Coiba, naturaleza salvaje
Coiba, un paraíso salvaje donde bosque y agua se reclaman el derecho a continuar intocados. Una cápsula del tiempo que nos trae evidencias de cómo era la vida natural antes de que Panamá emergiera del fondo de las aguas. Una pausa de tierra en medio del inmenso corredor marítimo donde ballenas, tiburones, tortugas y delfines se pasean sin fronteras, de sur a norte y de norte sur, marcando un territorio que solo a ellos les pertenece. Panorama de las Américas realizó una expedición al último refugio silvestre del Pacífico tropical.
Por Margarita de los Ríos
Fotos: Javier Pinzón y Alejandro Balaguer
¿Cómo abordar a Coiba? La pregunta nos inquietó a lo largo de varias semanas mientras nos preparábamos para esta expedición, porque es posible describir esta isla y todo su entorno como territorio salvaje, donde bosque y agua se confabulan para no hacerle la vida fácil al ser humano. Pero puede ser más acertado abordarla como santuario: una ventana que nos regaló el planeta para que pudiéramos observar cómo era la variedad de formas, colores, tamaños y estilos de vida antes de que nuestra presencia lo alterara todo. Decidimos hacer una aproximación mística: observar, admirar, agradecer. Pocos paraísos intocados le quedan al planeta, y Coiba, uno de los más grandiosos, lo tenemos a nuestro alcance.
Luego de largos debates tratando de elegir el puerto de partida, citamos a nuestro guía, Ángelo Solanilla, de Pacific Adventure Tours, en el puerto de El Banco (provincia de Veraguas). Salimos a las 4 de la mañana de playa Las Lajas y cuando llegamos a El Banco a las 7 a.m. distinguimos su bote de 26 pies, por sus alegres colores resaltando en medio de la neblina.
El panorama es color plateado, como suele serlo muchos meses al año, pero en el horizonte asoma un rayo de luz que promete algo de sol para nuestra expedición. El mar está platito, como le llaman en Panamá a un mar calmado sin oleaje, y nuestro bote con dos motores Suzuki de 140 hp avanza sin contratiempo. Menos de una hora después divisamos la isla de Coiba, con su peluca verde encrespada y sus encajes amarillos de arena.
Apenas estamos saltando a la playa cuando un disturbio en el ambiente nos llama la atención: una familia de guacamayas cruza sobre nosotros entonando su desordenado coro de graznidos. Es una de las últimas poblaciones silvestres viables de guacamayas rojas de todo Panamá. La bienvenida es generosa, pues se detienen en las palmeras que sombrean el centro de visitantes y nos regalan un tiempo prudente para tomar las fotografías.
Muy cerca del centro de visitantes se levanta el Sendero del Mono, a través del cual se accede a la parte alta de la isla y es posible tener una panorámica. Es un buen punto para observar la isla tropical boscosa más grande aún deshabitada de la región. En ese enorme brócoli de 500 kilómetros cuadrados habitan 1.400 especies de plantas vasculares, como ceibas, espavés y cedros espino. Sus cielos son surcados por 147 especies de aves y por sus suelos se desplazan 39 especies de anfibios y reptiles. Entre sus 36 especies de mamíferos, los científicos han notado un alto grado de especiación —debido al aislamiento— y tienen identificadas, al menos, una nueva especie de ñeque y tres subespecies de mono aullador, zarigüeya y venado.
Y es que Coiba, nos dice Ángelo, es como una “cápsula del tiempo”. La isla estuvo ahí sesenta millones de años antes de que Panamá emergiera del fondo de los mares, conectara los dos continentes y separara los mares. Lo que estamos viendo se remonta a muchos años antes de que el ser humano apareciera sobre la Tierra.
Y, aunque parezca insólito, en pleno siglo XXI esta selva tiene sectores que aún no han sido tocados por el ser humano. O al menos por el humano moderno, porque hay evidencia de que la isla fue habitada por comunidades prehispánicas en tiempos remotos.
No podemos verlo desde el punto en que estamos, pero si navegáramos hacia el estero de Boca Grande observaríamos que en la isla la transición entre la tierra y el agua es lenta: los bosques se convierten en cativales —árboles que crecen en tierras inundadas de agua dulce— y, a medida que se acercan al mar, estos son remplazados por manglares —árboles que crecen en tierras inundadas de agua salada—. Después solo viene el océano: 216.543 hectáreas marinas que conservan, entre otros tesoros, un arrecife de coral de 135 hectáreas, el segundo más grande del Pacífico centro oriental y el mayor de la región centroamericana.
Ángelo nos apresura, pues si queremos disfrutar de la “playa doble”, en Isla Cocos, debemos llegar antes de que suba la marea. Poco antes de arribar a la isla, nos lanzamos del bote con nuestros esnórqueles. El agua es tibia, transparente y bajo el espejo vemos un conjunto rocoso lleno de vida. En menos de quince minutos ya hemos divisado un tiburón aletiblanco contra el fondo arenoso, una estrella de mar negra con puntos rojos, la característica estrella del Pacífico, una raya gigante, un pez globo y una enorme escuela de barracudas.
