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Niebla

Por María Pérez-Talavera
Ilustraciones Henry González 
Selección y compilación Carolina Fonseca

Sabemos que cada mañana, antes del amanecer, baja por el empedrado hacia la terraza con su cuenco de barro en la mano sumándole un vaho a la neblina. La tierra mojada es alma de brisa que hace que el café negro le sepa a verde también. Atraviesa la angostura del muelle sin que la madera crepite; su peso es irrelevante como irrelevante es cubrirse el cuero para plantarse en el borde hasta que salga el sol.

El lago se sumerge en sus aguas, mojado de frío y vestido de algares. En la orilla respiran sus faldas espumosas entre gorgoteos licuados que el viejo escucha quieto, como si le contaran algo que solo él entiende. Destellos aún ocultos tras los volcanes abrillantan el cuerpo acuoso, y toda la masa tiembla cuando los pájaros le parten la piel con sus alas frágiles y picos diminutos. Finos rayos van descubriendo la otra orilla, pero la niebla se empeña en emborronarla con su aliento gélido. El aura croa, ulula, silba y el viejo imprime en el espacio movimientos al compás: paseándose de un lado a otro; atajando el aire por donde pasó una libélula, una estrella fugaz; lanzando piedritas a la playa con el peso de sus memorias, o eso me parece a mí

Recordamos el día que descendió desde la cumbre. Llegó al pueblo en diciembre a la hora de la misa de gallo, con un armón cargado de pinos y un costal repleto de piñas que zumbaba una a una al centro de la plaza. Los muchachos nos abalanzamos sobre el botín llenándonos los bolsillos y haciendo saco con los ponchos. Convertimos las piñas en granadas de guerra, en pelotas y amuletos; avivaron el fuego de nuestros hogares y hasta adornaron la Navidad. Me acerqué a darle las gracias, pero quedé paralizado ante la nubosidad de sus ojos ocultos tras una capa blanquecina. No supe si me estaba mirando y tampoco quise averiguar. Levantó el brazo y señaló un punto detrás de mí. Volteé despacio, con la nuca erizada, siguiendo el recorrido choreto de su dedo hasta divisar a mi madre haciendo señas y llamándome eufórica. A él nunca le oí la voz.

El tiempo se pone espeso, y una bruma se levanta sobre el espejo de la ensenada donde se ahoga su mirada lechosa. Desde el andén se escucha el chapoteo de sus ojos hundidos. Sus suspiros se funden con la niebla —esa omnipresente niebla— cuando a lo lejos lo vemos balbucear palabras mudas que escalan la montaña para derretirse en la lava que la preña. Para convertirse luego en este olor a salvia que nos impregna y se desvanece, pues ni el eco sobrevive en esta distancia densa.

Presumimos que el viejo a la soledad le cuenta lo que quisiéramos comprender. En un susurro inaudible está encriptado el color de su piel magra; las cicatrices que le empadronan el cuerpo; la sangre de guerreros indígenas de una india muda, de un hombre blanco de sudor rancio y dientes amarillos que corre por sus venas hinchadas; los dolores de aquellas ausencias que lo acompañan a donde va; el misterio que le empaña los ojos. Tal vez, cuando masculla, al lago le narra de dónde viene con la esperanza de que su corriente, casi marina, lo devuelva hasta allá. Quizá confiese a algún bote el miedo que tiene de saltar a sus entrañas y dejarse remolcar hasta el otro lado para reencontrarse con lo que sea que dejó.

Con quien sea que lo espere a él, un viejo de vida plana a quien no conocemos; a quien observamos desde la distancia, sin notar patrones sutiles de su existir —como que siempre desciende con la niebla y se recoge cuando se disipa; como que la niebla, su cuenco humeante y él se funden en cada respiro, vaho que le empaña la vista; como que el frío no le permea la piel; como que su sombra titilante es la poesía natural de un caserío cualquiera a las orillas del lago, donde un estático pueblo entero está abrazado por el efecto mariposa de su llegada, de su presencia y ausencia, de las fibras que toca como un arpa melodiosa cuando irrumpe en tiempo y espacio de una época vetusta en la que pareciera haber nacido el placer de entregarnos absortos a la quietud de un paisaje ancestral.

Las aves insisten con su canto, repiten su trinar que rebota en no se sabe dónde. En un parpadear, la luz pinta de rosa dos laderas empinadas en V, y al colarse por el vértice que las une, empapa las aguas en su resbalar. Del otro lado, bombillos-luciérnaga avivan el arcén del lago. Ya los pescadores vadean sus profundidades y llanuras espantando el manto que les cubre el sustento: la esperanza del día cuelga de la punta del anzuelo. Al amanecer, cuando la mañana se limpia, el viejo ya se ha guardado en lo alto de su cabaña de pino. Del único ventanal cuelga una cortina de piñas que lo protege de la luz; que lo oculta de nuestras miradas; que al atardecer baila con el viento y teje un juego de luces hermoso sobre el porche de madera; que por la noche deja que se cuele la niebla.

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