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ReportajeLa vuelta al día de Jacanamijoy

La vuelta al día de Jacanamijoy

Por: Iván Beltrán Castillo
Fotos: Lisa Palomino

En medio de la barahúnda y el clamor que gobernaba la noche, en la exitosa inauguración de su retrospectiva, Carlos Jacanamijoy creyó verse a sí mismo en un rincón discreto: solitario, inmaduro, insustancial y anónimo, tal y como lo estuvo en esta ciudad hace ya más de tres décadas. Parecía cosa de literatura fantástica. Pero eran tantos los invitados y tantos los advenedizos, tantas las mujeres bellas y los críticos ululantes que se habían citado en el legendario MAMBO, que el joven de estampa cenicienta se esfumó de los ojos del artista como si hubiera sido un espejismo.

Jacanamijoy miró a todos lados y ya no encontró a su doble, tal vez un joven cualquiera que empieza su carrera artística en la capital colombiana, y que horadó su consciencia, tan crispada en aquel minuto triunfal. Estos episodios accidentales, donde la vida se carga de simbolismo, suelen ocurrirle desde la misma infancia. Visiones que pueden durar apenas unos segundos, asociaciones fulmíneas, pero que desovillan las más intensas descargas subjetivas. A él le gusta llamarlas epifanías; ahora había ocurrido una con el joven fantasma.

“¿Cómo empezó todo esto?”, se preguntó mientras, cual impetuosos fogonazos, regresaban hacia él los episodios de una existencia abisal, un atrevido discurrir estético; un viaje existencial lleno de paradojas, instantes sublimes, hallazgos, encuentros y distancias mortales. “¿Cómo empezó todo esto?”, se repitió. Y lo hacía mientras charlaba y apuraba vino con todos los asistentes que le requerían para la reflexión sesuda, el apunte irónico o la sentencia pertinaz, y que danzaban graciosamente, algunos un poco ebrios, gozando los cuadros casi parlantes, por los tres pisos del edificio futurista.

Se recordó en alguna esquina de Bogotá, recién arribado a la urbe, sin mucho dinero, contactos ni amigos, pero con la fuerza y el tesón de que son capaces los artistas jóvenes. Siempre creyó por aquellos días que todos en la urbe inhóspita se conocían y se habían puesto de acuerdo para no permitirle el paso, y menos aún la victoria. Veía gente hosca, dura y cortante, vestida de negro cual zopilotes agoreros, portando paraguas y (no sabe bien por qué) se le antojaban rodeados por una frágil sonata de Chopin.

“Eran los días”, cuenta ahora Jacanamijoy sin asomo de rencor, “en los que para ellos yo no pasaba de ser un ser inferior, un marginal, un indígena venido de tierras distantes donde aún los hombres son ardidos por el fuego de la magia y al que, según postulaban los más radicales, había que tenérsele vigilado por ser diferente, excéntrico para la urbe, escandaloso a la luz gris de los decálogos. No era, sin embargo, la primera vez que divisaba y temía esta urbe desapacible y con frecuencia prosaica”.

Su padre, Antonio Jacanamijoy, lo trajo en muchas ocasiones a Bogotá, cuando hacía sus correrías de curaca putumayo iniciado en el gran secreto de los chamanes ingas, a los que perteneció desde joven y que, según es fama, prodigan la alucinación, el viaje espiritual y los sueños dirigidos.

“Muchos son los críticos y espectadores”, nos dijo a propósito Jacanamijoy, “que confieren a la cercanía de los rituales indígenas una parte de responsabilidad en mi obra. Algunos, exagerando el vínculo, hasta creen que los cuadros son exclusivamente nacidos de las nupcias del artista con la alucinación y con algunas pócimas sagradas como el cotizado yagé”.