Y es que, si los sectores intocados de Coiba ya causan nuestra admiración, hay mucho que decir de sus mares. Un atardecer de agosto puede traer con el viento el canto de las ballenas jorobadas para luego ofrecer el espectáculo de estos gigantes, que pesan 36.000 kilos, saltando dichosos sobre las aguas en un comportamiento aún inexplicado por la ciencia. En cualquier otra época del año, los delfines moteados, uno, cinco, cientos, pueden brindarle un espectáculo. Pero también las tortugas que salen a respirar de vez en cuando, o las mantarrayas, con su pausado nadar.
La excepcional localización del archipiélago en una zona influenciada por una corriente cálida y dos corrientes frías hace que en las aguas del Parque Nacional Coiba se presente una explosión de vida.
El mítico buzo Kevan Mantel, quien conoció los mares de Coiba como nadie, antes de morir, el año pasado, lo describía de manera fascinante: abundantes dorados, tunas aleta azul, peces vela y peces aguja en Banco Aníbal; mantas gigantes, anguilas manchadas y cardúmenes de peces espada en las montañas submarinas de Ladrones; tiburones tigre, limón, punta blanca y galápagos en Montuosa; tiburones martillo y enormes bancos de lucios de ojos grandes, en Jicarón y Jicarita y, bajo las aguas tranquilas y someras de Canal de Afuera, variedad increíble de peces de arrecife. En total, los científicos han censado 800 especies de peces y más de setenta especies de equinodermos, moluscos y crustáceos.
En las paredes rocosas, desde el área intermareal hasta los abismos profundos, golpeados por fuertes corrientes, Coiba guarda otro secreto: los corales blandos que con su propio cuerpo aumentan la tridimensionalidad de las rocas creando hábitats para muchísimas especies de peces e invertebrados. En las aguas de Coiba hay más de 40 especies, algunas de ellas propias de esta isla.
Pero Coiba, nos dice Ángelo, es parte de algo mucho más grande; de hecho, está justo en el centro de un corredor que no conoce fronteras y que es necesario para que los grandes animales del mar, como las ballenas, el tiburón ballena y las tortugas carey, puedan realizar sus necesarias migraciones. El corredor comienza en México y continúa en Costa Rica, pasa por Panamá y Colombia y termina en las islas Galápagos. En un esfuerzo inédito por garantizar la protección de esa autopista natural, los países involucrados crearon el Corredor Marino de Conservación del Pacífico Este Tropical para crear políticas conjuntas.
Para su protección Panamá creó primero el Parque Nacional Coiba y después el Área de Recursos Manejados Cordillera de Coiba (ARMCC), la cual fue ampliada recientemente de 17.000 a 68.000 km2. Con ello Panamá cumplió ocho años antes con la meta “30×30” del Marco Mundial de la Diversidad Biológica que invita a los países a proteger el 30% de las áreas marinas del país para el 2030.
La noche se ilumina con una tormenta eléctrica apocalíptica. El sonido de los truenos es estremecedor y solo es remplazado al amanecer con la ensordecedora voz de los monos aulladores.
Nuestro destino el segundo día es Ranchería, una playa de arenas suaves, habitada por una enorme colonia de cangrejos ermitaños, que no están cómodos con nuestra presencia. Tras la playa, el río, y en el río, una familia de cocodrilos. Ángelo despliega su barbacoa y nos prepara unos exquisitos choripanes mientras nadamos sobre el arrecife. La inmersión es excitante: mientras tres tiburones aletiblancos reposan abajo, una enorme raya nos pasa rozando, una familia de barracudas nos cierra la vista y una morena asoma la cara desde una cueva. Descansamos sobre la arena, pero Ángelo nos advierte que debemos dejar la playa antes del atardecer, cuando los cocodrilos salen a marcar territorio.
Y es que Coiba es un territorio indomable. Un territorio que puede ser visitado por horas, si se quiere por días, pero cuya vocación es seguir siendo incivilizado. Un destino para viajeros conscientes, capaces de soportar las inclemencias del clima, la agresividad del bosque y lo inaudito de sus mares… y que disfrutan sabiendo que Coiba debe permanecer así: salvaje.
¿Cómo llegar a Coiba?
En las costas de Veraguas, varios puertos han desarrollado infraestructura y ofrecen servicios de transporte y guía:
Santa Catalina y El Banco
365 km (cinco horas) desde Ciudad de Panamá, cincuenta km (una hora de navegación a Coiba).
El Bongo
a 276 km (cuatro horas desde Ciudad de Panamá), cien kilómetros (dos horas de navegación).
Pixvae
342 km (cinco horas y media desde Ciudad de Panamá, carretera en construcción), treinta km (45 minutos de navegación).
Panorama de las Américas realizó esta expedición con Pacific Adventure Tours
Nuestro guía fue Ángelo Solanillo. Cel: +507 66730256
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