Carmelo: un pueblo con historias y leyendas
Texto y fotos Gloria Algorta
Carmelo es un pueblo sin más pretensión que la de ser el poseedor del único puente giratorio de Uruguay y el único fundado en nuestro país por el héroe nacional: José Artigas. Fui a Carmelo en una especie de peregrinación personal: Carlos María Domínguez es un escritor argentino de nacimiento y uruguayo por adopción. Traducido a más de veinticinco idiomas, tengo el honor de que sea profesor de mi taller de escritura. Domínguez ha investigado esa zona en que los límites políticos de los dos países separan territorios unidos naturalmente por las islas del delta del Paraná. Ha escrito crónicas sobre el Río de la Plata y novelas que ocurren entre las dos orillas.
Tres muescas en mi carabina es una ficción basada en la historia real de Julia Lafranconi, hija de un inmigrante italiano que, a partir de unos juncos y un ceibo y sin más armas que su voluntad inquebrantable, construyó su propia isla de más de quinientas hectáreas apuntalando, contra viento y marea, los sedimentos arrastrados por los ríos. Plantó frutales, cultivó una huerta y levantó unas cuantas precarias construcciones de tipo palafito —para cuando las sudestadas dejaban la isla bajo el agua— en las cuales habitaron sus hijas a medida que crecieron y trajeron a sus hombres. De ellas, Julia fue la heredera sin discusión, la reina de la isla Juncal. Porque las islas son tierras movedizas donde los fuertes imponen sus leyes, y el contrabando y la piratería no son cosas del pasado.
Según cuenta Domínguez en Escritos en el agua (2011), a Julia Lafranconi se la podía ver, cuando era joven, en los puertos del Tigre (Argentina), Carmelo y Nueva Palmira (Uruguay) comerciando frutos y comprando insumos, siempre con el sombrero que perteneció a su padre y la mítica carabina en bandolera. Mientras tuvo buena salud, era frecuente verla en las tabernas bebiendo y fumando como un hombre y rodeada de hombres. Después pasó del comercio al contrabando, que incluyó de todo: desde repuestos para camiones hasta tráfico de migrantes durante la segunda guerra, judíos que pasaban por Uruguay rumbo a Argentina y, más tarde, nazis que recorrían el mismo camino.
Relata que relata Haroldo Conti —escritor argentino asesinado por la última dictadura— que, todos sus cumpleaños, la visitaban personajes variopintos de las dos orillas “puntuales y obsequiosos”. Escribe Conti a doña Julia: “Tu ojo es rápido para la amistad, y así entré en tu historia y compartimos los mismos ríos, los mismos amigos, la casa árbol que plantó el viejo Lafranconi, el sendero con huellas de carpincho a la izquierda de la casa, la timonera hembra de aquella balandra premonitoria que ahora navega entre el muelle y el gallinero, las noches de rompe y raja, el canto áspero, los muertos que me prestaste porque yo era nuevo, esas desgracias de calendario que se mencionan a tu espalda, estas ceremonias de la amistad que iniciamos entonces, y sobre todo, vieja, esas historias desmesuradas, nunca las mismas, que según parece son el somero resumen de tu vida, sagas y leyendas que cada año crecen en tamaño, en muertos y rufianes, con barcos de oscuro abolengo que sueltan amarras a la primera copa y navegan de memoria, malevos de respeto absolutamente fluviales”.
Julia murió en 1965 y sus restos descansan en el panteón que se hizo construir en el cementerio de Carmelo. En la pared lateral del panteón está plasmado el nombre de Ramón Guillermino, el hombre que ella le robó a su hermana y que, en una suerte de justicia poética, huyó con su sobrina. Por eso su cuerpo no está en el panteón que le estaba destinado.
Con la expectativa de ver la isla Juncal, llegué a Carmelo un anochecer caluroso de noviembre. Fue raro estar sobre el Río de la Plata y ver la orilla de enfrente —o quizás debería decir las orillas de las islas del delta. El río más ancho del mundo no es tan ancho cerca de su nacimiento. Me gusta la arena fina de las playas de río y que los árboles crezcan sobre la misma playa.
