Escudo de Veraguas: el mito
Por: Juan Abelardo Carles
Fotos: Carlos E. Gómez
Bocas del Toro es una de las maravillas naturales de Panamá. Un sinnúmero de islas, islotes y peñones entre las que destacan Colón, Cristóbal, Bastimentos y Popa, se alargan casi hasta encontrarse con la dilatada Península Valiente, encerrando un golfo, llamado la “laguna” de Chiriquí. En este espacio, en el que las corrientes marinas se atenúan, conviven manglares, arrecifes y playas, en una especie de bellísimo caos animado por uno de los ecosistemas costeros más ricos del país y de la cuenca del Caribe en general.
Pero fuera del abrazo protector de la laguna, al norte de la Península Valiente, otra isla yace, sola y adelantada, como la proa de un inmenso navío, en medio del Mar Caribe. Bautizada en tiempos coloniales en honor del descubridor Colón, por guardar el paso hacia el feudo cedido al almirante por los Reyes Católicos, y que sus descendientes jamás llegaron a ocupar, la isla se llama Escudo de Veraguas. Vanguardia del Archipiélago de Bocas del Toro, Escudo paga cara su osadía, recibiendo el contragolpe de las corrientes marinas con toda su fuerza y sin el apoyo de sus hermanas.
Llegar a este santuario natural no es tan sencillo, pero tampoco imposible; además, vale la pena. Así que una mañana, temprano, el equipo de Panorama de las Américas se encontró en el puerto de Chiriquí Grande ‚Äïpunto desde el cual la isla es más accesible‚ negociando con los lancheros del lugar el precio para llevarnos hasta Escudo. La tarifa nunca incluye el combustible y, dependiendo de la potencia de la lancha, el recorrido puede demorar alrededor de hora y media. Partimos a las nueve de la mañana, con viento a favor y mar calmo.
Durante la primera parte de la navegación, las suaves colinas marcan la Península Valiente, al norte. En la punta más externa de la península, Bluefields, sobre el morro más alto se hallan los restos de un fuerte construido por estadounidenses durante la primera guerra mundial, para avistar y ofrecer resistencia inicial a cualquier fuerza invasora que se acercara al Canal de Panamá. Horacio Trotman, colega periodista y oriundo de la zona, quien nos acompaña, nos explica que muchos de los apellidos característicos entre los ngöbe y los buglé derivan de los soldados acantonados en esa base durante la época. Los indígenas no tuvieron reparo en tomarlos prestados, ajenos al concepto occidental del apellido y requeridos por el gobierno panameño de ostentar alguno: Trotman, Taylor, Hooker, Robinson, Conelly y Stonestreet son algunos ejemplos.
Al pasar la punta de Bluefields, y dejar el abrigo de la Laguna de Chiriquí, las corrientes se hacen algo más fuertes. Bajamos un rato en Kusapín; uno de los poblados más grandes de la Comarca Ngöbe-Buglé. Para ser un asentamiento pequeño, Kusapín muestra una inusitada actividad: estudiantes del centro de educación básica local, pacientes del centro de salud y pescadores descansando tras haber concluido su faena de madrugada, hormiguean por las veredas del pueblo. Kusapín es un destino turístico por derecho propio y del pueblo parten senderos que conducen a playas de bellísimos paisajes, así como a bosques y manglares ricos en vida natural.
Pero nosotros estamos determinados a llegar a Escudo de Veraguas, así que luego de comprar algunos tentempiés, abordamos nuevamente nuestra lancha. Al fin logramos divisarla: la isla, chata y a veces velada por la bruma marina, pareciera rehuir el alcance de los viajeros. La primera imagen de Escudo que nos llevamos no corresponde al cliché de un paraíso tropical. Las olas lamen la orilla de Escudo con ansias depredadoras, demoliendo peñones, practicando senderos entre los riscos, invadiendo las tierras más allá de la costa. El resultado es un sistema de vías acuáticas que penetra varias decenas de metros tierra adentro. Guarnecidos por la alta vegetación que, a veces, casi los oculta, e intercomunicados entre sí, los caminos de agua semejan pasillos de un enorme laberinto natural: la mansión de alguna deidad antigua, misteriosa y, quizá, siniestra, de esas que la humanidad adoraba en la niñez de la civilización.
No hay asentamientos humanos permanentes, solo refugios temporales para pescadores. De hecho, a veces pareciera que ellos también sienten cierto respeto por su aura misteriosa y antigua. Datos geológicos indican que las islas y gran parte del territorio continental cercano comenzaron a formarse hace doce millones de años, por lo que se consideran las tierras más antiguas del país. La historia de Escudo se adentra más en la tradición mítica oral. Se cuenta que antes de 1492, cuando los antepasados de los ngöbe-buglé señoreaban aquí, los suquias (reyes hechiceros de la antigüedad) libraban batallas con armas de éste y del otro mundo por el control de las ricas y anegadizas planicies boscosas. Los suquias vencedores tenían el poder mágico para desterrar las almas de sus enemigos ultimados en el campo de batalla a aquella isla tan lejana, que aparecía o desaparecía de la vista, como una enorme alucinación.
