Armila: cuna de las tortugas
Por: Ana Teresa Benjamín
Fotos: Javier Pinzón
Al principio apenas fueron goticas, como pelusillas de campo, que caían con suavidad sobre mi rostro, mientras las nubes grises se agitaban de forma violenta en aquel horizonte marino. Era un viernes de mayo y estaba recién llegada. Caminaba sobre la arena de Armila, mirando al suelo. Muy pronto la tenue llovizna pasó de aguacero a chaparrón y, poco después, a diluvio bíblico. En el cielo danzaban arañas relampagueantes y se escuchaba el estampido de los truenos. Alguien dijo en medio de aquella tempestad que sería buena idea volver al cayuco, no fuera a ser que nos partiera un rayo. Ya de vuelta y medio derrotados ocurrió el milagro: sobre la arena empapada caminaban las tortugas baulas recién nacidas, algunas todavía saliendo del nido, desesperadas en su camino hacia el océano.
En medio de aquel frío playero y mojada hasta las entrañas me sentí afortunada. Había visto nacer, como pocos lo han hecho, a unos seres ancestrales que, en algunos años, ya no serán tan diminutos.
En el extremo del país
Armila es una comunidad de la comarca Gunayala que casi roza la frontera con Colombia. Es tan pequeña que no suele aparecer en los mapas, y la única forma de aproximarse es por avión, aterrizando en Puerto Obaldía. Lo primero que llama la atención al llegar allí es que la mayoría de su población es negra, pese a estar en una comarca indígena. Además, si bien el mapa político dice que me encuentro en Panamá, lo que suena fuerte es el vallenato; ese ritmo colombiano que tanto adoraba Gabriel García Márquez.
Con el mar como patio trasero y casitas de colores vivos, desde Puerto Obaldía toca tomar un bote hasta Armila, y es aquí donde entra en escena Ignacio “Nacho” Crespo, personaje bajito y veloz como un remolino, motor del Festival de las Tortugas Marinas de Armila y encargado de buscar a los pasajeros, conducirlos hacia el puesto de control aduanero y acomodarlos en la lancha, que rauda y ligera salta sobre las crestas de las olas del mar.
La idea del Festival se le ocurrió hace un par de años, cuando unos extranjeros de visita en su comunidad le comentaron que no a todas partes del mundo llegaban las tortugas baulas a desovar. Para Nacho, así como para el resto de los armileños, aquel espectáculo de las gigantes subiendo por la playa del pueblo para hacer sus nidos había sido cosa de siempre, pero no fue hasta entonces que se dieron cuenta de que frente a sus casas ocurría algo muy singular.
El trayecto desde Puerto Obaldía hasta Armila tarda unos veinte minutos y hay dos maneras de vivirlo: gritando eufórico mientras el bote galopa bravío o agarrándose ferozmente a cualquier cosa con la idea loca de que así se sentirá menos miedo… Para alcanzar tierra firme todavía hay que superar un reto más: las aguas de los ríos Baidy y Nakuar y las aguas del mar se encuentran en algún punto cercano a Armila, formando un remolino de fuerzas solo superado por la experiencia de los boteros. No es que el bote surque aquellas olas como bien le parece, no; el capitán le hace señales al motorista esperando el momento más propicio, y cuando llega hay que prepararse para el bamboleo, que la mayoría de los pasajeros toma con diversión preescolar.
Cuando al fin alcancé a pisar tierra me invadió el alivio. Al mirar alrededor, me di cuenta de que Armila era el paraíso tropical perfecto, con sus viviendas de caña brava y el sonido de un oleaje permanente, aunque pocas horas después del arribo parecía más bien que caminábamos por una playa huyendo del Diluvio universal.
Sábado de baula y miel
El día siguiente a la llegada, la acción empezó de madrugada, en la playa frente a la comunidad. Una tortuga baula había llegado a desovar y terminaba su labor, enterrando los huevos. Pesada e indiferente a quienes la observaban, con sus aletas anteriores arrastraba arena hacia atrás y, con las posteriores, la acomodaba para ocultar sus huevos.
El Festival de las Tortugas Marinas se realiza en mayo porque, según explicó Nacho, es el mes de las tortugas en el calendario guna. Visitantes centenarias de aquellas playas, los gunas las cuidan y las respetan, y a sus huevos y neonatos, porque creen que, si se les perturba, en venganza arrastrarán el bote del pescador mar adentro.
