Los tesoros de Panamá La Vieja
Por: Ana Teresa Benjamín
Fotos: Carlos E. Gómez y Mauricio Valenzuela
En las playas de Panamá La Vieja corre un viento impetuoso y, en el cieno que deja la baja mar hay fiesta de gaviotas, pelícanos, garcetas y cormoranes. Unos metros más atrás de este espectáculo de vida está la avenida Cincuentenario con sus ruidos de motores, pero allí, al borde de la playa, es perfectamente posible imaginar la vida de los indígenas cuevas mientras las aves descansan y se alimentan de la abundancia del mar.
En las crónicas de la conquista de América se cuenta que, cuando los españoles llegaron al sitio que los cuevas llamaban Panamá, el lugar era un asentamiento varias veces mayor que la ciudad que ellos fundarían unos años después. Los cuevas ocupaban tierras en las que hoy se levantan los barrios de Costa del Este, Coco del Mar y Parque Lefevre, y comerciaban con otros pueblos ubicados en las costas del Pacífico central y del Archipiélago de Las Perlas.
Los cuevas eran buenos pescadores, y su dieta incluía también animales de caza y ranas, especialmente criadas. Los primeros hallazgos de su existencia se dieron en la década de 1960, cuando se encontraron algunas vasijas prehispánicas durante los trabajos de ampliación del cementerio Jardín de Paz, en el área del Parque Lefevre.
Precisamente, buena parte de lo que se sabe sobre los antiguos habitantes de Panamá es por los cementerios prehispánicos encontrados bajo las ruinas de Panamá La Vieja, a partir de las investigaciones arqueológicas retomadas en 1995. A partir de estos estudios se ha podido concluir, por ejemplo, que los indígenas enterraban a sus muertos cerca de sus viviendas ‚Äïuno de los cementerios estaba junto a una casa‚Äï y que la posición del cuerpo, las ofrendas colocadas y los adornos corporales (o su ausencia) son un indicativo de la posición social que ocupaba en aquella sociedad.
Las excavaciones en la antigua ciudad colonial también han permitido establecer que entre los cuevas había objetos suntuarios (gracias al hallazgo de una ranita de oro), que tenían música (por una flauta de hueso labrada y un silbato en forma de pájaro) y que el uso de collares y pulseras confeccionadas con conchas marinas eran símbolo de estatus y prestigio.
Pedrarias Dávila, fundador de Ciudad de Panamá, escribió en 1516 que por aquellos tiempos “venían a Panamá los caciques de áreas cercanas y más alejadas, para que les fundieran y labraran piezas de orfebrería, dado que había en la zona grandes maestros de este arte”. “Los cuevas compartieron el área con los españoles, aunque no se sabe con certeza cuántos años duró la convivencia”, explica la arqueóloga Mirta Linero Baroni. Los españoles, por su parte, levantaron su ciudad sobre el asentamiento indígena, y más de quinientos años después se sigue tejiendo una historia.
Ciudad de iglesias y claustros
Panamá era un sitio cenagoso, húmedo y caliente. Tenía el océano Pacífico al frente, pero dos veces al día ese mar se convertía en dos kilómetros de lama. Era una ciudad sin acceso fácil al agua dulce, con apenas unos pocos pozos en el centro.
Fundada el 15 de agosto de 1519, en Panamá había conventos, iglesias y oficinas de gobierno, y era una ciudad que servía de punto de encuentro para los viajeros que partían hacia el sur del continente, buscando las riquezas del Perú. Los primeros religiosos que llegaron fueron los franciscanos (1520), seguidos por los mercedarios (1522), los dominicos (1571) y los jesuitas (1578). Las primeras monjas de Nuestra Señora de la Concepción llegaron en 1598 desde Perú (fue la única congregación femenina en la ciudad) y en su claustro albergaron viudas, huérfanos, “solteras y mal portadas”, destaca Linero.
Si bien no llegaron primero, tuvieron la visión de la que otros carecieron. Junto con las obras de construcción (incompleta) de la iglesia y el claustro, en los predios del convento construyeron un aljibe capaz de acumular más de 124.000 litros de agua, convirtiéndose así en surtidoras importantes del líquido. La medida de venta, la botija, la vendían a real.
Los agustinos fueron casi los últimos en llegar (principios del siglo XVII), y su convento lo situaron al norte de la ciudad, en el arrabal de Malambo. Tan apartados estaban del centro que cuando los piratas ingleses comandados por Henry Morgan atacaron la ciudad, en 1671, el Convento de San José casi no sufrió daños.
Los últimos religiosos en llegar a Panamá fueron los de la orden San Juan de Dios, que en 1620 se hicieron cargo del Hospital San Sebastián, que operaba desde 1540. La historia del nosocomio es de espanto: de las crónicas e investigaciones se desprende que el hospital se mantenía con las limosnas y el trabajo de mujeres y esclavos, pero debido a los escasos conocimientos en medicina de aquellos tiempos, era más probable morir allí que salir sano. Las cosas empezaron a cambiar con la llegada de los religiosos, quienes en menos de diez años demostraron cómo habían logrado reducir la mortalidad. De todas formas, las familias pudientes de la época no se alojaban en ese edificio sobre la calle la Carrera, sino que preferían ser atendidos en casa.
