Tras el esquivo rostro de los dioses
Por: Sol Astrid Giraldo E.
Fotos : Antonio Briceño
“Al principio no había nada. Todo fue creado por los pensamientos y visiones que el viento llevaba”. Así narra una leyenda piaroa el origen de la creación: el mundo habría surgido de “la propiedad de imaginar” que luego le fue concedida a la raza humana. El fotógrafo venezolano Antonio Briceño se ha apropiado de este don; sin embargo, a diferencia de los dioses que imaginaron a los hombres, él quiere imaginar a los dioses.
Para devolverles su rostro borrado por la historia, Briceño ha venido realizando esta Galería de los dioses de América desde hace veinte años. Más que un reportaje documental, se trata de una apuesta hecha con el vuelo de la poesía y la libertad del arte contemporáneo. Un trabajo precisamente de la “imaginación” como potencia creadora. Le inquietaba que los latinoamericanos supieran más del panteón griego que de los dioses escondidos en los tepuyes, la nieve andina o la sal de los desiertos. Como un fuego dormido, solo bastaba soplar un poco para que ascendieran del olvido.
El artista realiza una investigación antropológica antes de viajar a las comunidades, donde se sumerge durante meses. Allí abre sus sentidos al viento de la memoria tribal. Las divinidades son entonces imaginadas colectivamente, ya que en estas mitologías no hay siempre una figura que corresponda a cada dios. El panteón vernáculo está tejido por fuerzas naturales que no siempre toman formas concretas. Briceño, sin embargo, quiere hacer la traducción a una propuesta visual, para honrar la dignidad de los indígenas actuales, reconocer los territorios y ofrecer un soporte físico a tradiciones orales a punto de desaparecer.
Con la ayuda de chamanes y líderes comunitarios, escoge a ciertos habitantes para encarnar a los dueños del cosmos. En estas fotografías, las aureolas no son de laminilla de oro, sino el mismo Sol. Las manos de los dioses no tienen anillos, sino los callos de quien ha trabajado la tierra. Los protagonistas cambian apellidos foráneos como Rodríguez o Pérez, para renombrarse como Viracochas o Pachamamas, y recuperar linajes perdidos.
Este panteón descubre también un inédito continente. La fuerza telúrica y mítica no puede ser detenida por una frontera ni por las líneas de los mapas. Este es un paisaje vivo, con otros bordes y profundidades, donde las divisiones entre países ya no funcionan. Es una región de corrientes habitadas por los letales espíritus Rató, de barrancos y cumbres custodiados por los impredecibles Mawarí, de desiertos surcados por sirenas coloridas. Los dioses están emplazados en territorios que a la vez crean con su presencia. El Abuelo Fuego huichol se instala como un cable a tierra en medio de una tormenta cósmica. El “Dios más sabio” es un árbol entre los árboles, un venado entre los venados.
Hay otro reto. ¿Cómo fotografiar lo infotografiable? ¿Cómo registrar los inexistentes espejismos? ¿O la multiplicidad de espíritus que habitan un solo cuerpo? Los recursos de la técnica digital ofrecen aquí un camino. Igual sucede en la construcción de paisajes ideales a partir de varias fotografías, para recrear con la potencia que requieren las sublimes cosmogonías.
Briceño, después de ser testigo de la desaparición de comunidades por las represas, la minería, el turismo, el narcotráfico y la evangelización, podría decir como el replicante de la película Blade Runner: “He visto gente y lugares que ustedes nunca alcanzarían a imaginar.
Todo eso podría perderse en el tiempo, igual que lágrimas en la lluvia”. El suyo es un ominoso canto de cisne: “Los dioses de América —dice— se están yendo para siempre, y con ellos, una parte esencial de la humanidad. Mi trabajo es a contrarreloj y el camino aún es largo”, concluye mientras despliega esta inaudita cascada de exuberancia y sabiduría que es su galería de dioses de Abya Yala.