Quito, bajo un cielo nublado
Texto y Fotos: Natalia Castro
Llegamos en la mañana bajo una lluvia persistente y nos armamos de un mapa para familiarizarnos con las tres vías principales de transporte público: el corredor ecovía, el central norte y el trole bus, un medio de transporte fácil de usar, que conduce a la mayor parte de la ciudad. Finalmente, un poco perdidos y algo mojados, ubicamos nuestro hotel para dejar las maletas y empezar nuestra aventura.
Para comenzar, tomamos la Avenida Amazonas y caminamos hasta la Plaza de los Presidentes, cuyos bustos muestran el camino hasta el mercado de artesanías de La Mariscal. De repente, el día empieza a mejorar y, aunque las nubes no nos despejan el panorama, podemos continuar la caminata hasta el Parque El Ejido, donde un enorme arco se alza como una gran puerta de entrada a la zona verde de la ciudad. El Ejido es un límite entre el antes y el después de Quito. El parque, que tiene 1.470 especies de plantas nativas, se convierte, los fines de semana, en una especie de feria donde se ofrecen obras de arte, joyas y ponchos, entre otras artesanías autóctonas.
Nos sorprende el extraño deporte que practican por doquier: “ecuavóley”, versión ecuatoriana del voleibol, que se juega con balón de fútbol. Lo inventó una taxista, quien lo fue popularizando en pequeños torneos entre sus compañeros, hasta que en 1960 se realizó un campeonato oficial.
Encontramos luego un obelisco y una estatua del general Eloy Alfaro, llamado el “Viejo luchador”, que evoca al hombre de la revolución que murió combatiendo el conservadurismo del siglo XIX. Su fascinante historia y su trágico final descansan, como sus restos, en distintas partes del país. Este es solo uno de los monumentos que se alzan en su nombre. El 5 de junio, aniversario de la revolución, toda suerte de personajes, entre los que se mezclan estudiantes de colegios públicos de Quito y logias masónicas, se reúnen en este lugar a rendirle homenaje. También nos topamos con la estatua de José María Velasco Ibarra, cinco veces presidente de Ecuador, hoy en día inmortalizado en un balcón desde el cual habla a quien está dispuesto a recordarlo.
El parque en todo su esplendor de verdes, los niños jugando a nuestro alrededor y los personajes históricos bastaron para terminar nuestro primer día. Así que, exhaustos por el viaje, hicimos una de mis actividades favoritas: acostarnos en el prado a ver el cielo que aquel día estaba empecinadamente nublado y nos impidió ver las enormes montañas que adivinábamos a nuestro alrededor, y que son tan características de Quito. Dejamos el parque antes de que anocheciera y terminamos el día en la Plaza Foch: zona de barcitos, rumba y turistas. Un lugar perfecto para una cena familiar y luego escuchar un poco de música, con un coctel en la mano.
Al día siguiente la historia nos llama, así que salimos temprano hacia la Plaza de la Independencia o “plaza grande”. Ubicada en el corazón del centro histórico, destaca en ella el monumento a los próceres del 10 de agosto de 1809, cuando ocurrió el primer grito independentista de Hispanoamérica. A su alrededor están la Catedral Metropolitana, el Palacio Arzobispal, el Palacio Municipal y el palacio de Carondelet, sede oficial del gobierno ecuatoriano, adonde nos dirigimos.
El Carondelet fue abierto al público por el presidente Rafael Correa, quien decretó que la casa de gobierno realmente pertenece al pueblo ecuatoriano y que quien quiera visitarla debe poder hacerlo. Así que esperamos nuestra guía y en primer lugar detallamos dos jardines a lado y lado de unas majestuosas escaleras, que nos van conduciendo a los tesoros de Ecuador. Vemos allí, finamente talladas en una urna de madera, las armas de la República y, al fondo, el gran mural que el autor quiteño Osvaldo Guayasamín realizó en 1957 con una representación del descubrimiento del río Amazonas. Siete años tardó al artista en terminar los tres muros y los casi dos pisos que ocupa. Allí respiré profundo para sentir cada una de las pinceladas de esta obra maestra. Al final del recorrido, habíamos pasado una hora entre ensueños, obras surreales y exageradas piezas que han regalado distintas naciones al presidente ecuatoriano y que hoy descansan a la vista de todos.
De nuevo en la plaza nos encontramos con iglesias que colindan con más iglesias que a su vez limitan con conventos y templos. Quito es reconocida como capital religiosa, y no porque sea la más católica de Ecuador o Latinoamérica, sino porque conserva las más exquisitas construcciones religiosas de la colonia, que además esconden, detrás de sus altas puertas, tesoros de arte que hoy todavía despiertan admiración por miles de seguidores y turistas.
Son más de veinte iglesias, conventos y monasterios que resguardan tesoros de arte colonial, madera cubierta en oro y lo más exquisito de la famosa escuela quiteña: esa mezcla perfecta del arte español ejecutado por las diestras manos indígenas que llegó a ser tan importante que al respecto, cuenta la leyenda, el rey Carlos II afirmó: “No me preocupa que Italia tenga a Miguel ángel, pues en mis colonias tengo al maestro Caspicara”.
Una de las iglesias más visitadas es la catedral, construcción de estilo gótico-mudéjar que guarda retablos cubiertos con pan de oro, e imágenes de santos y mártires tallados por los primeros maestros de la escuela quiteña, que por cierto, tenía sede muy cerca de allí, en la iglesia de San Francisco. El altar mayor, de oro, tiene influencias barrocas y mudéjares. Muy cerca está La iglesia y convento de la Compañía de Jesús de Quito, cuya puerta exterior labrada en piedra volcánica despierta toda mi admiración. Al interior, la ornamentación está cubierta con láminas de oro.