Así, mientras las monjas vendían agua y los monjes atendían el hospital, los mercedarios adoctrinaban a los esclavos en la fe católica, y así con cada orden: cada quien en lo suyo; cada quien con su función.
El poder central en la Plaza Mayor
Como lo indica su nombre, alrededor de la Plaza Mayor pasaba todo lo importante en el aspecto social y político. Allí estaba la Catedral, hacia el sur el edificio del Cabildo y, del lado norte, las famosas Casas Terrín. “Las casas de Francisco Terrín eran el hotel cinco estrellas de la época”, informa Linero, de pie frente a sus ruinas. Francisco Terrín, uno de los vecinos más poderosos de la ciudad, las convirtió en estancias para los viajeros con el fin de aprovechar su estratégica ubicación ‚Äïfrente a la Plaza Mayor, el área más cotizada‚Äï, mientras él y su familia se mudaron a una casa cercana.
Del otro lado de la plaza había un pórtico en el que estaba el Cabildo y, mucho más adelante y separadas por un foso, las Casas Reales, centro del poder político español, con la Real Contaduría, la Real Audiencia y la residencia del gobernador, entre otras dependencias oficiales. Construidas sobre un terreno rocoso, era la zona más salubre y vigilada de la ciudad, pero estas medidas de poco sirvieron cuando el pirata Morgan llegó.
Más allá de los edificios de la iglesia y de gobierno, la ciudad tenía casas de madera y chozas. Como conquistadores, los españoles ocupaban el rango social más alto; más abajo, los indígenas y esclavos, que eran traídos a Panamá y comercializados en la Casa de los Genoveses.
Expuestos al clima lluvioso y a la humedad, las enfermedades eran una amenaza corriente y las familias españolas solían ponerles a sus niños resguardos (manitos de azabache, por ejemplo) para “protegerlos del mal”. Pese a estas adversidades, las familias más pudientes no querían renunciar a los lujos europeos y compraban vajilla y cubertería fina, importada, aunque Panamá se convirtió con los años en una productora de cerámica de calidad excepcional.
Las excavaciones realizadas detrás del Convento de la Concepción aportaron mucha información sobre el comercio de bienes de lujo, donde estuvo ubicada la alhóndiga o mercado. Algunas de las piezas recuperadas se exhiben en el Museo del Sitio Arqueológico.
La historia de la ciudad llegó a su fin en 1671, cuando Morgan y sus más de dos mil hombres llegaron a Panamá, tras varios días de caminata agotadora por la selva. Los habitantes ya habían escuchado de su presencia en el Istmo, y por eso niños, mujeres y monjas junto a un cargamento de plata fueron enviados días antes a Perú.
En el primer encuentro entre españoles y piratas, los primeros perdieron seiscientos hombres. Aplastados, recurrieron a un curioso plan B: soltar una manada de toros que, en medio del terreno fangoso donde se produjo la batalla, terminaron atascados y aniquilados. Ante la derrota evidente, dicen que el propio gobernador decidió prenderle fuego a la ciudad para dificultarle el trabajo a Morgan y reducir su botín, pero aun así el pirata inglés cargó con 175 mulas con sacos de oro y plata… Poco para el tamaño de la misión.
Veintiocho días después, Morgan salió de Panamá con varios cientos de prisioneros, dejando atrás solo cenizas. En 1673, los españoles empezaron la construcción de la segunda Ciudad de Panamá, hoy el Casco Antiguo. Lo primero que hicieron en el nuevo emplazamiento fue levantar una muralla para protegerse de los piratas, utilizando las piedras de la ciudad destruida.
Cómo llegar
Panamá La Vieja está situada dentro de la moderna Ciudad de Panamá, sobre la vía Cincuentenario, en el corregimiento del Parque Lefevre.
Puede tomar un bus en la Terminal de Albrook con la ruta “Panamá Viejo”, aunque el servicio de transporte colectivo en la ciudad es inconsistente. Es preferible pedir un taxi. Pregunte en su hotel por el servicio y las tarifas. Al conductor, dígale que lo deje en el Centro de Visitantes, al lado de la Estatua Morelos.
Horario y costos
De martes a domingos, de 8:30 a.m. a 4:30 p.m. El costo de la entrada para los visitantes extranjeros es de ocho dólares para adultos, seis para jubilados y tres para niños.
El recorrido por el museo y el sitio arqueológico se puede realizar en dos horas. Se recomienda usar ropa cómoda y holgada, zapatos apropiados para caminar sobre piedra y tierra, sombrero o gorra y bloqueador solar. No olvide llevar su cámara fotográfica o filmadora, capote o paraguas (la época lluviosa es de abril a diciembre), repelente contra mosquitos, agua y snacks.
Recuerde
Panamá La Vieja es Patrimonio Mundial de la Humanidad de la UNESCO. No se suba a los muros o paredes.
Para obtener más información, llame al 226 8915 / 9364 / 1757, entre a www.patronatopanamaviejo.org o escriba a info@patronatopanamaviejo.org.