La canción del desierto
Por: Iván Beltrán
Fotos: Lisa Palomino y Cristian Pinzón
Cuando el viajero insomne entra en contacto con el espíritu del lugar, allí en la Alta Guajira colombiana, más allá de las pinceladas folclóricas y de los datos fácticos que le informan sobre las coordenadas geográficas, percibe la sensación increíble de que el adentro y el afuera se convierten en un solo, expresivo y revelador paisaje. Imágenes vibrátiles se levantan al paso, motivando las más inesperadas asociaciones en la traviesa imaginación. La ausencia, la distancia y el olvido, la corrosión del tiempo, los agujeros infinitos de la memoria, la insularidad acechante en todos los recodos de la existencia, la inutilidad y fugacidad del hombre y, al mismo tiempo, el resplandor de todas sus empresas, parecen aguardar como nociones en cada centímetro de arena y en cada voluta del aire. Se revela entonces una experiencia radical, extrema, como aquellas que privilegian los grandes místicos, los obcecados naturalistas, los geógrafos minuciosos o los artistas hipersensibles.
En los años 50 del siglo pasado, el escritor bogotano Alberto Zalamea Borda capturó el alma subvertida de esta región en toda su intensidad, narrándonos la experiencia de un linajudo bogotano que se adentra en su variada polifonía solo para buscar ese otro que hay en él, más allá de las convenciones y la vida monótona. Su novela Cuatro años a bordo de mí mismo refleja, como pocos “objetos del arte”, la capacidad, el cuestionamiento radical, el desorden de los sentidos que el contacto con La Guajira puede deparar al forastero.
Durante ocho candentes días, los fotógrafos Lisa Palomina y Cristian Pinzón recorrieron La Guajira por rutas diferentes para dar testimonio de la experiencia común a todos los viajeros y turistas que, después de hacer un viaje fatigoso, acceden a este “gran teatro” de la naturaleza.
La arena infinita
El absoluto, la eternidad, el cielo mentido de las quimeras teológicas, la música sacra, los grandes poemas y las emociones inenarrables que anonadan el críptico corazón humano, parecen encontrar una prueba terráquea en el desierto de la Alta Guajira. El ojo incansable no quiere detener su viaje y todos los sentidos entablan aquí un coloquio fraterno con la extensión. Mar de sed, océano sin agua; el desierto, altivo y devorador, nos conmueve y aterra al mismo tiempo.
La muerte ardorosa
En la mitología wayúu, morir en el desierto y ser enterrado allí se considera un acto ritual de suprema importancia. Efectivo método para escapar del valle de lágrimas mundano, muchos de los que mueren en otras partes de la costa colombiana son traídos hasta aquí —con frecuencia en teatrales y coloridas procesiones— en la creencia de que su tumba será perpetuamente solar. Mitología tropical, la Alta Guajira se enseñorea tanto con el amor como con la muerte, a los que confiere la categoría de dos gemelos en constante pugna.
Aquí y allá, los cementerios aparecen frente al viajero y, como si fuesen los escenarios de uno de aquellos memorables spaghetti western, que inundaron el cine en la década de los 70, impresionan con su belleza macabra y su lírica saudade.
La sed de la tierra
Las nupcias del mar con las lenguas de arena también resultan un espectáculo de considerable densidad que vapulea el ánimo del viajero. En la imaginación y la fantasía de los hombres el desierto es un rigor marcial, una dictadura natural, donde se expían las culpas, se sofocan los demonios y se inventan los dioses. Pocas imaginerías lo dotan con porciones de agua, benévolos manantiales o tímidos riachuelos, pero en la Alta Guajira el mar y la arena congenian y pactan ofreciendo atmósferas un tanto surrealistas, cuya visión tiene un poder hipnótico.
El lugar sin límites
No son muchos los viajeros que logran llegar hasta Punta Gallinas, pero no hay prácticamente ninguno que deje de intentarlo. La ruta, empero, es ardua y tediosa y requiere viajeros duchos y empecinados. Es este el punto más extremo de la Alta Guajira y allí donde se borra la raya imaginaria de la nación y el faro que le simboliza es curioso por lo poco grandioso, por lo nada memorable.
Los colores del hombre
La intervención de los hombres en el diario vivir de la Alta Guajira queda patentizada en los tejidos, que en esta región de Colombia adquieren una conmovedora sabiduría y una inventiva cercana a las grandes creaciones de la imaginación. El pueblo guajiro confiere mucha importancia al mundo de los sueños, al sofisticado universo onírico, y por eso cada hamaca lleva impreso el deseo de que su dueño tenga en él las más plácidas noches.
Verdes centinelas
Para dividir propiedades y delimitar extensiones, los habitantes de la Alta Guajira no echan mano de los tradicionales cancerberos —perros o cercas de púas, cuidanderos o agrimensores—, sino que utilizan la naturaleza para su propósito de posesión. Las cercas vivas, en muchos casos disimuladas obras de arte y en muchos otros dicientes expresiones de poder, aparecen una y otra vez en el camino y son respetadas por todos.
Cuando huye la tarde
El atardecer constituye una fuente de placer para los sentidos, y alguien tendría que ser demasiado objetivo, demasiado usual y un realista en el peor sentido de la palabra para no caer en el embrujo de una extasiada contemplación frente a la puesta del sol. Los viajeros quedan suspensos en manos de una filigrana de recuerdos, sintiéndose presa de los pensamientos más táctiles y sorprendentes, dejándose ganar por un enriquecimiento silente y maravilloso mientras huye la tarde.
Como un Juan Gris
La paleta de colores donde pueden encontrarse combinaciones sutiles, novísimas, vírgenes y nunca antes percibidas, recuerdan a veces a grandes demiurgos de la plástica universal, especialmente maestros como Braque, Miró o Juan Gris; aventureros de la abstracción homenajeados aquí por la poética de la naturaleza. No es de extrañar entonces que hasta la Alta Guajira, con gesto conmovido y sitibundo, arriben muchos cultores de la pintura y la escultura para beber la inspiración en este reino de arena y ventiscas.
Las otras presencias
Aunque la mayor parte del tiempo lo que se sucede frente a los ojos del advenedizo son las múltiples y temibles arenas, aquí y allá aparecen —como un matiz, un brote de repentina generosidad— cactus, arbustos de escaso follaje, piedras, rocas y sinuosas enredaderas salvajes a la manera de diminutas deidades escultóricas. Es la prueba viviente de que también allí, inmerso en el escenario de apariencia lunar, corre impetuosa la savia de la vida. Y de pronto —big bang sublime— la vida animal, los merodeos y danzas silentes de especies con muchos siglos de supervivencia, que donan al cuadro movilidad y gracia. A los viajeros les gusta fantasear con estas inesperadas eclosiones, a veces con estampa prehistórica.
El rostro, los rostros
Y entonces, como una aparición en medio de aquel ámbito donde la naturaleza parece autosuficiente y desligada de su brutal querella con el hombre, el viajero encuentra la presencia humana y, si tiene aguzada la sensibilidad, puede juzgarla casi fantasmagórica, una aparición en el sentido más hondo de esa grave expresión. Las personas aquí son del todo distintas y entablan con su entorno un puente lleno de acotaciones sublimes, de roces delicados, de amorosa paciencia: una amistad.