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Destino BelicePlacencia: El mundo entre dos aguas

Placencia: El mundo entre dos aguas

Por Ana Teresa Benjamín
Fotos: Carlos E. Gómez

Ese mediodía en Placencia, el sol ardía como brasa. Quizá fueron las tres horas de viaje en coche con aire acondicionado, tal vez El Niño y su calor inclemente, o acaso los años, que van adelgazando la piel. Placencia es una tierra caliente, sin duda alguna, pero basta con asomarse a sus arenas para que el viento juegue con el cabello igual que hace con las palmeras.

Ubicada al suroriente de Belice, Placencia es un pedacito de tierra estrecho y apenas levantado sobre el nivel del mar, que a un lado de su carretera principal tiene una laguna y, del otro, el Caribe. Al llegar se nota la explosión del mercado de bienes raíces que está sufriendo la península: aquí y allá, en la muy escasa tierra firme o sobre rellenos de piedra y arena, se levantan hoteles y viviendas de techos altos y pórticos, seguidos de caseríos o plantaciones bananeras.

Ya en el centro del pueblo, el ambiente de playa es innegable: no solo está el sol con toda su fuerza, sino que huele a salitre por doquier. Las casas más añejas ―de madera, algunas de dos plantas― abren sus ventanas de par en par. En los patios, la ropa se seca al viento y, por el borde de la calle, la gente con la piel brillante de sudor sube y baja en pantalones cortos, camisetas y chanclas.

Repleta de restaurantes, hospedajes y fonditas, Placencia tiene el sonido de las caracolas en sus portales. Aquí hay un spa, allá un banco con el letrero desteñido y varias tiendas de asiáticos. Incluso la gasolinera del pueblo tiene aire de playa: más que llenar el tanque, dan ganas de estacionar el carrito de golf para disfrutar la puesta del sol. Pero esa primera tarde el destino era Seine Bight. Dicen que es una comunidad garífuna muy cercana, y yo, que jamás he conocido alguna, me dejo empujar por la curiosidad.

Una terraza frente al mar Caribe

La historia cuenta que los garífunas ―producto del mestizaje de varios grupos originarios de África y el Caribe― llegaron a la costa atlántica de América central luego de ser expulsados de la isla de San Vicente, a finales del siglo XVIII. Hoy se les encuentra en Honduras, Guatemala, Nicaragua y Belice, y si bien su cultura, cantos e idioma son de tal riqueza que forman parte del Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, la pobreza sigue marcando sus vidas.

“La lengua garífuna pertenece a la familia de las lenguas arawak y ha sobrevivido a siglos de persecución y dominación lingüística”, se lee en el sitio web de la Unesco. “Poseen una gran riqueza de úragas: relatos que se narraban durante las veladas o las grandes reuniones. Las melodías reúnen elementos africanos y amerindios, y los textos constituyen una verdadera reserva de la historia y el saber tradicional de los garífunas sobre el cultivo del manioc (yuca o mandioca), la pesca, la fabricación de canoas y la construcción de casas de barro cocido”.

La villa de Seine Bight, en Placencia ―porque así la llaman los locales: village― es una comunidad compuesta por unas mil personas que labran sus días en casas de madera construidas sobre pilotes y despintadas por el viento. A esa hora de la tarde van saliendo los niños de las escuelas, y las calles, polvorientas y flanqueadas por patios, se llenan con los colores de los peinados afro de las niñas más pequeñas.

Aunque en el centro de la villa persiste el calor, el viento del Caribe invita a caminar hacia “adentro”. Hay poca gente en la calle ―ha de ser la modorra que produce la temperatura―, pero ya casi en la playa se escucha una voz y es una mujer que, sentada en una terraza grande que ha construido mirando al mar, conversa por teléfono a todo pulmón, como queriendo vencer las ráfagas del viento. Es rico, pienso, eso de tener una terraza frente al mar… Al fondo, dos palmeras sirven para amarrar unas cuerdas y de ellas se sujetan, con fuerza, unas piezas de ropa.

Los primeros habitantes de Placencia fueron los mayas, quienes utilizaron las aguas de la laguna para la producción y el comercio de la sal. Luego le siguieron grupos protestantes puritanos y, más tarde, llegaron los garífunas. Aunque buena parte de la población subsiste de la pesca (los hombres, sobre todo), el turismo se ha convertido en una fuente de ingresos importante y no es para menos: a Placencia llegan miles de turistas cada año atraídos por la riqueza marina del área, que incluye el segundo sistema de reservas de la barrera del arrecife más grande del mundo ―después de la Gran Barrera de Coral, de Australia―, las playas, islas y el famoso atolón denominado el “Gran Agujero Azul”.

El recorrido por Seine Bight termina con un espectáculo improvisado de música garífuna, organizado por un hombre ya en canas pero con brazos fibrosos, de nombre Alphus Calvin Moreira. Alphus toca las maracas y canta con fuerza estremecedora, mientras otros dos compañeros hacen vibrar los tambores. En medio de las tres voces aparece un niño y empieza a bailar con movimientos tan sinuosos y seguros, que dan ganas de quedarse un buen rato más, escuchando la “fiesta”.

