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CuentoRelatos de lo real: La ficha perdida

Relatos de lo real: La ficha perdida

Por: Juan Villoro
Ilustraciones: Henry González  
Selección y compilación: Carolina Fonseca

Al finalizar 2014, mi amigo Paco pasó por una historia que captura la fuerza y la arbitrariedad con que el tiempo cumple sus promesas.

En 1973, Paco era un baterista que había descubierto el ritmo en las cacerolas de su madre y trataba de perfeccionarlo ante una batería Ludwig tan parchada como la historia nacional. Sabía hacer ruido con los objetos y guardar silencio con los amigos. Mientras nosotros hablábamos, él asentía como quien lleva el compás. Era tan raro que dijera algo que no olvidábamos sus comentarios. Una noche pronunció la palabra “anacrusa” y explicó su importancia en el jazz. Curiosamente, al hablar de las notas que preceden a una frase musical, definía nuestra situación: éramos una anacrusa, el prólogo de lo que seríamos.

Un día de esos que se marcan con plumón en el calendario, el destino llamó a su puerta en la forma del amigo de un amigo de un amigo que le ofrecía trabajo en Nueva York. Paco vendió su batería para comprarse una maleta y empacó ahí los sueños de una generación. Lo acompañamos al aeropuerto con un entusiasmo acrecentado por nuestras fantasías. Para nosotros, ese flaco con una bufanda nerviosamente tejida por su madre, que le daba tres vueltas al cuello, era el borrador de una leyenda, un posible vínculo con Miles Davis.

Su estancia en Nueva York fue la de tantos músicos que viven cosas interesantes sin que eso signifique un éxito. Volvió con experiencias que le hubieran servido más a alguien capaz de contar historias y un diploma que anunciaba su abandono de los tambores en favor de la ingeniería de sonido.

Pero en ocasiones las historias se entienden mucho tiempo después de haber sucedido. Paco regresó a Nueva York en diciembre de 2014 y descubrió algo en lo que no había pensado durante cuarenta años.

Cuando luchaba por sobrevivir en esa ciudad, prefería tocar que oír a otros músicos. Aun así, se aficionó a descender las profundas escaleras que conducían al cielo hundido del Village Vanguard y, sobre todo, se aficionó a la chica de los abrigos. En esa atmósfera nublada por el humo todo adquiría una condición evanescente. La muchacha estaba y no estaba ahí; aislada en el guardarropa, no parecía disfrutar los prodigios que salían de las trompetas; pálida, inolvidablemente triste, cuidaba prendas sin cuerpos, brazos que no podían abrazarla.

Paco había jurado resistir el invierno con un suéter de Chiconcuac, pero se compró un abrigo con el fin de tocar fugazmente los dedos que le entregaban una ficha. En sus tratos sentimentales —nunca escasos— mi amigo ha necesitado que las mujeres aporten las palabras. No hubo ocasión de que la chica del guardarropa tomara la iniciativa. Ella fue para él una presencia inalcanzable y tenue, como las fases de la luna.

Cuando decidió volver a México, Paco le dirigió la palabra por primera vez, anunciando que se iba. Ella le dio un beso difícil de explicar, quizá motivado por la pasión, la lástima o la simple y asombrosa solidaridad humana.

En 2014, mi amigo regresó a Nueva York para pasar ahí el Año Nuevo y volvió a oír jazz, esta vez en el Blue Note. Se dirigió al guardarropa y entregó un abrigo de pelo de camello, muy distinto al primero que tuvo, comprado en una bodega del Ejército de Salvación.

Cuando quiso recogerlo a las dos de la madrugada, no encontró su ficha. Revisó sus bolsillos mientras la encargada lo miraba con una mezcla de amabilidad y hartazgo.

Entonces supo por qué no podía hallar la ficha: estaba ante la chica de otro tiempo, ahora convertida en una señora cansada de estar ahí. Cuarenta años atrás esa mujer había tenido para él el inatrapable valor de la lluvia.

Paco recordó que había dejado su celular en el abrigo. Si hacía una llamada, podría localizarlo. Ella le prestó su celular y Paco marcó los números con sus dedos de baterista jubilado. El teléfono sonó en el corazón del abrigo.

¿Qué podía decirle a la mujer cuarenta años después? Se limitó a dar las gracias, salió a la calle y el aire frío se hizo cargo de su rostro.A las pocas cuadras, se frotó el pecho y sintió un objeto. En el bolsillo de la camisa encontró la ficha de plástico. Por un momento pensó en regresar a devolverla, pero prefirió quedarse con ella, como una moneda para comprar el tiempo.

Hubiera sido bueno que el celular volviera a sonar en el abrigo y hubiera sido mejor que fuera ella. Pero no todas las cosas suceden.

El año se siguió acabando y Paco entendió que había ido a Nueva York a vivir un amor sin recompensa, digno de la música: “La oportunidad que perdí pero recuerdo”, les dice a sus amigos, en el tono inolvidable de quien usa muy pocas palabras.

El autor

Juan Villoro (Ciudad de México, 1956) es un dramaturgo, novelista, cuentista, ensayista y periodista. Ha sido profesor en la UNAM y profesor visitante en las universidades de Yale, Princeton y Pompeu Fabra de Barcelona, así como en la Fundación de Nuevo Periodismo, creada por Gabriel García Márquez. De 1995 a 1998 dirigió La Jornada Semanal, suplemento cultural del periódico La Jornada. Por el conjunto de su obra, obtuvo los premios Iberoamericano José Donoso e Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas, ambos otorgados en Chile. En España recibió el Premio Herralde por su novela El testigo; en Argentina, el Premio ACE por su obra de teatro Filosofía de vida; en Cuba, el José María Arguedas por su novela Arrecife, y en México, el Xavier Villaurrutia por su libro de cuentos La casa pierde. Su periodismo ha sido reconocido con los premios internacionales Rey de España, Ciudad de Barcelona y Manuel Vázquez Montalbán. Su libro más reciente es El vértigo horizontal: Una ciudad llamada México.

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