Monte Rainier, un copito de nieve entre las nubes
Texto y fotos Javier Pinzón
Es agosto, los meses fríos han pasado y ahora prevalecen el calor y los días soleados. Los niños juegan en el lago y entre los edificios de esta colorida ciudad, lejos en el horizonte, todavía permanece un pico nevado que sobrepasa las nubes. Es Mount Rainier, una montaña de más de cuatro mil metros de altura, que constituye el punto de referencia de los oriundos de Seattle y sus alrededores.
Estoy visitando a unos amigos de esta área, tengo pocos días para conocer las bellezas naturales del estado de Washington y ellos han decido llevarme a este, su lugar especial, 87 kilómetros al sureste de la ciudad. Nuestro recorrido empieza rumbo a una isla de nieve que se asoma entre las nubes y que en unas tres horas se convierte en un imponente pico nevado rodeado de un degradé de colores y un paisaje de ensueño.
Mount Rainier es un volcán activo que tiene el pico glaseado más grande en los 48 estados continentales de Estados Unidos. Pero todos sus pisos térmicos constituyen un regalo para la vista. Arriba, por encima de los 2.100 metros, está el reino de la nieves perpetuas: once kilómetros cuadrados de blancura impecable. Por debajo de esa línea y hasta los 1.500 metros, están las praderas subalpinas que adquieren protagonismo al final de la primavera cuando la nieve comienza a derretirse y miles de pequeños riachuelos corren montaña abajo llevando consigo el despertar de la vida. Es cuando nacen de la nada cientos de especies de flores silvestres que pintan de colores las alturas medias de esta montaña. Más abajo están los bosques de cedros que han visto pasar, imponentes, varias generaciones de seres humanos. Gracias a su belleza y riqueza natural, alrededor de este monte fue creado el quinto parque nacional de Estados Unidos, en 1899, para proteger un poco más de 95.000 hectáreas.
En este día de verano el sol brilla e ilumina el escenario. Iniciamos nuestro recorrido en la parte baja de la montaña donde prevalece el verde oscuro del tupido bosque. Bajamos del auto para recorrer el camino Grove of the Patriarchs y conocer más de cerca a estos gigantes de madera, algunos con miles de años de edad y setenta metros de altura. Estos majestuosos árboles que rodean el monte han logrado sobrevivir a erupciones de volcanes, tormentas de invierno, inundaciones e incendios, y hoy permanecen tranquilos, dándome la bienvenida y creando un telón que esconde los secretos mejor guardados del Rainier.
Volvemos al auto y nos dirigimos al Centro de Visitantes Sunrise, a 1.950 metros de altura. Este es el punto más alto con acceso vehicular, desde el cual se obtiene una vista de 360 grados a los valles floridos y el complejo de montañas que se extienden alrededor del Rainier y punto de partida de cuatro senderos de caminatas de un día. En total, el parque tiene más de cuatrocientos kilómetros de senderos.
Dejamos el carro atrás para adentrarnos en el paisaje. Es como si diéramos un paso dentro de una pintura sin fondo. Nuestro objetivo es llegar a Frozen Lake, por lo que recorreremos varios senderos: Nature Trail, Sourdough Ridge Trail y parte del Wonderland Trail. Caminaremos 4,8 kilómetros, subiremos 152 metros y dejaremos atrás el verde oscuro de los pinos, pues ya no crecen a estas alturas.
Las praderas subalpinas verde limón con pinos cada vez más esporádicos empiezan a ser lentamente colonizadas por un sinnúmero de flores silvestres. Son cientos de especies de flores que forman parches de colores blanco, morado, azul, rojo, naranja, amarillo y rosado, además del verde oscuro de los pinos y el verde claro de los pastos, que poco a poco se entrelaza con piedras cada vez más frecuentes, negras y filudas.
