Elena Reygadas: al principio era el pan
Texto y fotos Vicky Santana Cortés
Es menuda, vivaz, cálida. Habla con contundencia, sin demasiados adornos, y sus afirmaciones ganan expresividad cuando asoma el brillo en sus ojos a medida que nos adentramos en el tema que le apasiona.
Cocinaba desde niña “porque me gustaba mucho comer”, dice con gracia. Pero sin duda el entorno familiar fue el caldo de cultivo para que Elena Reygadas descubriera el gusto por la cocina. Su numerosa familia pudo disfrutar incontables veces de la cocina de su madre, una anfitriona a quien ella califica de inigualable. Y su padre no se quedó atrás, pues transmitió su curiosidad natural a sus hijos, a quienes desde niños, durante sus viajes —especialmente al interior de México—, llevaba a probar nuevos ingredientes o sabores. “Yo le agradezco porque eso influyó mucho en la formación de mi paladar. Nuestro padre nos hizo tomar consciencia y poner atención en cómo la cocina refleja la historia de cualquier región”, asegura.
El otro “empujón” para decidirse por la cocina provino de su hermano, el cineasta Carlos Reygadas, cuando él filmaba su primera película. Elena estaba por culminar su carrera de literatura en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) cuando él le pidió ayuda con el catering, y allí, en medio de los descansos de la filmación, comprendió lo que se sentía al diseñar un menú y experimentar la responsabilidad de atender a un numeroso grupo de gente. ”Ese momento fue definitivo, porque ahí realmente me di cuenta de que lo que más quería era cocinar”, recuerda Elena.
De esta manera, y una vez concluidos sus estudios de letras, viajó a Nueva York para cursar un diplomado de un año en The French Culinary Institute, en Manhattan. La escuela le dio las bases técnicas y, con esta experiencia, empacó de nuevo maletas y se fue a Londres. A su esposo le habían ofrecido una beca para estudiar, y ella aprovechó para seguir formándose allí, esta vez en el mundo real de los restaurantes. Los casi cinco años de trabajo en el restaurante italiano Locanda Locatelli fueron su mejor escuela. Allí pasó por todas las estaciones de trabajo. Claro, las pastas eran el fuerte del lugar, pero comenzó también su historia de amor con el pan, que aprendió a elaborar siendo ayudante del panadero, quien le reveló los secretos para hacer pan de verdad. Cuando el maestro se marchó, Elena se quedó como panadera titular. Entonces le dio rienda suelta a su creatividad y experimentó mucho con ingredientes, tiempos y temperaturas.
Disfrutó aprendiendo todo lo que pudo. Con la llegada de su primera hija —que hoy tiene ocho años—, Elena comprendió que era el momento de regresar a casa. Si quería seguir creciendo en su carrera, necesitaba que alguien la auxiliara con la crianza de la pequeña. Una vez en su tierra, comenzó a ofrecer cenas a puerta cerrada, primero un día a la semana, luego dos, finalmente tres. Ella invitaba a sus amigos, y ellos a los suyos, de manera que el grupo fue creciendo. Las cenas de treinta personas se volvieron de cincuenta. Ella y su cocinera ayudante ya no daban abasto y terminaron siendo cuatro. O, mejor, cinco, pues para entonces estaba embarazada de su segunda hija.
La experiencia en esa casona de la Roma vieja no pudo ser mejor. Ofrecían dos opciones de entrada, dos de medio, dos de plato fuerte… Fue un termómetro que le permitió probar lo que le gustaba y lo que no, y también se fue relacionando con los productores, muchos de los cuales siguen siendo sus proveedores. En alguna de aquellas cenas, un antiguo conocido le dijo que cuando ella estuviera lista para montar un restaurante él quería acompañarla en la aventura. Luego del nacimiento de Julieta, su hija menor, Elena supo que era el momento para dar un nuevo paso en su carrera y aceptó el ofrecimiento de quien hoy es su socio financiero.
Rosetta: el tercer alumbramiento
Primero fue Rosetta, el restaurante ubicado en el corazón de la Colonia Roma, un barrio cosmopolita en Ciudad de México, que abrió sus puertas en el año 2010. Con clara tendencia italiana en sus comienzos, con el paso del tiempo el restaurante se ha abierto a los sabores de otras culturas, en especial la mexicana. “El 95% de los ingredientes que usamos en Rosetta son mexicanos y sí, me gusta mucho explorar en las hierbas y frutas de México, que es lo que hace única a la cocina de nuestro país. Más allá de querer hacer el mejor mole de México, elijo los ingredientes; por ejemplo, un chilguaque —un chile muy particular— y me lo imagino en una bearnesa con unos huevos”, afirma.
