El glaciar Perito Moreno: gigante de hielo
Texto y fotos Demian Colman
¿Cómo hacer para ponerse en movimiento cuando algo tan magnífico te ha paralizado? ¿Con qué recursos describir lo que te ha dejado sin palabras? ¿Cómo contar aquello que resulta inimaginable?
Cierro los ojos y evoco de nuevo aquel glaciar: el inmenso valle de hielo labrado a tijeretazos; los picos puntiagudos a mi alrededor, que de tan blancos hieren; la nieve crujiendo bajo mis pies; el silencio absoluto, que es a la vez melodía; los ojos aguados de emoción, la mano tibia de la persona que amo en la mía… Y entonces, todo lo vivido vuelve a ser un sueño, como lo había sido por largos 25 años.
Un sueño que comenzó cuando apenas era un niño. Un día cualquiera, cuando descubrí a mis padres abstraídos frente a la pantalla de la televisión y al unísono nos invitaron a mis hermanos y a mí a compartir con ellos. Estaban transmitiendo en directo, por primera vez en la historia, la ruptura de la gigantesca mole de hielo del glaciar Perito Moreno. Era un espectáculo que nadie quería perderse. El locutor decía que el acontecimiento sucedía cada cinco años y todos le creímos: los que estábamos en nuestras casas, centenares de personas frente a los helados balcones del Parque Nacional Los Glaciares y una marea de personas llegando a El Calafate (en la provincia de Santa Cruz) para la ocasión. Gente venida de todas partes del mundo: japoneses, alemanes, españoles, chilenos, italianos, estadounidenses, franceses… esperaban un acontecimiento natural con un fervor que yo solo había visto en los estadios de fútbol o en los recitales de rock argentino, que por esos años hacía carrera.
Aburrido escuchaba las tediosas entrevistas, hasta que se vio en la pequeña pantalla algo que llamó mi atención: como si fuéramos cóndores, la cámara nos llevaba en un sobrevuelo por una marea verde de árboles que parecía no tener fin, hasta que una pequeña franja blanca que se veía en el horizonte se fue acercando mientras crecía cada vez más hasta quedar exactamente debajo nuestro y podíamos ver sus maravillosas formas puntiagudas como si fuese un gigantesco merengue.
En ese preciso momento compartí los sentimientos que se habían expresado hasta la saciedad y me uní a la distancia a toda la gente que esperaba el gran momento. Sonrientes, mis padres me recordaron con la mirada la promesa de algo fascinante si tenía la paciencia de esperar. Y me hice desde entonces la promesa de llegar hasta allí algún día; lo que no sabía era que ése día se haría esperar tanto.
Pero llegó el 22 de marzo de 2014 y desde que aterrizó el avión en El Calafate la escena me confirmó que la espera no había sido en vano: la pista del aeropuerto ofrece una vista maravillosa del lago Argentino ‚Äïel más grande del país, con 1.466 kilómetros cuadrados‚Äï, cuyas aguas quietas son de un especial color azul blanquecino.
No obstante, nuestro encuentro con el glaciar tuvo que esperar un día más, pues el horario de llegada no coincidió con las visitas. Pero mientras caminábamos por la calle principal y observábamos sus casas bajas con techo a dos aguas (para que pueda deslizarse la nieve en las épocas de baja temperatura), nos enteramos de la existencia del museo del hielo, a seis kilómetros de la ciudad, y decidimos aprovechar la tarde.
El museo se llama Glaciarium y es uno de los pocos centros de interpretación glaciológica que hay en el mundo. El recorrido vale la pena, pues explican la formación de los glaciares, sus movimientos y porqué el lago Argentino tiene ese color tan especial: el agua, que no es marina ni dulce, se conoce como leche glaciar y su aspecto se debe a la abrasión del glaciar contra sus lechos rocosos que se depositan en el agua. El museo combina distintas técnicas para transmitir sus enseñanzas, desde las clásicas fotos hasta maquetas, proyecciones, instalaciones y un túnel que nos muestra cómo la contaminación causada por el hombre nos va llevando a un desastroso pero evitable final.
