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Animadas

Por Sol Astrid Giraldo E.

Se tendría la tentación de llamar “mujercitas” a las protagonistas absolutas de las películas animadas de la realizadora franco-brasileña Vivian Altman. Las hemos conocido en producciones como Boa noite, Martha, Espelho meu o Tandem (premiada recientemente en el Festival Anima Mundi), entre muchas otras de su extensa filmografía. Son blandas, hablan en voz baja con ojos sorprendidos y el pelo en su lugar. Mujeres de edad mediana, casadas, con hijos, trabajos pequeños e historias menores.

Las vemos siempre metidas debajo de cobijas de flores o tomando duchas contra reloj en mañanas grises. Apenas sobreviven al alud de sus carteras: cepillos, maquillaje, secadores de pelo… Van de la casa a la oficina, de la oficina al colegio de los niños, de allí a la cocina. Visten jerséis de lana de cuello alto en invierno o inofensivos vestidos rojos de lunares negros en verano. Corretean sobre sus tacones altos, avanzando sin aliento, como muñequitas de un videojuego donde en cada jugada arriesgan la vida. Solo que con los puntos que obtienen en sus competencias cotidianas nunca alcanzan a pasar al siguiente nivel.

Al contrario. Vuelven todas las noches del trabajo arduo, de los escritorios atiborrados de papeles, del tráfico asfixiante de una gran ciudad a la cama de un marido tierno que no las mira, a los sofás vacíos y acolchados, a los gatos distraídos, a los laberintos infinitos del croché. Vuelven cada vez a las batallas perdidas con el espejo, que siempre las espera al final del día. Ese tribunal implacable que mide sin consideración la caída libre de sus senos, las bolsas inocultables bajo los ojos, la intrusión insistente de las arrugas, la incipiente protuberancia alrededor de la cintura, el ataque cada vez más frecuente de una cana en el remolino del pelo.

Eso sí, nos advierte Altman: ¡no las dejen soñar! El espejo podría explotar: las mujercitas también. Entonces se agigantan. Escuchan su voz interna, hasta entonces apabullada por los rumores urbanos, la tradición y los murmullos de la vecindad. Al llamado de la selva que escondían en el vientre, responden alzándose como mujeres plenas. Sobrevuelan en pompas de jabón la aridez diaria. Sus vestidos de lunares se rompen en un poderoso escote hasta la raíz del cuerpo. Los vasos con leche se convierten en alegres copas de vino. Ríen con boca golosa y dientes afilados que se podrían tragar el mundo. Se sueltan el pelo sobre la cara. Alzan los brazos y las piernas. Apagan las cálidas lámparas de las mesitas de noche para encender luces escandalosas sobre su piel. Se quitan los guantes de lavar platos para ponerse los de terciopelo de Rita Hayworth. Se apoderan de su cuerpo como un reino al que no invitan a nadie.

Y, por fin, pasan a otro nivel. Descosen los jerséis. Riegan las plantas marchitas del patio y de nuevo las hacen florecer. Bailan tango. Afuera, los maridos ni se enteran.

Tampoco nadie más. Todo sucede en una fracción de segundo: adentro del baño, debajo de las mantas, detrás de sus párpados. Adelante del espejo que por primera vez las deja ver limpias y desnudas, sin empañarlas con su viscosa mirada de tirano. Allí sueñan. Resisten. Y otra vez sueñan antes de abrir la puerta de la realidad.

En estas narraciones sin grandes argumentos, dramas épicos ni finales felices o ejemplares, Altman logra palpar el corazón de la vida contemporánea. Realista, quizá desesperanzada, pero rebosante de humor y picardía, mira la vida de las mujeres con ojos de mujer. Un lujo que puede darse por su condición de animadora cinematográfica en una escena todavía dominada por la producción y la perspectiva masculina. Se acerca entonces sigilosamente a la sin salida de sus personajes anónimos. Allí reconoce como, aunque en estas vidas normales no se están dando las grandes batallas de la historia, sí tiene lugar la no menos compleja aventura cotidiana, con sus ínfimas victorias y caídas.

Atrapadas en sus dobles jornadas laborales y familiares, en estereotipos inmemoriales e inamovibles, en relaciones de pareja sin magia, en prejuicios que las quieren sumisas, sin deseos ni vida propia, pregunta: a fin de cuentas, ¿qué es hoy una mujer? ¿Cómo se construye? ¿Con una minifalda en España, un turbante en Mozambique, una burka en Irán? ¿Hay algo más? ¿Quién tiene el control de los espejos? ¿Cómo reconquistarlos?

Altman no responde. Solo observa a las mujeres de aquí y de allá, de América Latina, Europa y África. Se inmiscuye en los finos mecanismos de su relojería. Desgaja capas con un bisturí preciso y reconoce sus dudas, errores, deseos, temores. Las registra soportando las presiones morales, sociales, estéticas, emocionales de su tiempo y entorno. Se regocija en sus múltiples e ingeniosas estrategias de supervivencia. Y, simplemente, entiende su cansancio. Entonces con sus películas les desea, como a Martha, su personaje emblemático, tan solo el milagro de una boa noite. La necesitan para seguir adelante.

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