En 2014, cuando obtuvo el reconocimiento como Mejor Chef Femenina de América Latina —premio instituido por la casa Veuve Clicquot para homenajear a las mujeres destacadas en distintos ámbitos—, el jurado conceptuó que “su cocina es sobria, estacional y cuidadosa, pero también llena de imaginación”. Elena se identifica por completo con esta descripción, pues su imaginación la lleva a explorar con una sencilla zanahoria todas las posibilidades que ofrece. Toma notas todo el tiempo. A veces las recetas surgen de su inspiración de “alquimista”, y otras de su observación juiciosa y racional sobre lo que puede funcionar o no. Lo prueba una y otra vez, lo conversa y saborea con su equipo de trabajo, y si pasa la prueba será un plato destacado en el menú de Rosetta.
Luego, en 2015, inauguró el restaurante Lardo, con un concepto más informal. Es una barra con una cocina abierta. La comida, con mucho sabor, es “todo para compartir”. Elena lo describe ante todo como “convivencia, con platos conocidos, más universales. Allí puedes encontrar desde una ensalada de coliflor, pasando por una berenjena a la parmesana, hasta un plato de salamis o una pizza de cebolla roja con chile habanero”.
Pero primero fue el pan…
“La hechura del pan es una de las cosas más bellas que hay”, asegura con pasión Elena. En el país de las tortillas, la chef es una defensora de las bondades del pan. Ella, muy delgada, tiene autoridad moral para asegurar que el pan no causa gordura (lo come en todas sus formas). Se declara fascinada con su proceso y con los secretos de la fermentación. Afirma que desde cuando estaba en Nueva York sentía que en México hacía falta una panadería que ofreciera panes con costra gruesa, panes hechos con levadura madre.
En la casa donde ofrecían las cenas a puerta cerrada hacían el pan para acompañar las comidas. También en Rosetta elaboraban su propio pan. Dos años después surgió La Panadería, donde Elena comienza, muy temprano, su día laboral. Con Verónica, quien la acompaña desde el principio, supervisan el equipo de panaderos que atiende con rapidez la demanda de los vecinos del sector, que la mayoría de las veces hacen fila para ser atendidos. El pequeño local, a una cuadra de Rosetta, huele a pan y a café. La oferta es amplia y diversa, y el ambiente cálido y amable. Un nuevo punto de La Panadería abrió sus puertas en la Juárez, otra zona de la capital mexicana.
Hay una relación del pan con lo íntimo, con lo familiar, con el compartir. “Para mí la comida debe tener pan. El pan se comparte, se corta con la mano. El pan te acerca al otro”, dice Elena. “Es verdad que el pan está muy satanizado. Dicen que no es tan bueno, que engorda, pero en realidad el problema está en todos esos ‘mejorantes’, levaduras instantáneas y harinas debilitadas y blanqueadas con las que se prepara industrialmente. Yo creo que el pan bien hecho, con una buena harina, con una fermentación lenta, con levadura natural no solo es bueno sino favorable para el sistema digestivo. Para mí, el pan es algo glorioso y lo respeto muchísimo”, enfatiza.
¿En dónde está la magia del pan que elabora Elena? En sus palabras, la clave está en la fermentación, que no es forzada, es muy paulatina, y ello hace que el pan tenga cierto sabor, vida y estructura que le dan su característica especial. Otro aspecto es la levadura natural que utiliza: no instantánea.
“La levadura viva es harina y agua. Si dejas esta mezcla a la intemperie, captura las bacterias del aire. Entonces se vuelve viva, tiene burbujas, huele ligeramente ácido y ello hace que el pan crezca. Esa levadura natural hace que el pan sea mucho más digestivo, tenga mejor sabor, tenga más vida de anaquel. Así es como se hace el pan de verdad”, concluye con total convencimiento.
La pasión de la chef se vuelve sabor en cada pan artesanal. Si en México institucionalizan un día “la ruta del pan”, La Panadería de Elena sin duda sería parada obligatoria.