Desconectado
Por: Orlando Plata González
Ilustraciones:Henry González
Selección y compilación: Carolina Fonseca
Al principio fue un simple descuido, un preludio de lo que me deparaba el futuro: perdí una pequeña abrazadera plástica que usaba a diario para amarrar el bolso al manillar de mi bicicleta. Era un objeto humilde, pero muy útil, y lo tenía desde hacía por lo menos quince años; su gran ventaja era que se podía reutilizar; en cambio ahora las abrazaderas son de un solo uso, como casi todo en este planeta.
Yo estaba seguro de que el diminuto utensilio estaba en mi casa y me desesperaba no poder encontrarlo; lo busqué en cada rincón y me fui a dormir con la rabia contenida de quien se sabe estafado por el destino. Además, me sentí traicionado por mi memoria, que decidió irse de paseo justo en el momento en que zafaba la abrazadera…
Durante la larga noche y el día siguiente no podía pensar en otra cosa; sabía que era una tontería, pero nunca me ha gustado perder y estaba muy molesto. Por si fuera poco, me mortificaba pensar que la memoria, mi cualidad fundamental para destacar, y que me había permitido escalar posiciones en el trabajo, podía desviarse un milímetro de su habitual fidelidad.
Fue entonces cuando comencé a sentirme como un personaje de Borges. El eximio escritor, tras acudir al funeral de su amor platónico, recibe una moneda en un bar y no puede dejar de pensar en ella, se convierte en su obsesión. Es el Zahir, ese elemento fundamental de la mitología borgiana que obsesiona de forma inexorable hasta ocupar todos los espacios de la conciencia y los sentidos.
Hago esta reflexión, quizá póstuma, porque hoy, antes de salir rumbo a la oficina, corroboré, como hago todos los días, que llevaba en los bolsillos mis llaves y la billetera… pero olvidé mi teléfono celular en una hendidura del sofá, donde me hallaba recostado leyendo un artículo titulado “La persistencia de la memoria”… Y ahí fue cuando me di cuenta de que ese sí es el verdadero Zahir.
Decidí entonces redactar esta corta crónica para advertencia de las futuras generaciones, pues la consecuencia de este acto, en apariencia banal e inofensivo, será el detonador que haga estallar las esferas de la cotidianidad, propiciará la rasgadura del velo y mostrará la sombra de la rosa; es decir, del fin de la civilización tal como la conocemos.
Por eso ahora sé, de manera irrefutable y fatalista, que mi mal es incurable, pues no me explico cómo pude olvidar un objeto donde los seres humanos de hoy depositamos nuestra conciencia, memoria, diario íntimo, aficiones, calendario, álbum de fotos, calculadora, lista de música, cámara, buzón de correo, conexión a internet, servicio de taxis, libreta de teléfonos, sistema de posicionamiento global, cuenta bancaria, informe meteorológico y asesor de la vida social, entre quién sabe cuántas cosas más. Es, en síntesis, nuestro polo a tierra o lámpara de Aladino, sin el cual ya somos un ser incompleto en esta vida hiperconectada…
No lo sé, mi mundo comienza a tambalear; veo todo en dos dimensiones, no recuerdo ni mi dirección y dudo hasta de mi nombre y mi ocupación. No sé cuál es la ruta más corta hacia mi casa, si mañana hará sol o lloverá a cántaros, cuánto es 73 por 19, si mi cuenta bancaria está llena o estoy en déficit, si mi jefa me ha enviado trabajo o no, si borré o no aquellas comprometedoras fotos que me envían mis desfachatados amigos o si alguna vez podré volver a comunicarme con mis seres queridos, cuyos nombres, por desgracia, ya comienzan a desdibujarse y poco a poco se convierten en una sombra del recuerdo.
Lo cierto es que de repente, al saberme lejos de mi teléfono, me siento como aislado del mundo, posmoderno Caín sin plan de datos, Robinson de una isla sin coordenadas, personaje de un oxidado capítulo de Dimensión Desconocida, exiliado de la utopía, apartado de la humanidad, condenado al ostracismo y al olvido, sin Facebook, Instagram, WhatsApp, Shazam ni Twitter que le den sentido a mi existencia.