Pasamos la mañana caminando por estos extensos jardines ambientados por el silbido de las marmotas. El paisaje está lleno de vida: son 130 especies de pájaros y cincuenta de mamíferos, bello hogar de la cabra de montaña y el oso negro. Al alcanzar los dos mil metros de altura los tapetes de flores son remplazados por delgados senderos que rodean paisajes estériles al filo de las pendientes rocosas. Nos adentramos en las nubes, que vienen y van ocultando los picos nevados que nos rodean. Los caminos terminan cuando el blanco intenso del hielo se convierte en nieve que rápidamente torna color turquesa el agua de los lagos. Es un interminable paisaje de contrastes: la roca lisa y dura, la nieve suave y esponjosa, los pinos puntiagudos y el tapete tridimensional de flores de colores levemente salpicado por las mariposas que van de flor en flor.
El día cierra con broche de oro, los colores del atardecer le quitan protagonismo al blanco intenso de la nieve; rojos, naranjas y hasta morados se asoman tras los picos y un reflejo hace brillar los colores de las flores. Es tan emocionante que vamos a pasar la noche en el parque. Hay varias opciones para pernoctar, escogemos el albergue Paradise Inn, fundado en 1916 y parte del atractivo histórico del parque. Rodeados de flores de colores y con una de las mejores vistas del Rainier y sus cascadas, cenamos un delicioso plato. Para despedir el día nos asomamos a disfrutar de la luna llena, mientras un curioso venado nos da las buenas noches.
Linda y Ken, nuestros hospederos, han recorrido estos caminos desde su adolescencia, y ahora, a punto de alcanzar su edad de retiro, comparten este rincón favorito con nosotros. Nos advierten que si madrugamos, los lagos de la reflexión, a unos pocos minutos del hostal, nos darán una grata sorpresa; así que lo hacemos. Son las seis de la mañana, el sol sale tímido tras los picos filudos interceptados por pinos puntiagudos. El agua de la laguna está tan quieta que con los primeros rayos de sol se convierte en un espejo gigante. El pico del Rainier luce doble tras una leve capa de neblina que se dispersa lentamente. El show comienza, el cielo se incendia de color y la reflexión es perfecta. Para rematar, una familia de venados nos da los buenos días.
Durante el segundo día decidimos caminar por el Skyline Trail para coronar en Panorama Point, a dos mil metros de altura. Desde allí veo todo en su contexto. En el parque hay 25 glaciares, cada uno con su nombre, conformando el sistema de glaciares en un solo pico más grande de Estados Unidos fuera de Alaska. Desde allí arriba sobresalen de las nubes los picos hermanos del Rainier, haciendo coro al pico más alto de la cadena de volcanes que se extiende entre los estados de la costa Pacífica, desde el monte Shasta (en California) hasta el monte Baker (en Washington).
Caminamos en la nieve pero no hace frío, por eso quiero acercarme lo más que puedo al final del recorrido. El paisaje es tan hermoso que me resulta imposible borrar la sonrisa de mi cara: ¡es magnífico! No es de extrañar, pues las condiciones geográficas y ambientales hacen que este paisaje sea único en el mundo; incluso algunos dicen que es “una isla ártica en una zona templada”.
Tras unos ocho kilómetros de caminata retorno al refugio y caigo en cuenta de que este paraíso natural elevado en lo más alto de la cordillera no solo lo disfrutamos los turistas actuales. Habitantes de hace cuatro a cinco mil años también admiraron estos paisajes, pues se han encontrado sus rastros en la primera sección del Snow Lake Trail.
Dos días en el monte Rainier no son suficientes. Cada año cientos de senderistas y escaladores experimentados intentan colonizar la cima, pero no todos los logran. Parece cercana, pero llegar hasta ella exige determinación, experiencia y muchas horas de esfuerzo.
Llega la hora de volver a la ciudad, y desde casa de nuestros amigos, a orillas de Lago de Washington, veo de lejos ese copo nevado que sobrepasa las nubes. Es como un espejismo en el cielo que alguna vez se hizo realidad para mi. Durante el resto de mi estadía en los alrededores de Seattle, Mount Rainier seguirá distante en el horizonte pero ya no será el anónimo copo blanco de antes.