Paisaje de colores

Tras el asomo a Seine Bight y el paseo por el muelle ―un hombre limpiaba esa tarde los pescados inmensos obtenidos durante la jornada, frente a un grupo nutrido de clientes―, la noche me alcanzó en un cuarto de hotel con ventanas en todas las paredes. Destaco este detalle por una razón bien terrenal: hacia las diez de la noche empezó a soplar viento, que comenzó tímido pero terminó doblando palmeras y estremeciendo techos. Después de quince minutos de ventolera, temí la inminencia de un huracán. Salí a la terraza, miré hacia la calle: estaba desierta, todos muy tranquilos dentro de sus casas. Entonces pensé que si los lugareños no se alarmaban, tampoco debía hacerlo yo. Los siguientes 45 minutos los pasé acurrucada en una cama inmensa oyendo cómo se vaciaba el cielo, mientras el follaje alrededor del cuarto se daba manotazos. El viento silbaba, el agua caía horizontal, y yo seguía allí con los ojos bien abiertos, viendo cómo las rachas bailaban junto a la cama, gracias a la muy bien hecha ventilación cruzada.

El aguacero nocturno se prolongó por un par de horas más, sirvió para bajar el bochorno, y el día siguiente amaneció espléndido. Con el sol tempranero sobre las sienes salí a la calle armada con vestido de baño, porque ese sábado iba rumbo a Silk Cayes.

El mar de Placencia es de un turquesa intenso. Nada más dejar la costa, sobrecoge la vastedad del paisaje. Una hora después de navegar por el Caribe, el bote disminuye la velocidad y se detiene al borde de un médano. Al fondo, el lugar donde pasaríamos el día: un manojo de arena con algunas palmeras habitadas por gaviotas y cormoranes, mesas e instalaciones sanitarias, en donde ya había personas que merendaban o careteaban alrededor.

Acá debo confesar que nunca aprendí a nadar. El medio acuático me produce cierto pavor primitivo y, por esta razón, las actividades relacionadas con mares o ríos representan un reto emocional. Pero estaba en Belice, con un chorro de bloqueador sobre el cuerpo, una máscara y un par de chapaletas. Sentada sobre la arena blanquísima escuchaba atenta las instrucciones del joven a cargo de la expedición, quien explicaba cómo ponerse el equipo, cómo respirar por la boquilla de la máscara y hasta cómo voltearse en el mar con las chapaletas puestas.

Lección número uno: colóquese la máscara y empiece a respirar por la boquilla. Parece obvio y básico, pero el instinto hace que se insista en respirar por la nariz, y el resultado es que el plástico de la máscara termina adherido a las fosas nasales. Reacción: angustia. Lección número dos: ¿ya se acostumbró a respirar por la boquilla? Bien (pero no). Introduzca la cara en el agua y siga practicando la respiración. ¿Lo siguiente que escucho? El blup, blup, blup… gurrr, gurrr, gurrr… Como en esas escenas en las que están asesinando a alguien ahogándola con una almohada, ¿ven? Reacción: terror.

Dadas ya las instrucciones de rigor, el instructor nos invitó a gatear sobre la arena con la máscara… Yo sigo peleando con la respiración y con la asociación negativa que me producen los sonidos, hasta que a la máscara se le mete el agua. Ha de ser que el chico me vio el gesto de indefensión porque, tras el ataque de tos, no solamente buscó una máscara que ajustara mejor, sino que se convenció de que “no había manera alguna” de que me introdujera al mar sin salvavidas, y me colocó uno bajo los brazos.

Lo siguiente que ocurrió fue pura fuerza de voluntad. Ya más confiada con el salvavidas, volví a meter el rostro bajo el agua, decidí despreocuparme por la respiración corta y ansiosa del alma y abrí los ojos. ¡Los abrí! Y lo que comencé a ver fue hermoso: un pez de colores, dos peces, cinco, una docena… Algunos nadaban suavemente, otros parecían pequeños torpedos… Todos juntos formaban un espectáculo de colores digno de un libro de cuentos.

Lo otro fueron los corales. Los había blandos, que se movían al son de las corrientes; y los duros, con forma de cerebro. Tantas eran las formas, matices y luces, que poco a poco fui dejando la orilla y nadando, muy cerca del guía, hacia un fondo azul y oscuro que me hizo sentir otra vez un poco de ansiedad. En el camino apareció una langosta, una mantarraya, un pez aguja y hasta una morena. El snorkeling se prolongó unas dos horas, hubo almuerzo en el islote y, ya otra vez en el bote, hubo otra parada para observar tiburones. A esta no me anoté…

De vuelta a tierra firme, puedo decir con seguridad que la mejor parte del paseo a Placencia fue ésta. No lo dude: pese a las aprehensiones, no hay como descubrir nuevos mundos.

 


 

Cómo llegar

A partir del 8 de diciembre, Copa Airlines tendrá dos vuelos semanales al Aeropuerto Internacional Philip S.W. Goldson, de Belice. Para llegar a Placencia hay que tomar un vuelo doméstico, desde la misma terminal.

Dónde hospedarse

La oferta hotelera en Placencia es amplia y para todos los presupuestos. El equipo de Panorama de las Américas se hospedó en Captain Jak’s, sobre la vía principal del pueblo, que tiene cuartos disponibles (equipados con sala y cocina) para mochileros, parejas, familias y grupos grandes o pequeños. Allí alquilan bicicletas y carritos de golf para recorrer el pueblo y sus alrededores, a precios accesibles. Para más información, entre al sitio www.captainjaks.com o escriba al correo electrónico info@captainjaks.com

Para excursiones

Splash Dive Center ofrece paquetes completos de buceo y snorkeling, además de cursos para PADI, excursiones para observación de tiburones, visita a islas y arreglos para hospedajes. Para obtener más información visite www.splashbelize.com o escriba al correo electrónico Splashbelize@yahoo.com.

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