Nikkei es Perú
Por: Josefina Barrón
Fotos: Pocho Cáceres, Renzo Giraldo e Inés Menacho
Una nueva cocina está naciendo en Perú, fruto del encuentro entre dos grandes mundos: el japonés y el peruano, donde lo zen y lo pícaro se conjuran en el fogón y chispas de sabor conquistan al incauto comensal. El nipón se enamoró del mar peruano, del sabor de sus pescados, de la exuberancia de mariscos… Este proceso que tomó tiempo, como las buenas cosas lo exigen fue posible gracias a la peculiar diversidad de suelos y frutos del Perú. Con un toque de miso y algo de shoyu, la irreverencia peruana y la solemnidad japonesa se fundieron en un fino bocado.
Eso es lo que hemos querido contar en un libro. Mitsuharu Tsumura Micha’, como le decimos sus amigos uno de los cocineros más reconocidos de Perú, y yo escritora, cronista de las costumbres y tradiciones de mi tierra y apasionada comensal‚Äï exploramos la historia de nuestra cocina nikkei desde cuando los primeros migrantes japoneses desembarcaron, hace ya más de un siglo, para trabajar en las haciendas cañeras y azucareras de la costa. Ellos reinventaron nuestra manera de comer, cocinar y valorar aquello con que la naturaleza, desde el mar hasta la selva, nos ha bendecido.
¿Cómo resolver la dicotomía entre sintetizar y refundar la cocina peruana tradicional en clave nikkei, con sus delicados sabores que nos transportan al terruño y a la vez nos hacen sentir a la vanguardia? Osando; porque la vida es movimiento: nada ni nadie es estático ni absoluto. Estamos en flujo constante, como lo están la Tierra, las mareas, las bacterias, la luz, la sangre, el color y la semilla. Las cocinas, como los árboles genealógicos, son redefinidas sin cesar, enriqueciendo sus identidades en una intensa interculturalidad que es la base de la historia de toda civilización, desde que los hombres intercambiaron los primeros sonidos, productos, ideas y costumbres.
Por eso cocina fusión es solo cocina; así de elocuente es la palabra que encierra el acto. En el fogón se promueve el diálogo, se confrontan los elementos, se atraen los opuestos. Quizás el hecho de que fuesen distintas generó el dinamismo, la sorpresa que todo comensal busca cuando sale a la caza de nuevos sabores. Cada uno de estos dos mundos conservó su temperamento, su esencia, sin perderse en el otro. El dashi caldo madre de la cocina japonesa, hecho con bonito seco y algas, sin aderezos balanceó las intensidades de la sazón peruana. El ají, con su atrevimiento, le puso picante a la calma de los sabores japoneses. Japón puso el arroz blanco, sin sal, sin ajos, como un verdadero compañero de la fogosidad peruana; una contraparte, mucho más necesaria que accesoria. Los peruanos, sobre todo los de la costa, ya éramos arroceros desde cuando llegaron los chinos.
Encontrar el punto medio fue el nacimiento de lo nikkei. “El ají y el shoyu fueron hechos el uno para el otro”, confiesa Micha. “Nace el miso picante, que combina muy bien con las hierbas peruanas, que aportan aroma al dashi; logramos un dashi reforzado que un japonés no tomaría, pero el peruano adora”.
Lo mismo pasa con el shoyu y el limón. Cuando los primeros cocineros nikkei empezaron a proponer el pescado crudo en el cebiche en vez de prepararlo recocinado en limón, que es como hacíamos antes de ellos; cuando se les ocurrió añadir apenas unas gotas de shoyu a ese pescado para acompañar el limón que ya estaba allí, nació nuestra cocina nikkei. El tiradito conquistó los paladares peruanos un poco después. Algunos estudiosos refieren que viene del norte; que así cortaban y comían los pescadores piuranos. En Japón el sashimi se sirve con shoyu y wasabi fresco, recién rallado; pero el limón y el ají peruano le confirieron un nuevo rumbo al pescado peculiarmente sabroso del mar peruano. Más sazonado que un sashimi; más ligero que el cebiche: fundamento de nuestro nikkei.
El acebichado llegó para arrasar. Cuenta la historia que fue en el restaurante Matsuei donde se creó este maki peruanazo. Sorprendió a los paladares de los comensales acostumbrados, aún, al California roll. Y desde el comienzo, placer. Al principio la salsa no era cremosa; tenía la palta por dentro y concha de abanico empanizada. Cuando Javier Matsufuji dejó el Matsuei y abrió el Edo, reinventó el maki. Ya no pescado blanco sino atún; ahora langostino empanizado en vez de concha de abanico, shoyu, limón. La salsa de cebiche lleva mayonesa, para hacerla más cremosa, y corona el maki cebolla china y shichimi ‚Äïese rojo polvillo picante japonés. El acebichado se ha consagrado como uno de los makis más emblemáticos de la cocina nikkei peruana y es plato de rigor entre peruanos y extranjeros. Nunca es igual, pues cada cocinero tiene su variante de maki acebichado.
