tocando, sino también un personaje impecablemente vestido con traje, sombrero y zapatos black and white: Camilo Azuquita, agitando nostalgias con sus boleros.
También estuvo la reina del jazz Idania Dowman, quien, apenas lanzó el primer sonido, provocó un rugido de siglos. El público, buena parte negro como ella, la acompañó cantando “Baptisan”, golpeando la baranda del balcón, pateando el piso, agitando los brazos y la cabeza. Algo tiene ese tema, porque el teatro vibró entero.
Tal vez sea algo de eso lo que mantiene a The Beachers vigentes: esa capacidad para contagiar alegría, revolver nostalgias y cantar su negritud; para preservar ese tumba’o que solo ellos tienen, el gran combo panameño de la provincia de Bocas del Toro.