A la mañana siguiente, fui a la Calera de las Huérfanas, una estancia en ruinas con una rica historia. Fue una misión jesuítica con una población de unas trescientas personas y talleres de distintos oficios, además de los hornos para ladrillos y tejas y los de cal. Cuando ocurrió la expulsión de los jesuitas en 1767, el Cabildo de Buenos Aires designó para gobernar la estancia a don Juan de San Martín, padre del libertador argentino. Allí vivió, se casó y nacieron sus tres hijos mayores. Cuenta Domínguez que existen versiones de que José de San Martín también nació en el Uruguay actual y que a mediados del siglo pasado un periodista uruguayo se robó de una biblioteca porteña las Instrucciones del Año XIII, el documento más importante de José Artigas y, en represalia, un periodista argentino arrancó del registro parroquial de Carmelo la partida de nacimiento del general San Martín. Domínguez constató que, efectivamente, falta una hoja del libro de la parroquia.
Después, Juan de San Martín fue destinado a la gobernación de otros pueblos jesuíticos en Argentina, y la estancia pasó a ser propiedad del Colegio de las Huérfanas de Buenos Aires. De ahí su nombre actual. Lo que más me gustó de la Calera de las Huérfanas fueron los hornos de cal, porque me resultó increíble meterme agachada en ellos y pensar que Buenos Aires, Montevideo y Colonia se abastecieron de su cal. Además, el paraje es tan solitario que solo se oye el canto de los pájaros y el sonido de alguna perdiz.
Ese día almorcé en un restaurante junto a la plaza principal de Carmelo, donde descubrí una fuente que me pareció el súmmum del kitsch. La iglesia también era bastante moderna y no se correspondía con la antigüedad del pueblo. Al final, hablando con los carmelitanos, descubrí el malentendido. Era la plaza principal pero no la más antigua. Tuve que mudarme a la plaza Artigas, con un monumento al fundador, flanqueada por la catedral, la Junta Local y otras construcciones de principios del siglo XX, donde reinaban la paz y el silencio característicos de la hora de la siesta. Yo quería ver y tocar el registro donde supuestamente falta la partida de nacimiento del general San Martín, pero la parroquia estaba cerrada. En un pueblo, nada funciona a esa hora.
Un rato más tarde fui al cementerio, sombreado y fresco, donde pregunté por el panteón de Julia Lafranconi. Nadie la conoce así sino como doña Julia. Todos los viejos la recuerdan, muchos cuentan haber ido a la Juncal y alguno me aseguró que iba a nado por las mañanas y regresaba en las tardes. Hablan de ella con respeto y nostalgia. No sé si la nostalgia es por ella o por lo jóvenes que eran cuando la conocieron. Doña Julia vive aún en la memoria colectiva de los pueblos que frecuentó, al menos en esta orilla. El encargado del cementerio dice que viene mucha gente a visitar el panteón y que las autoridades lo tienen muy bien mantenido porque la ocupante es una leyenda que, con la novela de Carlos Domínguez, se extiende cada vez más.
Hay otros atractivos turísticos en la zona. Saliendo de Carmelo hacia el oeste, hacia Nueva Palmira, junto al arroyo Las Víboras, hay un camino de tierra que, dos kilómetros tierra adentro, lleva a la estancia y capilla Narbona, monumento histórico nacional del siglo XVII. La cuidadora guarda celosamente las ruinas de la estancia y la capilla. Tengo que tomar fotos desde las puertas, ya que en casi ninguna habitación se puede entrar, pues hay peligro de derrumbe. La visita vale la pena; las construcciones y el entorno son solitarios y hermosos.
Y el último, no muy lejos de allí: el kilómetro cero del Río de la Playa, un sitio delicioso y bien cuidado, donde una boya señala el lugar donde se unen el Paraná y el Uruguay para formar el estuario más ancho del mundo.
Agradezco a mi profesor de escritura por haber despertado mi curiosidad por esta zona del país. Tendemos a ir hacia el este por las playas o, si buscamos lo antiguo, a quedarnos en la ciudad de Colonia. Carmelo y sus alrededores bien valen una visita, sea o no un tributo a un personaje de novela que existió en la realidad, como Julia Lafranconi.