Armila es un pueblo de viviendas bajas, con algunas excepciones. Hay un cuartel y puesto de vigilancia del Servicio Nacional de Fronteras, escuela hasta noveno grado, varias tiendas y un local pequeño en el que los lugareños bailan vallenato; sí, vallenato. Casas y muros están construidos con caña brava y techos de pencas, y el cementerio, ya rozando la selva, es una combinación de tumbas tradicionales y occidentales.
Ese sábado era el paseo a La Miel. Como referencia del lugar solo tenía los libros de texto de primaria; es decir, casi nada. A bordo del bote otra vez ‚Äïy, de nuevo, expuesta al vaivén caprichoso del mar‚Äï, hicimos el recorrido y el paisaje resultó maravilloso: paredes de verde al fondo, el cielo despejado, la brisa… ¿Qué cómo es La Miel? En dos palabras: una postal. Su Playa Blanca es un conjunto de palmas, arena blanca y fonditas rudimentarias, donde los lugareños venden pescado frito, patacón, pulpito, sodas y cerveza.
La Miel es el último poblado panameño antes de Colombia y allí queda el hito que separa políticamente a los países. Para alcanzarlo basta con atravesar el pueblo (no más de diez minutos caminando) y subir varios escalones adornados de musgo. Arriba están los puestos fronterizos: del lado izquierdo el panameño y, del derecho, el colombiano. Hacia el país vecino, el pueblo de Sapzurro. Hasta pude dar dos pasos en territorio extranjero…
Pero hubo otro momento de antología. En las escuelas de Panamá nos enseñan que el país se extiende desde Punta Burica (en Chiriquí) hasta Cabo Tiburón (en la comarca Gunayala). Pues bien, en el trayecto hacia La Miel, Nacho detuvo el bote unos minutos, señaló una pared de roca y nos dijo que ese era el Cabo Tiburón. Fue así como se hizo tangible el accidente geográfico que hasta entonces solo habían sido dos palabras en un libro de texto escolar.
Quietud de domingo
Armila es un pueblo de música perenne. Ya fuera en el comedor de la casa de Nacho, paseando por entre los caminos laberínticos de la comunidad o en el cuarto del hotel, la música del mar estaba siempre presente: un murmullo incesante, grave y hondo que se fundía con el de las gotas de lluvia sobre el techo de palma.
Ese domingo fue el día de conocer el cementerio. Los gunas entierran a sus muertos con la idea de que les espera otro mundo, y por eso en las tumbas hay toda clase de objetos: desde comida y utensilios del hogar hasta botecitos y peines. Como la comunidad está cada vez más influenciada por las costumbres occidentales, también hay tumbas de cemento y con cruces. El domingo también fue el día de compra de molas: en Armila hay varias mujeres que cosen molas para la venta, y lo que puede encontrarse es realmente extraordinario y a precios muy asequibles.
Si las condiciones físicas se lo permiten, es buena idea aventurarse hasta el mirador del pueblo: desde allá arriba se disfruta de un paisaje idílico que una termina preguntándose si es posible grabar en las pupilas tanta belleza. Por la tarde, ya con el sol bajo, los niños se agrupan en la playa. Hay niños y niñas, de todas las edades y tamaños. Se suben a los bordes de las botes, se lanzan, emergen y repiten el juego. Hay algarabía y brisa fresca.
Una lanchita a motor está allá al fondo, esperando el momento para vencer las olas. A veces parece que el mar se la ha tragado pero no: emerge otra vez, frágil, diminuta. Los niños siguen jugando; yo estoy sentada sobre un tronco seco. No hay estruendo de música, ni de autos, ni de edificios en construcción. En la playa de Armila solo está el “ruido” de las olas y de los niños contentos y, aquí y allá, las huellas de las tortugas baulas que durante tres días no han dejado de subir a la playa.
Cómo llegar
Air Panama (www.airpanama.com) ofrece vuelos hasta Puerto Obaldía, el último pueblo con aeropuerto en la comarca Gunayala, desde el aeropuerto de Albrook. Es necesario reservar el vuelo con al menos tres semanas de anticipación, ya que es la única aerolínea que cubre ese destino. El viaje en avión dura aproximadamente una hora. Desde allí se toma un bote hasta Armila, en otro viaje de veinte minutos. Cuando el mar está muy picado se puede llegar a pie, en un trayecto de hora y media.
En Armila hay agua potable aunque el servicio es inconsistente en algunos sectores de la comunidad y luz eléctrica (con paneles solares). Es un destino de aventura, por lo que se debe ir preparado para disfrutar de los vaivenes del clima y del mar accidentado.
Para hospedarse existe el hotel Ibedi al Natural. Llame al teléfono (507) 6014 7395 o escriba al correo electrónico ibedialnatural@hotmail.com, para obtener información sobre tarifas y facilidades.