Ya durante la colonización europea, se dice que aquí se refugiaron y ocultaron los últimos guerreros misquitos de una invasión que, a principios del siglo XVIII, llegó a amenazar todo Panamá, incluso aquellos pueblos tras la cordillera, del lado Pacífico del país. De raíces indígenas y afro-descendientes, originarios de la costa caribeña entre Nicaragua y Honduras, los misquitos resistieron siempre el control de España en Centroamérica, aupados por Gran Bretaña. Tras dolorosos esfuerzos, se les fue rechazando y conteniendo, hasta que finalmente, en la última década del siglo XIX, fueron sometidos por los gobiernos de Nicaragua y Honduras, donde ahora se asientan sus descendientes.
Llegamos hasta Playa India, al norte de la isla, única entrante practicable entre los largos arrecifes de coral que fortifican el lecho submarino de Escudo. Virgilio, un pescador, limpia el producto de la faena con sus hijos y yernos. Al bajarnos, entablamos conversación. Le preguntamos sobre todo lo que hemos oído de la isla: sobre la enorme anaconda que nadie ve, pero que todos pueden oír mientras se arrastra y hace vibrar el suelo; y sobre las embarcaciones cuyas amarras son inexplicablemente desanudadas, a menos que se hagan con una especie de bejuco peculiar que, además, debe ser consagrado por los chamanes ngöbe.
“Nunca he escuchado nada de eso”, nos responde, tajante, Virgilio, quien sin embargo, al ver nuestras expresiones decepcionadas, concede: “Lo que sí pasa aquí es que, cuando va a entrar el mal tiempo desde el mar, escuchamos un vocerío, como si muchas personas gritaran al mismo tiempo”. ¿Serán las almas de los guerreros desterrados? Afortunadamente, hoy no es día de mal tiempo y, mientras la esposa de Virgilio nos prepara un sustancioso almuerzo con pescado frito y plátano verde asado, él nos guía, en compañía de un nieto, por los vericuetos de tierra y agua que se adentran por los bosques de Escudo.
Sobre un enorme árbol de guarumo, divisamos el bulto taciturno y peludo de un perezoso. De hecho, se trata de una especie endémica, solo encontrada aquí: el perezoso pigmeo (Bradypus pygmaeus) de Escudo de Veraguas. Naturalmente, y al estar tan alejada de tierra firme, la fauna isleña se ha diferenciado de sus similares continentales, y al no existir depredadores notables, tiende a empequeñecerse. Junto al perezoso, un colibrí (Amazilia handleyi) también es endémico y único de este pequeño enclave. Además, a las playas de Escudo arriban ejemplares de tortuga verde (Chelonia mydas), tortuga carey (Eretmochelys imbricata) y tortuga canal o baula (Dermochelys coriacea) para desovar.
Por momentos, bajamos de la barca para palpar la arena blanca y casi imperceptible. El agua, translúcida, nos llega poco más abajo de la cadera, por lo que caminamos con dificultad, mientras miríadas de alevinos escapan a nuestro alrededor. Los recovecos de este laberinto natural son la incubadora y guardería perfecta para un montón de peces (pargos, jureles y meros) y mariscos (camarón rosado, langosta y varias especies de cangrejo). La pesca aquí es (o debería ser) artesanal y el gobierno panameño ha creado un área Protegida (AP) alrededor de Escudo.
Cae la tarde y, aunque acampar aquí sería delicioso, no tenemos el equipo necesario, así que retomamos nuestra lancha y nos enrumbamos de vuelta a tierra firme. De regreso pasamos por Boca del Río Caña, donde la Asociación para la Protección de los Recursos Naturales Ngöbe–Buglé (APRORENANB) encabeza una iniciativa comunitaria de más de ocho años que intenta salvar los sitios de anidación de las tortugas carey, verde y baula en las larguísimas playas que parten desde aquí y bordean casi todo el Golfo de los Mosquitos. Tras estas playas se extiende el inmenso humedal de Damani-Guariviara, sitio Ramsar, al que es posible llegar contratando guías en Boca del Río Caña, y que ofrece uno de los lugares más bellos del país, alegrado por bandas de monos aulladores y donde es posible, si se tiene suerte, avistar al elusivo manatí antillano (Trichechus manatus), en peligro de extinción. La mitología ngöbe asigna a los mangles y otras aglomeraciones vegetales la facultad de moverse de noche, ofreciendo un panorama distinto cada mañana.
El regreso al puerto de Chiriquí Grande es muy distinto a la partida: el calor del mediodía ha levantado suficiente humedad como para cargar nubes de tormenta, que bajan hacia la costa empujadas por el viento de la cordillera. Aun así, el sol poniente se las arregla para asomarse entre las nubes y regalarnos medio arco iris, cuya base pareciera posarse sobre el mar, en el preciso lugar donde, ya tras el horizonte, se esconde Escudo de Veraguas. La isla vuelve a correr su velo de bruma marina y sombras crepusculares para seguir viviendo en el ensueño del mito y la leyenda.