Colonia del Sacramento
Texto y fotos: Carlos E. Gómez
La mañana trae melancolía y vida al puerto de Buenos Aires. Sobre el río Dársena, rivera oeste, en Pedro 330, sale la motonave de Colonia Express, a las ocho de la mañana. La algarabía de los viajeros comienza apenas entramos a las aguas del Río de la Plata, reconocido como el más acho del mundo: 219 kilómetros. Barcos, grúas y un casino flotante se despiden del puerto. Por más que abro los ojos es imposible ver mi destino: Colonia del Sacramento, en la otra orilla, a unos cuarenta kilómetros de la ciudad de la furia.
Pasa una hora corta sobre estas aguas pandas que parecen un mar y fueron escenario de confrontaciones entre reinos, que vieron llegar conquistadores, colonos, inmigrantes, productos de Europa y otras latitudes. Al fondo aparece Colonia del Sacramento, espacio codiciado y única ciudad fundada por portugueses en la rivera del Río de la Plata.
A las 9:20 desembarcamos en el puerto uruguayo. Luego de migración, el grupo de una docena de nacionalidades es recibido por Jorge, un guía entretenido que, durante una lenta caminata de veinte minutos, nos cuenta parte de la historia de esta ciudad colonial, declarada Patrimonio Mundial por la Unesco en 1995 (el primero del país). El encanto de sus calles empedradas y antiguas casas está vinculado al crisol mágico de estilos arquitectónicos y urbanísticos típicamente portugueses y españoles del siglo XVII.
Pronto llegamos a la legendaria puerta de campo, protegida por un fuerte militar de gruesas murallas, ícono de la ciudad y reliquia histórica de 1745, construida durante el gobierno portugués de Antonio Pedro de Vasconcelos. Atravesarla es como ingresar a otro tiempo y revivir las historias de ultramar. Hoy la puerta y el puente tendido de campo marcan el límite entre la parte nueva de la ciudad y el barrio histórico.
El guía nos deja en la parte antigua. Situada en la pequeña península de San Gabriel, la población fue fundada en enero de 1680 por el almirante Manuel Lobo, gobernador de Río de Janeiro, quien arribó con dos navíos, dos bergantines y varios buques menores, acompañado por cuatrocientos soldados, 18 cañones y diversa artillería. En septiembre del mismo año, 480 soldados españoles, una compañía militar de las ciudades de Corrientes y de Santa Fe, cuatro de Tucumán y 3.000 indígenas reunidos por el superior de las misiones jesuitas asaltaron esta ciudad, que parece haberse detenido en el tiempo.
Estos acontecimientos se inscriben en el marco de las luchas fronterizas de las coronas de España y Portugal, que pretendían expandir sus dominios de ultramar, más allá de los acuerdos alcanzados en el Tratado de Tordesillas. Colonia cambió once veces de reino y algunas de nombre, en medio de acciones diplomáticas y militares sustentadas en viejos tratados, mapas y nuevas mediciones, hasta 1828 cuando quedó bajo la soberanía del Estado Oriental del Uruguay.
Allí, a un lado de la Plaza Mayor, frente a la catedral, con un pequeño plano de la ciudad, cada uno inicia a su manera un recorrido por las doce hectáreas amuralladas, para sentirnos testigos y habitantes ilustres de esta tierra como en tiempos de las guerras imperiales. El trazado de la ciudad, de origen portugués, responde a un criterio militar. Destaca la larga muralla, reconstruida en algunos tramos, y los bastiones de San Miguel, San Antonio, del Carmen, de San Pedro y Santa Rita, fortificaciones pentagonales que sobresalen de la fortaleza.
Para apreciar el conjunto de la ciudad, el faro de la punta de San Pedro ofrece una buena perspectiva. Emplazada sobre parte de las ruinas del antiguo convento San Francisco Javier, esta torre de 34 metros de altura lanza un destello de luz blanca cada nueve segundos visible hasta más de cien kilómetros con tiempo despejado. Fue financiada con peajes pagados por embarcaciones que tocaban sus costas. Allí, desde lo alto, la ciudad luce espléndida: un conjunto de casas de antaño con techos de teja de dos y cuatro aguas, escenario cinematográfico para películas de época como De eso no se habla (1993), una vista privilegiada del río donde cientos de naves sucumbieron en sus trémulas aguas, antes de que el faro iluminara a los navegantes en 1857. El suceso de su inauguración ocupó las primeras páginas de los diarios más importantes del mundo.
