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El gran aquelarre

Por: Ana Teresa Benjamín
Ilustraciones: Martanoemí Noriega

Se lee hoy y bien podría pasar por chiste, si no fuera porque algunos de los adjetivos que todavía se endilgan a las mujeres, a un cierto tipo de mujeres, son muy similares a los que dos monjes dominicos, Heinrich Kramer y Jacobus Sprenger, incluyeron en un libro escrito hace seis siglos en el que explicaban todo sobre la brujería y quiénes eran más propensos a practicarla.

El Malleus Maleficarum fue producido en el siglo XV por encargo del papa Inocencio VIII, quien para entonces temía que “toda la depravación herética” que recorría Alemania septentrional y otros territorios como Maguncia, Colonia, Tréveris, Salzburgo y Bremen, impidiera el florecimiento y crecimiento de la fe católica. La “depravación” no era otra cosa que la práctica de la brujería, que producía “horrendas ofensas, terribles dolores y penosas enfermedades”, entendidas como la muerte de animales de rebaño, la pérdida de las cosechas o la muerte de bebés. 


Angela Davis

Nació en el sur de Estados Unidos, cuando todavía existían las políticas segregacionistas del Jim Crow. Vivió en un sitio llamado “Colina Dinamita”, por la gran cantidad de casas de afroamericanos atacadas por el Ku Klux Klan. Desde niña aprendió que el odio contra las personas negras no era un “estado natural”, y tal vez por eso se vinculó desde muy joven a movimientos del Black Power y a organizaciones como las Panteras Negras. Su libro más conocido es Mujeres, raza y clase (1981), en donde recoge y analiza las luchas antiesclavistas y por el voto femenino, para insistir en la necesidad de reflexionar sobre la relación entre raza, género y clase. 


En uno de los apartados del libro se pregunta por qué las mujeres son “las principales adictas a las supersticiones malignas”, y es entonces cuando aparecen todos los imaginarios que aún perviven: la mujer es bruja porque es maligna por naturaleza, intelectualmente infantil, de memoria débil, impulsiva y carnalmente insaciable. 

Pero no solo eran “repugnantes” porque se entregaban a la “herejía de la brujería”, sino porque arrastraban a los hombres, impedidos de resistirse a sus cantos de sirenas. “Toda la brujería proviene del apetito carnal que en las mujeres es insaciable, convirtiendo a los hombres en animales por medio de sus artes mágicas”, escribieron Kramer y Sprenger.

Cuesta creer que el Malleus Maleficarum fuera la justificación para la caza, tortura y asesinato de mujeres, y el manual de instrucción para los castigos llevados a cabo por una Inquisición que se mantuvo durante tres siglos. Hoy es claro que tales acusaciones eran solo supercherías, sí, pero también una forma de control social y táctica política en un período de la historia en el que la Iglesia católica peleaba contra el avance de los protestantes, y los territorios seguían en disputa. 


Gloria Anzaldúa

Es chicana, nacida en Texas. Ella se define como extranjera entre dos culturas: la estadounidense y la mexicana. Es lesbiana, además. Por eso su tema es la diferencia, la diáspora, el territorio, la eterna pregunta: ¿quién soy? Anzaldúa se entiende como un “cruce de caminos”, una persona de frontera. Su libro Borderlands / La frontera (1987) reflexiona sobre las relaciones entre género, cuerpo, raza y las zonas geográficas fronterizas, y cómo esta “no identidad” termina convirtiéndose en herramienta para la transformación social.


La mujer fue, entonces, una víctima de los poderes. Como dice Alibel Pizarro, feminista panameña, hoy se sabe que aquellas perseguidas eran las curanderas y las comadronas, las que atendían embarazos y a recién nacidos, las que medicaban con hierbas. La antropóloga mexicana Marcela Lagarde lo plantea en Los cautiverios de las mujeres (1990): “La concepción de bruja como mala sobreviene en medios que no reconocen la sabiduría positiva de la experiencia de la chamana y de las mujeres”, y la Iglesia católica fue uno de esos medios. “En la mentalidad católica, la génesis del poder femenino es el mal. La bruja es mujer aliada del demonio, le obedece. Entra en contradicción con las mujeres súbditas y fieles, mujeres obedientes, sumisas”, sostiene Lagarde. 

De esta forma, si durante buena parte de la historia occidental la mujer había sido relegada a un papel secundario y subordinado, bien cabe decir que para este período de la Inquisición quedó impreso con letra escarlata el calificativo de bruja. Con el tiempo, el adjetivo sirvió no solo para agrupar a la mujer “maligna, insaciable e intelectualmente débil”, sino también a la inquisitiva, inconforme e independiente; a la mujer extravertida, desobediente. Eso, sobre todo: desobediente. Espíritu indócil que había que domesticar y que, sin embargo, no se ha dejado…

La historia cuenta que, ya a finales del siglo XIX, en algunas naciones europeas las mujeres obtuvieron el derecho al voto. No era un derecho universal, pero fue un avance. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial (1914-1918), fueron las mujeres quienes sostuvieron a sus familias y a las naciones, porque los hombres se fueron al frente. Lo mismo ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). En 1949, Simone de Beauvoir publicó El segundo sexo en Francia. Como dice Máriam Martínez-Bascuñán en un artículo publicado en El País, de España, el 6 de julio pasado, los hombres han retornado a casa y Beauvoir pone el cuerpo de la mujer en el centro del debate: “Si toda existencia humana es definida por su situación, la corporalidad de la mujer y los significados sociales que se le atribuyen condicionan su existencia”. 