“Yo fui afortunado asistente y aprendiz de la hermosa mitología de mi pueblo”, comenta Jacanamijoy; “un inga adolescente, pensativo, cobrizo, fascinado por los colores y formas que se erguían a su paso como llamados, caligrafía sinuosa, guiños del universo, risotadas del infinito, flirteos de la naturaleza. Al lado de mi padre los viajes eran muchos, constantes, habitados por el asombro y por experiencias caras al espíritu. Viajó hasta morir a los 86 años, casi siempre a pie; así se tratara de sitios distantes. Incansable y lleno de serenidad, estuvo en Venezuela, Ecuador y Brasil”.

“Merced a aquel nomadismo, Bogotá fue relativamente fácil”, apunta Jacanamijoy con algo de pesadumbre. “No sería justo que me imaginaran ustedes como el ermitaño semi-salvaje y arisco que se asusta con el tamaño de los edificios o el estampido de los autos de una gran ciudad. No; en realidad lo que me atemorizó aquí fue la conducta equívoca, soberbia y pedante de la mayor parte de la gente. Era demasiado para un hombre solo”.

La memoria del futuro

“Llegué, como tantos otros, a una de esas residencias estudiantiles austeras, impersonales y un tanto desapacibles del Chapinero bogotano. A veces me parece que semejan chalupas famélicas cuya tarea es recoger a todos los náufragos que va dejando el tifón de la ciudad. Son sitios donde alquilan cuartos, o a veces solamente camas, a gente de muy escasos recursos que llega a la urbe a conjuntar las piezas de un sueño”, cuenta Jacanamijoy mientras mira a su alrededor, escudriña su casa del barrio Bosque Izquierdo, donde se realiza este reportaje: amplia, llena de hermosas sugerencias arquitectónicas y decorativas, con cuatro pisos espaciosos y lumínicos rematados por un enorme estudio y un observatorio. La recorre como si de pronto se le antojara irreal y se sintiera inserto dentro de un sueño de triunfo del que sería macabro despertar.

“Fue una época ascética, conventual, sin rumba ni efluvios bohemios”, rememora. Tiempo de acostarse temprano y levantarse cuando apenas está saliendo el sol. época de trabajo, de volcánicas emociones artísticas y más bien escasas aventuras personales; temporada de auroras subjetivas, necesaria para encontrar la ruta.

Hay una escena de aquel tiempo humilde que lo marcó para siempre: fue la tarde en la que vio a dos mujeres posando desnudas para un grupo de pichones de Picasso en uno de los salones de la Universidad de la Sabana. Eran bellas, de carnes rotundas y formas hechizantes que llamaban a la contemplación. Se quedó observándolas durante un par de minutos y, mientras gozaba aquel festín estético, descubrió para siempre que los artistas no son otra cosa que los encargados de eternizar toda la hermosura y toda la poesía que el tiempo arrasa.

Pronto las convenciones, los decálogos y las anquilosadas formas de transmisión de la verdad artística que se implementaban en las cátedras de academias y universidades (estuvo en la Sabana, coqueteó con la Javeriana y los Andes, pero terminó graduándose en la Nacional) le parecieron pobres e insuficientes. Empezó a buscarse a sí mismo frente a la tela, mientras fatigaba colores, sospechando que la mayoría de los noveles artistas no llega muy lejos en la epopeya de construirse una identidad. Por esas dudas frente a la academia, incluso fue capaz de rechazar dos becas en Europa.

“Al principio, cuando apenas estás iniciando el viaje, la cosa parece fácil. ¿Dónde encontrarías la savia y el nutriente que podría fundar una verdadera obra? ¿Dónde estaban las semillas de un mundo Jacanamijoy, autónomo y perceptible a la pupila de los espectadores? Hasta que una mañana, con una increíble naturalidad, empecé a recordar mi infancia, mi tierra, mis primeras andanzas, las imágenes que se habían quedado en mí y que parecían moldear mi identidad. Y fue como si todo eso viajara por mis venas, recorriera mi cerebro, mis brazos y mis manos y empezara a surgir como una espléndida descendencia. Ahí empezó todo”.

