El bienestar del bosque y de sus comunidades es posible
Por: Fundación Azul-Verde-Azul
Fotos: Javier A. Pinzón
¿Habrá un punto medio en este mundo de extremos? ¿Encontrará el ser humano la forma de vivir de los recursos naturales sin agotarlos? O, definitivamente, ¿la civilización es sinónimo de devastación? La respuesta parece ser compleja, pero urge obtenerla si se tiene en cuenta que, según cifras de Naciones Unidas, apenas un 31% del planeta aún está cubierto por bosques. La solución quizá se encuentre en Latinoamérica, pues el 20% de las áreas protegidas del planeta se halla en esta región frente al 11,6% de países desarrollados y el 13,3% de los demás países en vías de desarrollo.
Sin embargo, según reseña la FAO, Mesoamérica pierde 395.000 hectáreas de bosque al año. La cifra cobra mayor proporción si se considera que el 60% de las especies de plantas, pájaros, mamíferos, reptiles y anfibios se concentra en un 2,3% de la superficie de la Tierra, y Mesoamérica es parte de esta privilegiada porción del planeta.
¿Qué hacer para resguardar lo poco que queda si hay gente viviendo y dependiendo de estas tierras? ¿Cómo decirles que por ser los últimos en subir al tren del desarrollo ya no pueden usar la tierra en la que han habitado por siglos? ¿Qué se puede hacer para romper los círculos de pobreza en los lugares con mayores riquezas ecológicas?
Las comunidades rurales de la provincia de Petén, en el norte de Guatemala, han hecho un manejo forestal muy exitoso. En 1994, el gobierno guatemalteco adjudicó doce concesiones comunitarias para administrar más de 400.000 hectáreas de bosque dentro del área de uso múltiple de la Reserva de la Biosfera Maya. La meta no era lucrar, sino generar empleo para los miembros de las comunidades y mejorar su calidad de vida, mediante una figura que les permite extraer los recursos del bosque de forma sostenible, sin dañar el equilibrio de este frágil ecosistema en donde habitan más de 513 especies de pájaros, 122 de mamíferos, 95 de reptiles, 62 de anfibios y 2.800 plantas vasculares. Veinte años después los resultados admiran al mundo.
Desde el principio se plantearon reglas: las comunidades debían organizarse y establecer figuras legales, ser respaldadas por una ONG y certificar sus productos con el sello de calidad de Rainforest Alliance y CFC. Estas certificaciones fiscalizan la línea de aprovechamiento de los recursos naturales para preservar la biodiversidad y asegurar la sostenibilidad de las comunidades.
Los sofisticados Planes Operativos Anuales (POA) fueron la base del éxito. Hugo Trujillo, secretario del consejo de la Cooperativa de Carmelita, comenta que solo el 34% de las 57.700 hectáreas que maneja su cooperativa se destina a actividades maderables. Esta área se divide en sectores que son aprovechados cada uno por cinco años para volver al primero después de cuarenta años. El primer paso es hacer un inventario comercial: qué hay para hoy y qué hay para dentro de cuarenta años, basado en el diámetro mínimo de corte para cada especie. Para el corte de caoba, por ejemplo, los árboles deben tener más de sesenta centímetros de diámetro. De éstos, solo un porcentaje, que depende del total de árboles entre cuarenta y sesenta centímetros, podrá ser cortado; el otro será dejado en pie como semillero para la futura cosecha.
Según Nubia Sosa, gerente de la Asociación Comunitaria árbol Verde, al principio parecía imposible, pero poco a poco, al dar valor agregado a los recursos del bosque, se empezó a ver una estela de éxito. Esta asociación, que administra unas 52.000 hectáreas, comenzó en 1999 con la tala selectiva y POA para maderas de alta calidad, como el roble. Tras un par de años lograron comprar las herramientas de extracción y procesamiento y en 2001 ya exportaban madera certificada. Para aprovechar la madera que no cumplía los estándares, contrataron a un maestro en carpintería, crearon un pequeño taller y los jóvenes aprendieron a hacer y vender muebles. Y para los sobrantes de la mueblería, todavía estaban los artesanos. Rolando Soto, líder del movimiento artesano guatemalteco, confiesa que antes usaba madera proveniente de la tala ilegal, pero hoy usa el sobrante de las concesiones.
Las mujeres no se quedaron atrás. En la comunidad Ixlú, diez mujeres iniciaron un negocio al que ahora se dedican cincuenta, quienes a su vez ocupan a más de 150 recolectores. Se trata del aprovechamiento de la nuez de ramón, usada desde el tiempo de los mayas, con la cual producen harina, bebidas y unas deliciosas galletas.
Tras un largo proceso de capacitación, cuenta Marta Julia, vocal del consejo de Carmelita, lograron que los xateros (quienes se dedican a la extracción de hojas de xate para arreglos florales) cortaran dos o tres ramitas en vez de cortar la planta entera. Hoy, solo en Carmelita, se exportan de 125 a 300 paquetes de hojas por semana extraídas en ciclos rotativos, garantizando así la sostenibilidad.
La actividad turística también ocupa muchas manos. El éxito de la estrategia sostenible de extracción de madera, xate, nueces y chicle del bosque se evidencia cuando turistas, aventureros y naturalistas de todo el mundo vienen a caminar durante días por los extensos territorios donde aún corren libres jaguares, pumas y pecaríes.