En busca de más joyas arquitectónicas llegamos a la Calle de las Siete Cruces, puestas allí por los conquistadores españoles, quienes creyeron que los quiteños aún no estaban catolizados del todo y por eso había que recordarles su fe a cada paso. La verdad es que mientras caminábamos por estas calles antiguas me parecía imposible imaginar que alguien pudiese olvidar ir a misa o persignarse estando rodeado de imágenes de Cristo, mientras los cánticos religiosos se escapan de los conventos para musicalizar las caminatas de propios y turistas.
Finalmente llegamos a la Basílica del Voto Nacional: Basta verla desde abajo para sentir que los españoles pretendían que pagaras por tus pecados antes de entrar, pues las largas escaleras rodeadas de un hermoso jardín ya te dejan sin aliento. Respiro profundo, bajo esta enorme infraestructura gótica (la más grande de América), y me deslumbro con su exterior de grandes torres y puntas con gárgolas con formas de animales endémicos que cuidan desde lo alto para alejar los malos espíritus. Observo luego las puertas talladas en madera, que cuentan tanto la historia de la creación de Adán y Eva como la colonización y la imposición de la doctrina, y finalmente los vitrales, decorados con motivos de la flora nacional. Cuando pensé que ya era todo cruzo la puerta de entrada y de nuevo me quedo sin aliento y mi cabeza da vueltas por lo irreal que puede llegar a parecer el centro de la capital ecuatoriana. Definitivamente, la parada en la basílica es imperdible para peregrinos de cualquier fe o mochileros descreídos.
Aún hay iglesias por ver, pero el día está llegando a su fin así que volvemos resignados al hotel. Por ahora debíamos cambiar de tema, pues el tiempo es poco y la ciudad grande. Así que el tercer día, caminamos por La Ronda, una calle llena de historia y juegos tradicionales, hoy habitada por comerciantes locales que atienden sus negocios artesanales dispuestos a contar sobre sus productos. Allí conocimos a Luis López, dueño y artesano de Humacatama (palabra quichua que significa “cabeza cubierta”) que, como su nombre lo indica, se especializa en la venta de sombreros. Luis nos recibe con un “siga no más”, y un sombrero en la mano. Nos explica que es uno de los pocos que se dedica a la confección de este tipo de sombreros en Ecuador y con un extraño aparato de madera nos mide la cabeza para encontrar el talle perfecto. Nos probamos la mitad de sus sombreros entre tradicionales, antiguos y de película y nos ajustamos finalmente el elegido para seguir hasta la chocolatería Chez Tiff, cuyo lema relativo a Ecuador reza: “Cacao, luz de América”, en donde nos enseñaron el proceso que va del grano al plato y probamos té de chocolate y deliciosos bombones con pétalos de rosas, menta y café, entre otros.
Luego, un taxi nos conduce a El Panecillo, un mirador cerca del centro de la ciudad a 3.000 metros de altura y con vista de 360 grados. Con el silencio que nos envuelve y el cielo, nuevamente nublado, Quito otra vez logra dejarnos sin aliento mientras reposamos a los pies de la Virgen de Legarda.
El día lo terminamos en el Parque de La Carolina, en la parte moderna de la ciudad, lo cual nos produjo un cambio de panorama y actitud, pues aquí los edificios, las calles y los peatones nos recuerdan por fin que estamos en el siglo XXI y el bulevar de las Naciones Unidas y sus obras de arte contemporaneo nos devuelven a la realidad. Admiramos una muestra de arte itinerante y cenamos en el centro comercial, un perfecto final para un día de contrastes.
En nuestro último día en Quito viajamos a “La Ciudad Mitad del Mundo”. Construida para el turismo y la educación, a 13,5 kilómetros de Quito, es imperdible. Por solo dos dólares de entrada, recorremos la majestuosa Avenida de los Geodésicos, adornada con los trece bustos de los hombres que calcularon el centro exacto del planeta. Luego, en el museo del pabellón de Francia, leímos todo sobre las expediciones y misiones que buscaron este punto exacto del planeta con todo tipo de inventos. Visitamos el insectario, el pabellón de España y Quito colonial hasta encontrarnos con la línea amarilla que lleva al monumento ecuatorial y al lugar deseado: la Latitud 00” 00” 00”. Y estampamos nuestros pasaportes para tener como souvenir el sello que prueba nuestra visita a la mitad del mundo.
Visitamos luego el Museo Etnográfico, que muestra las distintas regiones de Ecuador hasta llegar a la planta baja, donde hablan acerca de los otros países divididos por la línea equinoccial. Muy cerca se halla el Museo Intiñan que muestra las regiones y costumbres del Ecuador y experimentos que prueban las diferencias magnéticas entre el norte y el sur del mundo. Aunque mucho más modesto que el primero en cuanto a infraestructura, es mucho más didáctico. Allí, por ejemplo, nos explicaron los efectos que tienen la gravedad y el magnetismo en el norte y en el sur del mundo y así entendimos por qué el agua del retrete gira hacia distintos lados dependiendo de la latitud.
De los museos salimos exhaustos, y de Quito felices. Aunque en tres días no vimos ni una punta de sus montañas, caminamos desde el siglo XIX hasta el siglo XXI, nos deleitamos en parques grandes y verdes, calles mínimas de adoquín y modernas de asfalto, y visitamos edificios con arquitecturas imposibles. Salimos con la promesa de volver en una temporada que el sol esté de nuestro lado, y sin olvidar el saludo con el que en Quito se abren todas las puertas: “siga no más”.