Recorro la Calle de los Suspiros, herencia portuguesa, estrecha, empedrada en forma de cuña, con desagüe central. Hay muchas leyendas respecto a su nombre; por ejemplo dicen que se trataba de un paso obligado por donde los presidiarios sentenciados a muerte eran llevados a la vera del río para ser ejecutados, que en ella moraban las mujeres de vida alegre de la época o que cuando sopla el viento se escuchan silbidos que semejan suspiros.
Visito sus pequeños museos, ubicados en antiguas casonas en los alrededores de la Plaza Mayor, que sin mayores pretensiones atesoran secretos de antaño. Está el Museo Portugués, edificación de piedra y teja a cuatro aguas de la primera mitad del siglo XVII. El Museo Español, integrado por dos pequeños edificios de piedra construidos como vivienda en la primera mitad del siglo XVIII. El Museo Municipal, con valiosos documentos que los amantes de la historia disfrutarán. El Museo del Azulejo, casa que mira al río desde hace trescientos años y conserva muestras de trabajos de diferentes épocas. Si desea conocer más sobre la historia, vaya al Archivo Regional, casa de piedra de origen portugués que guarda miles de secretos de la época.
Es la 1:30, hora de almorzar. La gastronomía de Colonia es tan ecléctica como la ciudad. Sitios pintorescos en casonas antiguas, sofisticados restaurantes a la carta, pizzerías de ambiente casual, cocina casera, especialidades en carnes, pastas, pescados, quesos y buenos vinos. Elijo el restaurante El Torreón, de novedosa arquitectura, y pido un corte de res, fresco, bien presentado y exquisito, una copa de vino y quedo listo para continuar con este oficio de andar que tanto disfruto.
El Real de San Carlos
La tarde es en bicicleta. Recorro la rambla, una extensa franja de playas y casas de campo, hasta el Real de San Carlos, antiguo enclave militar español, donde se puede disfrutar de sus tranquilas aguas y arenas finas sobre el Río de la Plata. También encuentro ruinas de lo que fue el emprendimiento turístico liderado por el empresario argentino Nicolás Mihanovich, a principios del siglo XX, que contaba con una plaza de toros, un frontón de pelota y un hotel casino.
Pese a las rivalidades, españoles y portugueses compartían la pasión por las corridas de toros, delirio que heredaron algunos argentinos y uruguayos. Cuando en Argentina se prohibió la fiesta brava, empresarios de los dos países construyeron una enorme y preciosa plaza de toros de estilo neomudéjar, con grandes arcos de herradura que la sostienen. Fue inaugurada el 9 de enero de 1908 con bombos y trompetas, y la asistencia de más de 10.000 espectadores. Sin embargo, la dicha fue corta, la elegante plaza solo funcionó dos años, después de ocho corridas oficiales, pues una ley del gobierno uruguayo puso fin a los espectáculos de este tipo en el país. Desde aquel tiempo este testigo mudo se resiste a desaparecer.
Otra joya única es el Frontón de Pelota, de 1910, una cancha de 64 metros de largo por 21 de ancho (la mayor de Suramérica), para el juego de pelota vasca; deporte de origen español que tiene exhibiciones en los Juegos Olímpicos. Visito finalmente el Museo del Ferrocarril, que se levanta frente a la plaza taurina. Al recorrerlo, me doy cuenta de que todo es original: conserva locomotoras, coches, bancas y demás enseres del sistema de trenes, que jugó un papel importante en unir a los pueblos del Uruguay.
Son las cinco de la tarde, estoy en el muelle de yates y veo como el sol cae lentamente incendiando el firmamento; un espectáculo que invita a los enamorados a soñar con otros mundos. Tengo tiempo suficiente para tomar unas fotos y despedir el día con una sensación de paz y serenidad que me acompaña para iniciar el regreso a las 8:45, cuando el barco hace sonar la corneta avisando que partimos de nuevo hacia Buenos Aires.