
Donde el monte baila: los diablos Cucuá de San Miguel Centro
Cada año, durante la celebración del Corpus Christi, la comunidad de San Miguel Centro, en Coclé, revive una de las tradiciones más autóctonas del folclor panameño: los diablos Cucuá. Esta expresión cultural destaca por su conexión con la naturaleza, el uso de materiales orgánicos y una estética profundamente simbólica.
Por Alexa Carolina Chacón
Fotos Rommel Rosales
“En el proceso evangelizador, tanto de la región como del istmo en general, la figura terrenal del diablo dentro de la festividad del Corpus Christi viene a ser la oposición o rivalidad del bien, representado en el Santísimo Sacramento”, Krishna Camarena, experta en folclor.
Con la fibra de la planta cucuá se hacen artesanías (carteras, llaveros y aretes, entre otros) que plasman diseños de animales y plantas de la comunidad.
El camino hacia San Miguel Centro es un espectáculo visual para los extranjeros que van conmigo en el auto. Verde denso, verde panameño, de lado a lado.


Como istmeña, estoy acostumbrada a este despliegue de naturaleza; sin embargo, sigue siendo una zona nueva para mí también. Nos dirigimos a la comunidad con el chef José Navarro, de Endémico Lab, quien trajo a Panamá a un grupo de expertos culinarios para que conocieran el país desde adentro. Parte de esa experiencia es presenciar y participar en la danza de los diablos Cucuá, expresión folclórica única de esta parte de la república.
La danza de los diablos Cucuá surgió igual que muchas de las expresiones ligadas al Corpus Christi: del encuentro y la tensión entre la catequesis católica y las cosmovisiones indígenas. Esta manifestación es una joya del Corpus Christi panameño, pero también un testimonio vivo del sincretismo que da forma a la identidad del país: las herencias indígena, africana y española se entrelazan en esta ceremonia que representa, literalmente, la lucha entre el bien y el mal.
Una danza nacida del bosque
A diferencia de otras danzas de diablos en el país, los Cucuás no se visten de telas vistosas ni cargan capas bordadas. Su vestuario surge directamente de la tierra. La corteza del árbol cucuá (Poulsenia armata), de donde proviene su nombre, es la materia prima que cubre sus cuerpos. De corteza blanca, hojas anchas y crecimiento recto, este árbol crece cerca de los ríos y ha sido parte de la cosmovisión indígena desde tiempos remotos.
“El árbol cucuá crece derecho, con fuerza. No es casualidad que se haya convertido en símbolo de esta danza”, explica Krishna Camarena, experta en folclor y una de las voces que ha documentado esta tradición.


El traje entero —camisa, pantalón y la característica pañoleta, que cae casi hasta el suelo— es elaborado con fibras vegetales y tintes naturales extraídos de plantas como ojo de venado, guaimí y yuquilla, entre otras. Sobre la máscara se observa la huella del mestizaje: una base tejida con bejucos, cuernos de venado, quijada de saíno y símbolos cristianos como el cáliz, junto a motivos naturales como el sol, la luna y las estrellas.
Este equilibrio entre naturaleza y espiritualidad define la estética de los diablos Cucuá. Su apariencia puede parecer feroz, pero no hay artificio. Cada elemento del atuendo es un vínculo con la montaña y los espíritus que habitan en ella, con el pasado que aún respira en esta tierra.

El alma de la ceremonia
Omar Ariel Rodríguez, reportero que ha investigado el tema en profundidad, explica que el día de Corpus Christi la ceremonia empieza con tres golpes secos del mango del garrotillo contra una pieza de madera clavada al suelo. Es el Diablo Mayor, quien marca el inicio, revisa su tropa y ordena el ingreso al escenario. Detrás de él avanzan en número impar los demás personajes: el capitán, el teniente y los danzantes. Caminan como barriendo el piso con los hilos del garrotillo. Se contonean, descalzos, al ritmo que impone la caja. Las redondillas que entonan —versos que mezclan entonación indígena y referencias a la naturaleza— elevan la danza a una especie de ritual poético. “La redención se representa con el acto de caer a los pies del Santísimo Sacramento. Es un momento poderoso, donde el mal se rinde ante el bien”, apunta Rodríguez.

El día que visitamos la comunidad no se celebraba Corpus Christi, pero cada miembro de ella nos hizo sentir la pasión con la que viven la festividad, tal cual lo hacen cada junio. Son amables, de hablar pausado y una apertura espiritual especial. Quieren que con respeto conozcas cada detalle de su festividad.
Hecho por el pueblo para el pueblo
Los diablos Cucuá son obra colectiva. La comunidad entera participa. Los hombres se internan en el monte a buscar el árbol, extraen su corteza, la golpean con una maceta de madera, la lavan y la secan al sol. Las mujeres, mientras tanto, cosen los trajes y extraen los tintes de las hojas y semillas. Juntos moldean las máscaras, atan los cascabeles a las camisas y afinan el ritmo de los tambores.
Esta danza, que en sus orígenes era exclusiva de hombres, hoy se ha abierto a la participación mixta.

Más que una danza, una resistencia cultural

El garrotillo, instrumento que los danzantes llevan en la mano, recuerda simbólicamente los castigos impuestos durante la colonización, pero también ha sido resignificado: ahora es un objeto de poder y arte usado para marcar el ritmo y proteger la memoria colectiva. “El garrotillo es símbolo de sometimiento, sí, pero también de transformación. Hoy es una herramienta ceremonial”, destaca Camarena.
En cada edición del Corpus Christi, esta danza reafirma su papel en el tejido cultural panameño. No es una puesta en escena decorativa, es una práctica viva que se resiste a la homogeneización.
San Miguel Centro: corazón del legado
Llegar a San Miguel Centro es sumergirse en otra dimensión del tiempo. A 34 kilómetros al norte de Penonomé, el pueblo se levanta entre ríos caudalosos y cerros que parecen susurrar historias antiguas. Aquí no hay grandes plazas ni comercio turístico. Lo que hay es un sentido profundo de comunidad, una conexión espiritual con la tierra y una convicción compartida: preservar la danza como se ha hecho por generaciones.
Las nuevas generaciones, lejos de alejarse, se están integrando. Jóvenes que crecen viendo a sus padres cortar el cucuá, moldear las máscaras y ensayar las redondillas, ahora asumen el rol de guardianes culturales. Algunos han viajado a otras provincias para representar a su comunidad; otros han documentado la danza para asegurar su permanencia.

Una invitación a mirar distinto

Observar la danza de los diablos Cucuá es asistir a una ceremonia donde el tiempo se curva y las raíces se hacen cuerpo. No es solo una actividad del calendario religioso; es un espacio donde lo indígena, lo afro y lo hispano coexisten, no en tensión, sino en una armonía que se construye desde la experiencia compartida.
La invitación es clara para quienes visitan Panamá durante el Corpus Christi: salgan del camino tradicional, avancen hacia el interior, respiren el aire del monte, escuchen la caja sonar… Tal vez, en ese instante, comprendan que hay danzas que no solo se bailan: se viven. Y en San Miguel Centro, los diablos Cucuá siguen danzando para no olvidar.
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