El plan de manejo y la diversificación económica trajeron mejoras en la infraestructura social. Durante los catorce años que lleva el modelo se ha reducido el analfabetismo, se han creado unos 3.000 empleos anuales y se han beneficiado directamente unas 7.600 personas. Las concesiones comunitarias, además, han sido veinte veces más efectivas en cuanto a la protección del bosque que las áreas protegidas no concesionadas. Con los ingresos de las actividades forestales, el bosque ha autofinanciado su protección, y se han reducido la tala ilegal y los incendios forestales. La tasa de deforestación anual en la Reserva de la Biosfera Maya en años recientes es del 1,18%, mientras que dentro de las diez concesiones sin problemas de gobernanza ha sido apenas del 0,008%. Antes de las concesiones comunitarias estos bosques representaban el 8,7% de la cobertura forestal del país y ahora suman el 10,7%.
Sin embargo, hay amenazas: los primeros contratos están a punto de vencer y las comunidades temen que no sean renovados. Carlos Kurzel, encargado de comunicaciones de la Asociación de Comunidades Forestales de Petén (ACOFOP), dice que el deseo común es “seguir manejando el bosque con justicia social”. En vez de terminar, la experiencia de Guatemala debería llegar a replicarse en otras regiones. Según la ONG Prisma, cuya misión es promover el desarrollo sostenible mediante alianzas y redes, “la Alianza Mesoamericana de Pueblos y Bosques ha servido como un campo de intercambio de conocimiento con otras comunidades en Mesoamérica y del mundo”. No obstante, según la misma fuente, estas comunidades “deben luchar primero por conseguir la gobernabilidad de sus tierras”.
El tema es delicado y controversial. ¿Quién tiene los derechos sobre los bosques que aún le quedan a la humanidad? Mesoamérica ha encontrado una respuesta y lleva la delantera en el reconocimiento de “derechos comunitarios”. Según Prisma, casi el 65% de los 83 millones de hectáreas de bosques de esta región está en manos comunitarias.
Otro caso es Panamá. Según un estudio de la Universidad de McGill en conjunto con el Instituto Forestal de Chile (INFOR) y el Instituto Smithsonian en Panamá, el 77% de los bosques de este istmo está ocupado por indígenas. Pero, según Cándido Mezúa, máximo representante de los pueblos indígenas de Panamá, pese a que han habitado y convivido con los bosques desde tiempos ancestrales, los indígenas en Panamá solo tienen jurisdicción sobre el 11% de las tierras que habitan.
El líder comenta que tras el establecimiento de la primera comarca indígena de Guna Yala, en 1938, el movimiento indígena panameño pisó fuerte en la lucha por los derechos de sus tierras para la creación de más comarcas, en donde la autoridad interna tradicional de cada cultura es la que resguarda y administra el bosque que la rodea. Y, efectivamente, la posterior declaratoria de otras cuatro comarcas indígenas es considerada algo ejemplar para el mundo entero. Esto no significa que la tarea esté terminada: algunas comunidades quedaron fuera de los territorios comarcales. En 2008 estas comunidades se establecieron como “tierras colectivas”, pero siguen luchando por conseguir los derechos sobre sus tierras y los recursos que allí se encuentran.
Un ejemplo se halla a orillas del río Chagres, en medio de un paraíso natural. Allí, cinco comunidades de la etnia emberá habitan zonas de un Parque Nacional y, por tanto, no pueden aprovechar los recursos del bosque, incluida la madera para construir sus viviendas. Viven en un lugar rico en recursos, pero no pueden sacar provecho de ellos.
Desde 1991 las comunidades indígenas de Panamá se organizaron en la Coordinadora Nacional de Pueblos Indígenas (COONAPIP), compuesta por nueve congresos de siete etnias, de las comarcas y de las propiedades colectivas. En el marco actual de las Naciones Unidas y el Protocolo de Kioto, para COONAPIP es de suma importancia el reconocimiento de los derechos de sus tierras y de sus recursos naturales. Las comunidades indígenas, que por siglos han convivido con el bosque sin degradarlo, podrían negociar servicios ambientales y venta de bonos de carbono con mercados internacionales; pero, para lograrlo, es vital aclarar la gobernabilidad de estas áreas.
La historia es compleja pero ya se están viendo los frutos. El pasado septiembre, durante la cumbre del cambio climático realizada en Nueva York, COONAPIP solicitó una agenda indígena en el plan de gobierno, que fuera inclusiva y participativa y les diera voz y voto, tanto en las negociaciones de la ONU como en planes nacionales relacionados con el bosque y el agua. Solicitaron también la creación de tres nuevas comarcas indígenas para los pueblos naso, bribri y una más para las comunidades guna ubicadas fuera de la comarca actual.
La propuesta fue ratificada en Panamá el 11 de septiembre pasado. Los pueblos indígenas, el gobierno de Panamá y las Naciones Unidas acordaron ponerla en marcha en cien días a partir de la firma. Para Cándido Mezúa este es solo el primer paso, uno muy importante, en la búsqueda de un balance entre el uso de los recursos naturales por parte de los indígenas panameños y el bienestar del bosque, que han visto disminuir en sus alrededores.
Tanto las comunidades al norte de la provincia de Petén como las comunidades indígenas de Panamá, están atentas a los resultados de la reunión de las partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático y la décima sesión de la Reunión de las Partes del Protocolo de Kioto, que tendrá lugar este mes, en Perú. En dicho encuentro se espera lograr un acuerdo global para abordar el cambio climático relacionado con el comercio de carbono, para lo cual es necesario tocar el tema de la tenencia de tierras en áreas altamente forestadas, como Guatemala y Panamá.