Luego visitamos el Glaciobar, donde tomamos unos tragos en vasos de hielo, descansamos sobre sillones de hielo, observamos esculturas también de hielo y bailamos hasta cuando los pies empezaron a acusar el frío, así que subimos a calentarnos con un rico café mientras esperábamos el bus que nos llevaría de regreso.
Amaneció al fin el día esperado y la expedición comenzó en los puentes y pasarelas para que pudiéramos ver una versión panorámica del glaciar. Aprovechamos las dos horas que teníamos para detallar tanta magnificencia: la masa de 250 kilómetros cuadrados de hielo cae como una lengua sobre el lago Argentino. Es como un tsunami en cámara súper lenta de cinco kilómetros de ancho y sesenta metros sobre las aguas y otros doscientos por debajo. El mercadeo que logró el conductor de televisión hace 25 años fue impresionante al anunciar que el evento de los desprendimientos no se repetía sino cada lustro. Lo cierto es que este glaciar está vivo, crece por la acumulación de nieve, tiene desprendimientos de todos los tamaños todos los días, y el ruido que hacen los bloques al caer en el agua es tan abrumador que parecen truenos en una tormenta. Y si bien, no es cierto que se deba esperar años para presenciarlos, son tan grandiosos que cada uno es un espectáculo único y pareciera que no se repite ni cada cinco años ni nunca.
Poco a poco la gente fue desapareciendo y nos quedamos solos los dos contemplando la inmensidad. Todo era como lo había visto en la pequeña tele hace tantos años: el bosque de pinos a nuestra espalda, el gigantesco bloque de hielo frente a nosotros y, para completar la escena, de repente, sobrevolando el paisaje, observándolo todo desde arriba, un pequeño punto que se fue agrandando hasta llegar a pocos metros de nuestras cabezas: un cóndor magnífico, recordándonos que estábamos en zona andina y que ese era su reino.
Pero no todo terminaba ahí. Muy pronto un barco nos cruza por las aguas del lago Argentino, y mientras recorremos sus míticas aguas, vemos las cumbres nevadas repetidas en el agua y los témpanos perfectos, flotando a nuestro alrededor, la guía nos ilustra: el Parque Nacional Los Glaciares tiene una extensión de 600.000 hectáreas, fue creado en 1937 y declarado patrimonio mundial por la UNESCO en 1981. El Perito Moreno, aunque es el más maravilloso, no es el único, ya que muchos otros glaciares se reúnen en este entorno debido al Campo de Hielo Patagónico, que es el manto de hielo más grande del mundo después de la Antártida.
Lo que viene ahora, es caminar sobre el glaciar. Y es el recuerdo que evoco ahora frente a la computadora. Recuerdo el momento exacto en que ajusté los crampones sobre mis zapatos, requisito indispensable para no resbalar. También el instante en que levanté la mirada y me quedé helado, inmóvil, frente al magnífico escenario que tenía enfrente. Después de esperar este momento por tantos años, se me vino a la mente la imagen de Neil Armstrong antes de pisar la Luna, y fui consciente del paso que estaba a punto de dar: un paso como cualquier otro, pero como ninguno más, pues con él cruzaría la frontera entre tener un sueño y hacerlo realidad. Y así fue como inicié mi caminata por el glaciar, acaricié finalmente con mis propias manos las enormes agujas blancas y perfectas que se levantan mirando al cielo; me detuve frente a las cavernas labradas por el hielo, cuyos contornos se tornan a veces azules brillantes, azules pálidos, blancos opacos o blancos hirientes. Admiré los huecos profundos y fisuras, donde también el negro es intenso, y me sentí siendo parte de esta enorme, maravillosa, y surreal escultura que avanza campante sobre las aguas del lago, como una montaña viva que muere y vuelve a nacer cada instante. Sin darme cuenta, pero siendo consciente de los 25 años que pasaron desde que me lo propuse, las lágrimas, la piel de gallina y la alegría me transportaron otra vez de la realidad al recuerdo. No puedo decir cuánto tiempo duró la realidad, pero sí puedo decir que fue como siempre lo soñé: maravilloso, impagable e inolvidable.
Ahora tengo un sueño nuevo: volver.