Simone de Beauvoir

Nació en París y durante algún tiempo se dedicó a la enseñanza, que terminó por abandonar para dedicarse por entero a la escritura. Siempre muy atenta a lo que la circundaba, apoyó las manifestaciones estudiantiles de 1968, condenó la invasión a Checoslovaquia, se manifestó a favor del aborto y se interesó por el conflicto árabe-israelí y la dictadura chilena. Escribió varios ensayos, artículos y libros, pero el más conocido es El segundo sexo (1949), en donde plantea que la mujer se hace, que es producto de unas normas sociales impuestas. “La mujer se determina y se diferencia con respecto al hombre, y no a la inversa; ella es lo inesencial frente a lo esencial. Él es el Sujeto, es el Absoluto; ella es la Alteridad”. 


Catorce años después, la estadounidense Betty Friedan publicó La mística de la feminidad (1963) para cuestionar eso que las revistas y los diarios, los libros y la publicidad definen como “esencialmente femenino”. Pululaba por ese entonces la imagen de la perfecta ama de casa dedicada al esposo, a los hijos y al hogar, que no tenía otra ambición que hacer felices a los otros, como explicó Lagarde en sus cautiverios. 

Es la concepción del ser mujer a través de la entrega, la renuncia o el acomodamiento a ciertos roles, pero lo que busca Friedan no solo es romper ese imaginario falso y describir ese “malestar que no tiene nombre”, sino poner sobre la mesa la gran pregunta: ¿eso es todo? ¿Es todo lo que cabe esperar de la vida?

Porque ya estaban a mediados del siglo XX, y las mujeres —sobrevivientes de la Inquisición, herederas de las sufragistas y responsables de la continuación de las sociedades mientras sus maridos peleaban en las guerras— habían sido relegadas, otra vez, al espacio doméstico, para cumplir su papel de procreadoras y cuidadoras.


Oyèrónke Oyêwùmí

Nigeriana de nacimiento, Oyêwùmí critica la perspectiva de los estudios occidentales porque, por su visión unilateral y universalista, impide el entendimiento de culturas diferentes. En African Women and Feminism: Reflecting on the Politics of Sisterhood (2003), por ejemplo, analiza la opresión común de las mujeres, pero también cuestiona la perspectiva feminista occidental que se utiliza para analizar a las mujeres africanas. En La invención de las mujeres: Una perspectiva africana sobre los discursos occidentales del género (2017, en español), plantea que el concepto de “género” en la cultura yorùbá fue implantado por los ingleses; es decir, el concepto “mujer” es un producto colonial. A partir de aquí cuestiona la idea preponderante de que “biología es destino” y establece que las organizaciones sociales no precisan de cuerpos con género.


Poco después de Friedan, la también estadounidense Kate Millet puso sobre la mesa otra idea: que la sexualidad es un tema político y patriarcal, planteamiento que aún calza perfecto, a la luz de las discusiones sobre el derecho a decidir sobre sus cuerpos que reclaman las mujeres, que con tanta vehemencia se descalifica como pecaminoso y antinatural. 

Las mujeres, de alguna forma, siguen siendo las brujas del Malleus Maleficarum. Con territorio ganado, pero aún en posición de desventaja: son brujas hoy las madrastras y las suegras, las que se enojan cuando reclaman derechos, las que pelean por su libertad, las que no se ajustan a la norma de “lo femenino”. Son brujas las que denuncian los feminicidios y el acoso sexual, las defensoras del ambiente, las líderes comunitarias, las que se declaran feministas… Como dice Pizarro, “a las feministas nos gusta decir que somos las nietas de las mujeres que no pudieron quemar”. 

Y en ese lote inmenso de nietas hay muchas mujeres comunes y corrientes, pero también otras, tantas que no caben en una nota, que se han ganado un nombre a pulso: la egipcia Nawal el Saadawi, quien dijo alguna vez que en una relación sentimental no puede haber relación económica porque eso conduce al sometimiento, y el sometimiento termina siendo prostitución; la argentina María Lugones, reconocida por su trabajo de feminismo decolonial; Silvia Federici, ítalo-estadounidense que afirma que el trabajo reproductivo y de cuidados que realizan las mujeres de forma gratuita sostiene el capitalismo; Chandra Mohanty, nacida en India y defensora del feminismo anticapitalista; Judith Butler, Wangari Maathai, Nancy Fraser… Las feministas, las revolucionarias, las brujas que antes quemaron en hogueras. 


Rita Segato

Antropóloga argentina residente en Brasil, cuyo campo de especialización ha sido la violencia contra las mujeres y su relación con las nociones de poder que enseña la sociedad patriarcal. Segato dice que no solo las mujeres son víctimas del patriarcado, sino que también lo son los hombres porque siempre están obligados a demostrar la hombría que de ellos se espera. Esta fue su conclusión tras realizar una investigación con presos condenados por violación en las cárceles de Brasil. “Atribuir los crímenes contra las mujeres al campo de la psiquis, del odio, de las emociones, es reducir lo que estamos hablando. Los crímenes de género son políticos”, afirma, en el sentido de que el sistema político patriarcal sostiene y fomenta esta violencia, y que ese “mandato de masculinidad” empuja al sujeto a demostrar que puede controlar e invadir los cuerpos de otros. Entre sus libros más importantes están Las estructuras elementales de la violencia (2003) y La guerra contra las mujeres (2016).

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