Recuperando, recuperándonos
Cuando yo era chica, no sabíamos de sushi. La cocina japonesa no estaba en nuestra cotidianidad. Cuando salíamos a comer íbamos por pizzas, pastas, comida criolla y, poco después, por el gran embajador de la comida peruana: el cebiche. En los primeros años de mi juventud, el pescado aún se recocinaba en limón. Eran los últimos latidos de la década del 70.
El tiradito aún no aparecía en las cartas de las cebicherías. Vino después; tanto que mis padres no tuvieron de jóvenes la suerte de disfrutarlo, como sí la tuvimos nosotros a partir de los años 80. El boom de los bares sushi es más bien reciente y no, la presencia de inmigrantes japoneses no es necesariamente la causa de esta explosión vital de sabores nuevos; algo tuvo que ver el hecho de que el gran Nobu y el no menos grande Toshiro estuvieran desde mucho antes elaborando propuestas culinarias. Ambos cocineros japoneses se vieron seducidos, envueltos, conquistados por la gastronomía peruana, por sus platos atrevidos, sus ajíes de colores, los frutos del Amazonas aún no descubiertos, los productos del mar, de los Andes a los que ellos les concedieron una nueva oportunidad, un espacio en la cocina contemporánea.
Nuestra cocina nikkei se empieza a desarrollar con énfasis cuando la cocina peruana emprende su auge; pero se trata de un proceso que no está aislado del Perú. La revalorización de las cocinas del mundo como fenómeno cultural, vivencial, sensorial, social y cultural es una tendencia que surge cuando la globalización tiende a estandarizar las expresiones regionales. Fue Estados Unidos uno de los países que lideró la difusión de la comida japonesa por el mundo. El California roll conquistó el paladar de los limeños de las clases más acomodadas, con su avocado y la extraña presencia del queso crema; cosa que Toshiro no podía aceptar. Pero paralelamente a la moda del sushi, que fue creciendo en Lima, ocurría un fenómeno poderoso y muy nuestro. Forjábamos una cocina nueva: lomos saltados con toques de shoyu, pescado crudo y ya no cocinado en limón, en el cebiche, algas sobre ese pescado, tiraditos y gracias a una mujer de manos mágicas llamada Rosita Yimura‚ pulpo al olivo; ese emblemático plato que rápidamente se convirtió en orgullo nacional.
Pero, ¿cómo es que le dimos por fin una nueva oportunidad al pejesapo? ¿Cómo es que acompañamos la aceituna negra de cada día con láminas de pulpo? ¿Por qué hoy sentimos que es natural que nos sirvan papas nativas, chips de maíz morado, paiche coronado con hilachas de chonta, nueces de Bahuaja Sonene y camu camu? No fue sencillo; fue doloroso salir de la crisis existencial por la que el peruano pasaba. Estar orgullosos de nuestra tierra, mirarla siquiera, tomó tiempo. Estábamos pasmados; empobrecidos. Así nos tuvo el terror durante veinte años, y antes de eso, sucesivos gobiernos que arrastraron el impacto de una reforma agraria mal conducida, que dejó los campos devastados. El Perú era Lima. Y el plato, fiel reflejo del estado de ánimo del peruano, no congregaba lo que hoy contiene; aunque debo decir que nunca perdimos la exuberancia de sabores y texturas que manifiesta la comida nacional. Pero vaya, la hoja de coca, la kiwicha, la mashua, la oca, la quinua no existían en nuestro vocabulario. En los años 80, Perú era un callejón sin salida; un estado de (des)ánimo mucho, mucho más que una nacionalidad bien llevada.
Recuperar la confianza fue un proceso gradual. Como curar una herida honda. La gastronomía, con su naturaleza democrática, atemporal, autóctona y universal, nos trajo de vuelta el amor por el país. Cultivamos paso a paso el sentimiento de que nosotros, los peruanos, sí podíamos. Sin necesidad de discursos ni panfletos, en silencio y todo el tiempo, el Perú poco a poco conquista el mundo porque se conquistó a sí mismo. Las décadas de los 90 y los primeros años del 2000 fueron un tiempo de efervescencia, de reencuentro con nuestra fantástica naturaleza, con nuestra vastísima cultura.
Todo ese poderoso sentimiento dejó de ser resentimiento. Le dio al cocinero nikkei, peruano de nacimiento y sabor, y también al japonés que vino desde Japón, valga la redundancia, alas para volar. El primero asumió su compleja dualidad; el segundo se acriolló porque, como dice mi amigo y crítico de gastronomía Ignacio Medina, hay algo que está en la naturaleza de la cocina peruana: el vampirismo culinario. Una capacidad de absorber todo lo que pasa alrededor, deglutirlo, digerirlo, y regurgitarlo convertido en otra cosa; algo nuevo. No hay duda del permanente intercambio cultural, el mestizaje, la identidad renovada, que la cocina auspicia con alegría. Pasará con lo nikkei, quién sabe, como con la marinera: habremos creado nuestra propia danza, nuestro propio traje, nuestra propia música, a partir, sí, del pasado, de raíces distintas, pero en un nuevo y poderoso lenguaje.