El ascenso del inga

“Yo descubrí que el futuro queda en el pasado”, apuntó Jacanamijoy ahora sonriente. “Tal vez haya sido el descubrimiento de artistas plásticos como Wilfredo Lam, Diego Rivera, Roberto Mata o Rufino Tamayo. Quizá la visita a los mundos literarios de Marcel Proust y James Joyce, o sencillamente el estremecimiento de recoger mis pasos, allí en Santiago de Putumayo, pero lo cierto es que mis cuadros empezaron a llenarse de una verdad y una trasparencia que antes no tenían”.

“Quien mire con atención todas mis obras encontrará entre bastidores, falseados por el deseo, la imaginación, el erotismo, las ausencias y el torrente de la vida, todos los capítulos de mi biografía, especialmente aquellos que duelen, que impresionan, que se niegan a ser pasado. ¿Cómo olvidar a mis padres, Antonio Jacanamijoy y Mercedes Tisoy, macerando matas en un totumo, en el resplandor solar del Putumayo? O los juegos infantiles de los niños inga con los chilacuanes, que no eran otra cosa que chamizos a los que poníamos unas patitas o amarrábamos una cuerda para darles vida y convertirlos en nuestros compañeros de aventura. Cómo olvidar a mi abuelo, siempre al frente de su ebanistería y orgulloso de haber estado por décadas con los misioneros; o a la abuela en su changra, que es como los ingas llaman a sus huertas, cosechando legumbres y cuidando los torrentes de agua. O el día en que me gradué en la Universidad Nacional para convertirme en el primer indígena que lograba un título en ese prestigioso sitio. O al hermano Bibiano, convencido marista que consagró su vida a orientar e inflamar los dones y talentos de sus estudiantes indígenas en la escuela de Santiago, y cuando murió fue enterrado como cualquiera de los nuestros, junto a chamanes y putumayos en una tumba que todavía permanece llena de flores frescas. Recuerdos que aparecen y desaparecen de manera intermitente, tanto en nuestra memoria como en las obras de arte”.

El artista y su circunstancia

Ahora, Carlos Jacanamijoy es un nombre sacrosanto del arte latinoamericano. Sus exposiciones en Estados Unidos, China y Europa han sido acogidas con beneplácito por la crítica, y el encuentro que se produce en su obra entre la herencia prehispánica y la cultura occidental excita a la crítica y lo divierte a él, quien gracias a este ascenso ha podido visualizar aspectos inéditos de la comedia humana.

 

“Ahora muchos de los que me apartaron y no soportaban mi presencia de inga me invitan a sus fiestas y gustan de tomar whisky conmigo. Me parece perfecto, aunque nunca pierdo la oportunidad de hacer humor de sus costumbres impostadas, su aristocratismo inexplicable, su alcurnia de ficción, sus aires monárquicos y sus costumbres que caricaturizan a las rancias noblezas europeas. En Colombia hay, por ejemplo, tres ciudades en las que tengo grandes amigos, pero que derrochan altivez y pedantería social: Manizales, Cartagena y Popayán”.

“Creo que el indigenismo es un sello peligroso y dudo de que mi obra se explique tan solo poniéndole este rótulo. No hay que olvidar que este tema es ya parte de la demagogia del poder y que los presidentes y candidatos en campaña lo utilizan para sus fines pragmáticos, al lado de otros lugares comunes como la justicia y la igualdad. Y el arte verdadero, al contrario, se hace para romper estereotipos, paradigmas y clichés”.

“Es curioso pero, ahora que he logrado encarnar mi sueño estético, son muchos los detractores que me salen al paso. Dicen que me he convertido en comercial por la sola razón de que me pagan. A esos ácidos detractores yo les digo: ‘¿No es acaso un gran propósito lograr un mundo donde a los artistas les paguen y les paguen bien?’. ¿Cómo es posible que un violinista, un fotógrafo o un bailarín no puedan vivir de su trabajo?”.

Y termina diciendo: “Aunque viví en Nueva York ahora voy a quedarme en Bogotá. Yo la amo mucho y está probado que ella también me ama…”.

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